16 de marzo de 2013

La Época

 "Los poetas bajaron del Olimpo." (Nicanor Parra) 

(Leo Sarlo. Leo Vicente Luy. Leo, de un modo esporádico y casual, algunas de las noticias que se traslocan al Facebook. Leo, en Sarlo trabajando Kirchner, sobre la tele: donde no se argumenta, donde jugar sucio es ley. Lo mismo en blogs: los políticos, los, por ejemplo, de varios militantes K. Leo y digo: "la realidad". Y escribo.)

Hay una cosa con la poesía: la posibilidad de hablar disociado. La mayor o menor distancia que nuestros textos puedan tener con todo lo demás: de nuestra vida. La Época (Giannuzzi) puede aparecer en mayor o menor medida en lo que escribimos, y eso tiene que ser cuestión de alguna ética, que para nada me sale esbozar. 

Poníamos, con un amigo, lado a lado un libro de Mattoni y uno de Aleixandre (que, de hecho, estaban uno junto a otro en mi biblioteca). Aleixandre, hablándole a los ángeles, en un lenguaje que "no es de este mundo", frente a Mattoni, en cuyos poemas, por decir algo, se dan a veces dos o tres versos seguidos, irrumpiendo en el discurso, propios de un manual de instrucciones de uso de algo. Tantos libros, claro, yuxtaponibles, y las eventuales relaciones que, más o menos brillantemente, más o menos descreídamente (desesperadamente), podamos llegar a establecer. Pero eso: la biblioteca alberga tales y cuales cosas, y tantísimas otras no; y uno de repente hace el parate y se pregunta: "¿pero qué, con qué criterio, acumulé esto, esto otro?; ¿qué soy, entonces, yo, que reuní tan asombrosamente dispares elementos?".

El peligro de la disociación de los propios discursos (las varias y variadas formas de hablar, pongamos por caso, que uno mismo practica, en un momento u otro del día) no es privativo de los poetas. Cunde, es propiedad inherente, por decirlo así, a todo el mundo por el mero hecho de poder hablar, por el mero y necesario hecho de estar en medio de tal o cual ciudad de las contemporáneas. (Me acuerdo de Ortiz: las letras, la ciudad...) Pero llega un momento en que la coherencia vuelve, aunque sea un rato, por sus fueros: y hay que pensar, relacionar; escribir. 

No es algo, es cierto, que uno pueda llegar a resolver de un modo definitivo, por más que se lo proponga; no es algo para lo cual uno encuentre una solución universal, una clave apta para toda situación futura, una "buena" seguridad. Pero eso: qué hacemos cuando leemos un libro; a dónde nos vamos. Y qué hemos llegado a acumular (la biblioteca es un depósito del pasado: la muestra más ostensible de que venimos leyendo), y de qué no nos desprendemos aún. 

En todo caso: qué. Uno tiene que empezar a decir más abiertamente sí, a decir no, a los libros; y explicitarlo. Y decir: esto no tiene nada que ver con mi mundo (el mundo, aclaremos, que deseo); o: esto (aún) me toca. Y no leer por leer, si ello exige una huida del mundo. Aleixandre (a quien yo leí por veneración a los 18, 20 años, sólo porque fue miembro de la llamada Generación del '27, a la que debi considerar --¡¿de dónde; por qué?!-- "lo más") ahora se me vuelve negador de la vida: porque se remonta tanto y tan etéreamente que deja de pisar tierra ("peligro del que vuela"). Eso sentí, ahora, en el verano, cuando releí varios de sus libros. Llegué, pongamos, a los '60, y no pude más: su poesía era demasiado, eso, angélica, demasiado espiritual ajena mal. Jiménez, en todo caso, es más legible; pero Aleixandre no. Aprender a despedirse de viejos trastos.