13 de agosto de 2009

Pero no llueve

Último pucho. Leo otra novela de Paule Constant, que me entretiene por setenta, ochenta páginas. En algún lugar corre, gotea el agua, y no logro juntar dos palabras para un poema. (Porque la escritura da sentido al que la escribe, mientras la escribe.) La gata se lame, ya de vuelta de hacer la chanchada nuestra de cada noche: sabia naturaleza. Retumba lenta y cadenciosamente mi heladera: marca de tiempo, Kontakte personal.

No hay nada abierto en San Vicente; a no ser la estación de servicio. Cómo lucran con los precios: los trasnochados, los trabajadores, los que saldrán, sábado por la noche, del baile, en busca de más, de hacerla durar más. Pero no tiembla San Vicente de pobreza (relación): las vecinas (y yo, y yo) nos demoramos conversando con la almacenera, y le deseamos mejores ganancias, o nos quejamos a dúo, mientras ella sube de a retacitos los precios. Precios de no saber, de no querer saber nada más que los buenos días.

Gotea el agua. Al parecer, el tanque de los vecinos tiene una pérdida, rebalsa. El patiecito de entrada, mañana, estará un poco intransitable; y no lo anunciarán por Mitre Córdoba. La buena temperatura de hoy tal vez continúe, las chicas empezarán de a poco a lucir sus prendas de sudar. No nos querremos un poco más (no hablo ahora con vos, amor; disculpá): nosotros, los habitantes del pozo. A lo sumo, nuevas viejas estafas saldrán a la luz, y dejaremos de comprarle al de la pollería.

El de la pollería; y su chico, un retrasado de cráneo estrecho, de eterna sonrisa, eterna baba. Gira hurgándose la nariz y te detiene, sin palabras, con una mano que se contrae. Hacen que te suelte, ya que se queda prendido, y vuelve a girar. Va siempre de polera.