19 de julio de 2010

Exactamente eso

Humea el cigarrillo. Tengo los pies congelados ("chan-cle-tas"), y el mate, falto ya de sabor, medio como que se enfría. Tengo a Felisa en la falda: acaba de subírseme. Siento sus patitas heladas a través del vaquero: circulitos de frío, que poco a poco van alcanzando cierta temperatura igual a la adyacente, y luego superior. Desde el equipito, una orquesta ejecuta Lepo Sumera. Distingo sólo cuerdas, ignoro el título de la composición. Me sorprende el carácter de esta música. Quiero decir: doy en pensar que siempre será posible inventar algo más, componer más cosas distintas. Algo reconocible, con sello, si te tomás el tiempo suficiente como para asimilarlo, de un modo u otro.

Termina la composición y empieza otra, con percusión esta vez. Felisa hace caso omiso a que suene Lepo Sumera o, pongamos, La Banda De Carlitos: ella seguirá en lo suyo, buscando lo que le conviene, malhumorando, respirando. Somos nosotros los que continuamos adiestrándonos, somos nosotros los que pensamos y soñamos, los que queremos decir. Vida del ocio, vida de la peregrinación a través de las inagotables culturas, algo se logra: no un vacío mayor (chau depresión, ahora), sino cierta mirada; más solitarios, más distantes, y las palabras, que, cuando son dichas en serio, salen lentas, espesas.

Así que nos pasamos a un carnavalesco reír, a la ingesta, a la bebienda, a dormir, a enloquecer suavemente. Me lo encuentro a Piedra Limada yendo para El Tigre, y cada uno compra lo suyo. Bromeamos -pero que no nos sienta- sobre lo buena que está la flequilluda, quien, indiferente como siempre, cobra y da el vuelto, y nos vamos para el galpón. Allí escucho algunos tangos, y el viejo me habla de lo último del Tour de France, y de que probablemente lo haya picado una araña en el pie mientras dormía: tiene una ampolla, pero no me la muestra porque qué frío que está haciendo.

Y parto a seguir gastando plata, y voy a la farmacia a por mis lithiun 300, y la farmacéutica me dice, como siempre, cositas como "amor", y "bicho", y "cariño" y nunca pasaremos de ahí, qué lamentable, porque está para el crimen, y la dejo y me voy al frente a verlo al Doc, que me hace recetas a lo loco y me revisa la garganta y pulmones: ibuprofeno, Pablo, y aflojale un poco al pucho. Pero lo mejor es cuando, de vuelta, paso por la verdulería, y ahí está la gordita, que tanto me gusta, simpaticona y feliz, y nos sonreímos y nos tiramos frasecitas cumplidas, un hasta pronto, un nos vemos.

Y sólo cuando estoy en casa se plantea el problema de la escritura, de escribir qué, si Lepo Sumera está trazando lentamente el retrato de una región no demasiado ominosa pero sí con fallas, de ahondamiento del espíritu y las pelotas de Mahoma, y amo esa música, y amo también el que a Felisa no le vaya ni le venga.

"Esquizofrenia cultural", me digo. Pero rechazo al toque esa teorización en ciernes, porque sé que esas dos palabritas nada harán, nada lograrán, nada traerán más que lo ya conocido. Suenan muy lindo, pero son algo que no es.

Subo el volumen. Fumo. Escalita descendente muy vertiginosa. Ostinato del piano, la mano derecha tira las escalitas, y hay un enjambre de cuerdas cada tanto, y súbitas, breves caídas en el silencio, en interrumpciones de lo sonoro. Sólo eso decir.

Es exactamente vivir en presente, amando el presente, boquiabierto ante el presente. Por eso el cigarrillo, por eso el mate. Me dicen que comience con la novela. No me llama para nada. Sólo anotar.

14 de julio de 2010

En la que el prosista se caga en todo y hasta en Nueva York

Piso que, timorato, recondujera inmune las carpas de saltar a ciegas. Ventrílocuo demente, no demasiado amanerado, de fintas mil y estampa, sorbito de caipirinha que dedujera del venablo un árido mentón de cualquier engolosinado en hambre. Encapsulamiento sagaz pero también de alcance, mediante el cual el hórrido verano, sal de veras, repimporotea teucro los ligustrines de ayer. Callada caminó pero la siega, junturas y desmanes consentidos, estableció que el orto y sicomoro de las despedidas bailoteara caduco entre las frondas de lechosidad pulgosa.

Hábito de madreselva: tu tegumento abrupto, caverna de la dentición y empréstito provocadores, no hace de la potranca llamada así Matilda un estropicio de fogosidad y arrechuchos en espera. Limonero y meandros: esa sutil que mucho se esfuerza en el zaguán no concederá lenocinios estereotipados por la contemplación de anáforas -caduco caduceo, rebelión y domeñación-. Porque, de entre todas las condiciones extrapolables del mazo o ciernes de pulgar, la insólita extraerá, contundente y murmuradora, un hálito de nervaduras colapsadas entre yertos espasmos de escansión.

Liza entre paquidermos ordeñables: comés porquerías, tu pezuña no es de las que más amamos, mentón del azabache que se columpia entre desdenes por venir y risotadas ochentosas desde la sillita de ruedas en la que te mecés, salvaje. Por entre columnas te das, dintel de las cabañas en las que cohabito con el pobre y con el melón, moldura inacabable de la dádiva al que se refocila mediante guarniciones de THC filodendral o la revista. Tenedores aguachentos y el cenicerito de percal. Y nunca nos podremos desdecir.

Ocasión en que tu nigromancia de analfabeto espichable corroe entre cartones una plaza de la salutación y estornudo procaces. Callada caminó por entre aldabas, y hasta pateó huesas de callar, por lo que dimos en modelar durante horas para Giordano, cafisho de la señal de engarce. Odio de la maldición a regañadientes.

Melocotón hundido y ojal de almendra: mi torta con rodajas de manzana muy aterida y colapso o yedra de los efás sagrados, fermentan y fermentan y fermentan tus molares de limadura de desolación y destrucción de dioses que no sean ése: el de la cornucopia de leche y miel en la que te otorgás medallitas a cada kilómetro cuadrado, décima etapa. Hinojosa de la rebelión, tu pretérito se esfuerza y, chomazo mi semblante, esparce colillas atascadas en la gorra de lo que más aglutina. Porque si todas las cieguitas condujesen Estados, guanuco el eslabón, a bastonazos remendarían la Muralla.

Callada caminó. Ni Reich te incluye. Tu pipa y tu medalla se desdicen. Calleja pobre a la que sumás denuestos de calzado. Limo sentido.

12 de julio de 2010

Ida la Juana, Julio se las toma

Zodíaco de la desmesura, el reverbero azul de un día sin disgustos oreaba a nuestros mentores. Temprano había brotado la alforja trinitaria, y nuestro descoyuntar se entregaba a los arrechuchos del frontón. Liza en demanda, aletargar de la morsa en ascuas, la Juana se indispuso con toda socarronería. La auxiliamos entre avemarías y gruñidos propios de un príncipe feliz, pero la mejorana de su pelo despepitaba peñascos duros de sortear. Julio tomaba mate impertérrito, dueño como era de la fontana alrededor. No es que lo requiriésemos, pero su muñón del óxido entorpecía el simulacro.

Más allá de la tonsura, y por entre innumerables acaeceres del goteo ínsito, la Juana crepó: tal como Kremer pena, zapato de las alcancías, tal se rindió la guasita, tetona como siempre, salaz, a una muerte desmemoriada y teucra. Su cuerpo inane animaba fiestitas de percal, y de la siega del empréstito forzoso no nos quedaba más que traducir del copto la nómina de sus hematomas dulces.

El primero que escupió al pecho del cadáver fue su padre. "Cómo que la quería", decía, enrevesado, y "pedazo de la aldaba que se escurre". "Hélas!", se repetía, leído. Apenas lo mascullaba, diligente y contuso, pero la procesión, daguerrotipo vencido, era el yogur de los gordos, que al toque la gallearon de un modo irreprochable, contritos, simulando.

Julio seguía sin levantarse del pedernal del hartazgo -la caries rancia y la tostada destrozaban su único ojo-. Arrastramos la estación más allá de sus límites de esdrújulo, en vano. También quisimos entonar salideras bancarias, pero él, indiferente, compuso la cantata del silencio. Desjarretaba el aplauso, columpiaba la más mínima reprimenda.

Y nos echó al olvido. Trepó a la cuesta de Retomadiestra, montó el albino, partió. Periplos de coyuntura adrede: nosotros, los mojigatos y los cuarteronas, los indiscretos y las atrevidas, no dimos en alcanzarle. Allá se fueron nuestros tres cuartos de doblón. Campana y descreimiento, la plaza de los sin nombre.

(Porque hay un trance inmune a la falacia. Mishiadura de toda exposición.)

11 de julio de 2010

Pasifae

Poco después de que te reventáramos el orto (la nómina es extensa), te dirigiste a la estación del fiambre y allí, entre deseosa y descompuesta, solicitaste un ticket. El que los otorgaba te miró: la ropa hecha jirones, el labio inferior magullado, la mirada, una biliosa dulzaina de los tiempos idos. Nada te dijo, pero te guió (la seña fue concisa) a un depósito no mayor que el espacio que media entre Córdoba y Qusarat. Con gesto medido te indicó que esperaras; te sentaste, cruzaste las ominosas piernas.

Al cabo de media hora llegó el petiso. Éste era un fiambre desafortunado, cuya habla se confundía con la frontera. Te preguntó qué esperabas. Un somorgujo de emoción te alentó a confesarle que querías alejarte de todo. El petiso te señaló que allí sólo aguardaban los mediocres, sólo los tibios que no saben encontrar la puerta. ¿Qué puerta?, le preguntaste. Por toda respuesta, el petiso se alejó.

Poco antes de que te reventáramos el orto (todos anónimos; todos diferentes), tu estación preferida era el invierno. Creías en la canción libertaria y en dar de comer al menesteroso. Dolida por el parto, el feto primigenio de tu error de niña se te representó ante los ojos. Nada querías saber de ese deforme, por lo que las enfermeras te llamaban la amor-tajada. Pero tamaño ajenjo poco podía con vos.

La madrugada aquella en que supiste lo que se te venía (previsión de alcance) decidiste que la guarida del oso se parecía más a un dogal de oficinas de lujo que a la marea intonsa. Contaste los segundos y los años, te hiciste operar el esfínter. Mucho más tarde, luego del paso del petiso, mirabas por la ventana cegada con maderos, hallando así el mensaje de la era inicial: que todos nos haríamos cientólogos.

Pero mientras te reventábamos el orto no gritabas, ni gemías, ni gozabas. Eras el manojo papal (bolsa maleable) que se deja hacer. Ni siquiera nos contabas, y no te molestaba los segundos polvetes de algunos de nosotros, escasos, por otra parte. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, habrías de recordar aquella mañana fría en que te dimos a más no poder; y no hallaste diferencia -un ave se detuvo- entre un evento y otro.

10 de julio de 2010

Hondazo inútil

Elevabas plegarias en son de actitud, pero el Cielo no se abría. Te disponías a peregrinar a Santiago en sentido inverso. (Nunca llegarías: bien que te resistís al español.) Coloso de tu memoria, recordabas fructuosas oraciones mediante las que lograbas, de niño, hasta media hora de bondad; pero siempre alguien aparecía. Vacilación de la entrepierna: eras joven, y la contemplación, como a Fausto, te llevaba a realizar hazañas irrisorias.

Te querías redimir. Pero de qué, dudabas, si eras mediocre y ni para el Mal servías. Visitabas panteones de durar, gélida sierpe, y tu mollera mascullaba responsos. Rezabas de memoria: pasos en la inquietud de quién.

Así fue como te ganaste mi ira. Te mancillé el honor muy duramente, crucifiqué tu mandíbula y, ahíto de espantajos, te despaché a la siega.

Sembraste entonces grano, y de la tierra brotó alcohol. Y segaste la vid, y de tus entrañas florecía la nervadura de la neurosis. Desesperado, quisiste aullar, pero tu moneda se entumeció de pronto. Las amapolas eran tu cadencia, de tus várices nacían sinsabores hediondos que ofrecías, despechado, a los viandantes.

Loción del rubí: me regresaste liendres, abanicos de la homosexualidad te visitaban. Urgiste un lienzo, pero no quise apuntalar tus facciones demacradas. Rabo de nube, gemías, rabo de nube.

Aburrido, te parapeté entre los que más temías y decapité tres de tus falanges. Como el artista, de ellas te alimentabas, las devolvías, te alimentabas. Ningún nosocomio te auxilió. Insípido pendorcho.

Para acabar, me fui. Desahuciado y terco, clamabas al Cielo, que no se abría.

6 de julio de 2010

Rocío.

Pasota de oliváceas, otario inmune, vítor del etario: ¿Quisquisacate es mierda para tu ingrata redoma? Asperjá, flor y meandro insólitos, y desencajá el buey de la cornucopia, visillos la entrepierna, tanta obesa. Solíamos decir del alce en trance, vitriolo de la descomposición; hoy apenas recapacitamos en ansias. Porque, del toisón, el único epitafio o credencial viene a sabiendas. Lícito, overo, pellejo la vinagre, esparadrapo unido: ¿teníamos orzuelos lisos como escarapela y síntesis de los estornudos? No te lo niego: nos regodeábamos lindo.

De todos modos, venablo. De todos modos, el aparatoso esperpento. Te digo y te repito: loco a patadas, camisón y el alcanfor barato, pináculo/incremento a base 'e lino, linotipia falaz contra el arriero. Efá y efá y efá. Eso de cultivar te reventaba los forúnculos y, dejado de la mano del poliedro, tu enhiesta coliflor bien que simulaba Capítulos. Nunca fui de rebañar oteros: ciervo de Juana Manuela, punzó los inservibles, tu lanza o ristra en ajo se envalentonaba contra los beodos mil. Acopio de vendaval y lijas, manopla o huella del franquismo, juraste periscopios o sutileza morosa contra el refucilo de la chacarera ínsita. Bendito cusifay.

Reconcomido entre estampas (¡por Dios, molino campo!), aleación y contra-estaño o lienzo con que reforzar mi mitra y mi medalla, y las aledañitas al cielo en qué, ni a palos rezo por vos, escapulario. Imitación de los macanudos, como la de la cuarterona de ese gustito en ciernes, atiza y lentejuela. Maraña o cachivache de incrustación divina, evolucionábamos hasta florecer en la trincheta de los deberes laicos. Mujer que perseguía al estanciero de los tres pendones, bichito su voraz, cosita de manteca (y Mara: "¡perdón, perdón!", muy desdichada, llorando magullando), nos disponíamos pronto a repimporotear en el oficio, muy a cuatros. Velamen de la inquietud, itas. Como que comíamos a dos carrillos, vela inflada y las pelotas exangües.

Y para que tu melopea, chuloy, pespunteos desacompasados, regurgitara un tornillo, preciso fue que -termo y ojiva- Hiroshima, que te sonreía, se nos alejara entre dos truenos. Redundancia de la sin hueso, probé, mastiqué, tragué. Luego, todos los aludes se percataron de la distancia intonsa entre la antena de los desperdicios y ese chelo de rosadas mejillas. Gaviota tu percal y mamichula.

(Desdicha, tegumento: salo de a ratos la mesada, cacheo al policía, lo escorbuto. Clavícula y rocío: comería frutillas sólo por que me pidieras de nuevo fuego, y al lado te sentaras.)

5 de julio de 2010

Ecuanimidad mantenida; decae al cierre.

Habíamos esperando un taxi demasiado: eran más de las cinco de la mañana, y los pocos que pasaban iban ocupados o despreciaban nuestra facha, sobre todo la del Kelly, que, alma de la calle, silbaba a los coches o les hacía señas bien aparatosas, como si de un helipuerto se hubiera tratado. Veníamos de ver al Circo Da Vinci en 990, y el Gera se había quedado haciendo sociales en una sala que muy a disgusto se vaciaba. A mí me pintó el cansancio. El Kelly dependía de mí, pero, de haber tenido guita, se hubiera quedado hasta el amanecer: había vivido una noche de emociones raras para él, y quería terminar de reventarla, y qué mejor que con una buena puta -según su más hondo sentir- a la que romperle el orto.

Me puse a contar monedas. Cuando me di cuenta de que realmente nos alcanzaban para el bondi (los billetes que quedaban eran de 10, y no hay modo), vemos venir un Celeste Central. Le digo: "¡vamos!", y comienzo a correr. Veo que el Kelly me pasa y algo me dice de una dieta a seguir, pero no me esfuerzo: llegamos bien. Subimos al bondi, más o menos poblado de aborígenes. Nos sentamos atrás de dos menores que de algún baile volverían, y el Kelly les empieza a decir cosas, dulces a veces y otras violentas. Así había sido toda la noche: cuando estábamos yendo de la 27 de Abril a Buffis, el vago se despachaba con más o menos cuatro piropos por cuadra. Nunca lo vi tan revolucionado: se ve que no conocía la noche de Nueva Córdoba y sus pibetas úblicas. Se había generado como un código: el "recatate". Éste se imponía cuando andaba la yuta cerca, o cuando directamente el vago echaba mucho moco.

Nos separamos a la entrada del pasaje. Llegué a casa y me mandé un buen Steve Reich, fumando en la cama y pensando en nada, esto es, en "la materia sonora" (Spinetta). Hoy ya pasó un día. Lav me envió un lindo mail, le respondí, y me quedé pensando en escribir algo. Por segunda vez en una semana me felicitan por mi prosa. Y yo que quería hacer versitos. Me acuerdo oscuramente del prólogo al Fausto de Goethe (esos consejos que le tiran a mansalva al autor). Me pongo triste de un saque: "el amor es muy raro", me han dicho también por estos días. Lástima: si hubiera tenido esa emoción antes, otro habría sido el post.