Tipo ocho y media me despertó una videoconferencia bastante desapacible que me volteó de la cama. No tenía cigarrillos y, embolado, fui a lo de Claudia a comprar mis Chesterfield del día. Me tenté, tal era la bronca, con una coquita de vidrio de las más chicas ($40,00), pese a que estoy en plan ahorro, y pegué la vuelta para las casas. Había amanecido lloviendo; no me mojé mucho.
Un poco me quedé pensando en esa especie de resarcimiento: coquita alivia embole, premio consuelo de los pelotudos. Pero pronto olvidé tal idea. Me preparé unos mates y me puse a leer.
Pasaron a través de la voz alta algunos poemas de Bernardo Schiavetta --digo, los pronunciables--, ciertas reflexiones de Harold Bloom sobre Wordsworth y el libro de versos de 1950 de Leopoldo Marechal sobre San Martín.
Cosas un poco enojosas ya el nacionalismo exacerbado y el culto al héroe epónimo. A Marechal me lo referencian como cercano a cierto catolicismo argentino de derecha que habría cometido desmanes tales como haber sido parte, años después, de la última dictadura y sus espantosas prácticas: capellanes del torturar bendecido por quiénes. No me lo imagino a Marechal aplicando, por ejemplo, la picana a un desaparecido, pero sí a malos lectores, al decir de Sergio Sánchez, cometiendo tales tropelías en nombre de Dios y la Patria.
Pero el libro terminó y al menos yo hasta ahora no he asesinado a nadie. Eran las once y media. Partí de nuevo a lo de Claudia. Saldé una deuda y compré una leche entera, una crema y cappelletti frescos. Queda lavar platos de la otra vuelta, cocinar y engullir. Tengo que pagar el Personal. La platita se acaba, el changüí va llegando a su fin. No lamento lo de la coquita, pero, como tanto se ha dicho ya en el país --¡y lo repetiremos, lo repetiremos!--, estoy en ajustar el cinturón.