15 de agosto de 2007

Nueve de la noche. Qué bueno dormir durante todo el día, para depertarse y sólo tener que leer algo, si pinta. El día no estuvo como ayer. Dicen que llegó a algo así como 32 grados, y me asombra. Nada de maniqueísmos ecologistas: la cosa estuvo suave, agradable, muy que muy llevadera. La visita de un amigo que vive en Italia y que por estos días visita su vieja ciudad -más allá de que nunca le agradó del todo- trajo sus cuentos "primerizos", y una tesis de "Sociología en la ética", en formato de libro; muy bonita, pero en alemán, ¡uy! Adornará mi biblioteca, segundo libro que tengo en ese idioma -el otro es un tomo de Stefan Zweig, vieja edición con llamativos tipos de letra-.

El cýber a esta hora está a medias ocupado. Me trajo un remisero del barrio, grandote y buenón. En su quiosco yo había colgado, a principios de año, carteles para alfabetizar, de un plan que había visto en la tele y que me entusiasmó. No pasó nada. Le comento: "parece que no hay interés, o que todos ya saben leer". Dice él: "no, si son burros, son burros". La cosa es que de los cinco o seis carteles con Inodoros Pereyras que puse ninguno sirvió sino para que fueran descolgados a los meses, haciendo espacio para otros de Coca-Cola o cosas así. Había olvidado, cosa no rara en mí, que vivimos en esta época -como diría Giannuzzi, mejor desesperanzado-.

Ahora está algo fresco. Ayer, que estaba lindo, se levantó un ventarrón molesto a eso de la siesta. Miraba hacia el este, en el campo, y el cielo estaba terroso. Cosa buena, después de todo, vivir en las afueras: todavía se ve el horizonte. Cuando bajamos con Marcos -mi amigo- al centro y caminábamos por la Entre Ríos, antes de cruzar la Chacabuco pudimos ver directamente el sol, sin que nos encandilara: era un disco amarillo, perfecto, a través del aire sucio de las seis de la tarde. Se ponía, allá lejos, y me pareció toda una fortuna, poder verlo así, sin necesidad de un filtro. Incluso la luna, cuando se la contempla a través de un telescopio un poco potente, deslumbra.

Tomamos algo en el Café de los Turcos. Quizá no sean turcos. Pueden ser sirio-libaneses, quizá sean... qué sé yo. Pero escuchar su conversación de sonidos bien guturales, cuando hablan en su idioma -para no ser entendidos-, es algo que hace a Córdoba un poquitín más cosmopolita. Recuerdo que Tim -mi amigo del Norte, descendiente de irlandeses-, viajando a la tierra de sus ancestros, entró a un bar y pidió, en perfecto estadounidense, una cerveza. Algunos parroquianos alrededor de una mesa, que hasta entonces hablaban en inglés, sorprendidos al ver a un tipo de rasgos tan suyos pero mandándose esa gringada, pasaron a charlar entre sí en irlandés, ese idioma que va perdiéndose.

Texto del final del día. Espero mails de algunas personas, y no llegan, y cuento trivialidades, quizá para contármelas a mí mismo. Voces de niños, atrás, viendo algo de lo que dicen "¡qué bonito!", y que charlan entre sí (son dos, quizá tengan seis, siete años: ya son de internet). Se escuchan tiros de algún juego en red; posiblemente más tarde, a eso de las cuatro, o las cinco, se sientan de los otros. Por lo pronto, dentro de un rato me mando a guardar; en mi habitación vacía volveré a creer que el mundo es de los libros.

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