8 de noviembre de 2012

Completo día

A ver, hago memoria: desde Uslar Pietri, Goytisolo y Romero que no compro libros. Lo que sí, me regalaron uno, y encima de poesía, titulado La soga en los pies, cuya autora, Angie Ferrero, me lo regaló con una hermosa dedicatoria.

Pero leí. Sigo sufriendo con un libro de ensayos sobre poesía latinoamericana de un tal Guillermo Sucre, lectura que me aburre y desespera; también, ¡Mario Benedetti!, con su simpático Inventario (había que compulsarlo por segunda vez, alguna vuelta: ese temible día llegó); Edmond Jabès y su bellísimo Je bâtis ma demeure; el bueno de Fernando de Herrera, al que no logro acabar (se pasó el siglo XVI escribiendo innúmeras variaciones sobre un mismo poema, una misma luz); poco más. 

Seis de la mañana: escribo. Escribo y amanece fresquito; soy consciente de que el calor arreciará. Estuve escuchando Laurie Spiegel a eso de las tres de la mañana, y luego feisbuquié. Y feisbuquié y feisbuquié; en mi caso, esto equivale a revisar completo el muro general sin prácticamente hallar nada interesante. Así que, para contribuir a la confusión general, amado Aldo, haré mi anotación del día y la linkearé, muy prolijito el chico, en ese amado/odiado sitio. 

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El día comenzó, como es costumbre, a la una. Ya la Mejoradora estaba en casa, de vuelta de yugar. Armé a duras penas un mate, enquilosado y turbio como siempre (sucede que me canso de ser bipolar). Algo debo haber leído, pero, la verdad, no tengo idea de qué haya sido. Había, maravilla, en la heladera: paleta, queso, aceitunas negras, huevos, tomate, atún (ignoro cómo, o mejor dicho cuándo, llegaron esas latas ahí). Había, en el cajoncete desvencijado, fideos tirabuzón. Era simplemente cuestión de armarse de valor, de conseguir desentumecerme, de recuperar el habla ("linda: ¿dónde está el aceite?"), de hacer de tripas corazón y, finalmente, cocinar. 

Lo hice. La Ceci estaba, brega que te brega, como incrustada en Vieja Digna, con sus mil cositas y cosazas (?) gestoriles. Quedó hecho el potaje (otros lo llaman ensalada mediterránea de fideos), puse la mesa, nos dimos a morfar. No logro ahora recordar qué sucedió a continuación. Me parece que Cecilia se quedó webeando y yo me fui pa' las piezas. Y ahí fue lo de Sucre: le di en voz alta, habiendo logrado por fin recuperarme de los miasmas del sueño magullador de cada día. 

Por lo general recuerdo poco. Pero esta vez tengo bien presente qué hicimos tipo seis. Palita jardinera en mano y silla del tío, me puse a carpir la tierra alrededor del mandarino, mientras la Ceci regaba. Pasa que está la idea de sembrar pasto (el pobre patio fue de tierra, barrida todos los días, hasta no hace mucho), así que había que poner urea, según le reveló San Google a la Mejoradora de Mates, como paso previo a la siembra. Estuvimos así un rato. Luego, "y dado que" el Lagarto se nos escapa fácil por la reja de adelante (sé de una que puso el grito en el cielo la semana pasada: el E, ese animal típico, casi nos lo pisa), pasé como una hora poniendo un entretejido anti escapadas en la ya mencionada reja. Silbé partes de una zamba que me emociona, y el comienzo de La Quinta ("¡Lucho: buscan!"). 

Pero ahí no acaba la cosa: como si no estuviéramos cansados (en realidad no lo estábamos), fuimos a La Bandada. Llegamos tarde, por supuesto: los vagos (queriendo decir, nosotros) habían trabajado afanosamente toda la tarde, y encima hubo que bañarse. Taxi mediante, llegamos cuando terminaba de cantar, acompañándose con su guitarra, una amiga de la Ceci. Cerveceamos, y leímos, y. 

Y pasamos el chivo de "la plaqueta de varones", esto es, Pasajeros de lo esquivo: 10 poemas de 10 poetos, ilustrados por 10 ilustradores (9 guasitos y 1 vaguita), cosa que estaremos presentando el miércoles que viene, en La Fábrica. 

La peleamos y volvimos en colectivo. La Chica Linda se puso a hacer el flyer de los del miércoles que viene (¡y cómo puteaba, indignada con el Gimp, inservible programa, mi estentóreo amor, con simpáticas oraciones bien formadas, violentas y graciosamente estremecedoras!) y el Chico Tonto continuó con Sucre, Benedetti, Jabès (¡qué trío, papá!). 

Y encima ahora escribo. Me dieron ganas de contar el día, simplemente porque la pasé de diez, desde que empezó hasta ahora que pronto termina, y, como quien dice, no hubo ni vacío ni malhumor ni tristeza. Nada de las al cabo frustrantes ocho horas de lectura; nada de acidia. Sí la labor al aire libre, el sudor y el cuerpo respondiendo, y recién después un poco de lectura, no demasiada, como para --como se decía antaño-- coronar la jornada. Y para cerrar, Laurie Spiegel. 

¡Ah! Y cuando estaba con el entretejido anti escapadas, tocó el timbre un Testigo (¡camisa celeste, como en los folletos!). Me limité a tirarle un: "hoy no; venga en domingo". La Mejoradora, desolada, afirmó categóricamente y armándose de infinita paciencia para darme una nueva lección del ABC de La Vida En Córdoba, que los Testigos nunca aprenderán a captar ironías ladinas. Uno no aprende.