26 de mayo de 2009

Des vermines!

Diáspora desacartonada, mi occipucio ralentizaba las comas de guardar, asido como andaba a la ventolina fraudulenta de los camalotes inmejorables que adolecían de isótopos vencidos. Mi batracio de ser, presa de agitaciones, regurgitaba inmune cada trajín que el Tío procurara de por entre los tablones de tonsura y Coca-Cola. (Cuando, más acá de las discrepancias, la suerte va, la yanta calcina fácil helechos o de la dentición de los sobacos magros. Más por lo general y el arrecife, verdinegros pecíolos especularán fiero, a semejanza de retenciones y reflejos.)

Y no era que mi dominó de chichises surtiera mejoría: dolida, mi quietud se aparecía por entre los cañaverales y calaveras como un muñeco estacionario de las ventiscas agradecidas. No era que la yacija y conseja de las viejas verrugas añorase el puente: la perra y sus adobes, inmaculados como la desazón, se estremecían por lo bajo. De todos modos, aunque el acta de espiante conminara a descerebrados alfeñiques a disponer de saldos y retazos cariacontecidos, mi cimitarra torpe se descomponía como la escolopendra del adiós en que no quise.

En ésa estábamos, La Cuarterona y yo. Azabaches y librerías, la viruta implacable, pagoda de la abuela, escanciaba mermas. El patiecito de enfrente, enfermizo y azulenco, vidrio de pie, conminaba a descorchar seguido, y la muy vaga, pelambre y espinacas por lo bajo, desmerecía apuntes trabados, mientras que yo deshilachaba los broches de perderse al fondo. Tranquilos como una foto, franceses en eso de reconcomer la espátula contra las cacerolas, taimada caminó.

Entonces, redepente, el vicio. Surtía su comisura una mala púa de azufre, y las azucenas de ocasión esponsoreaban calamitosos oxitracios la banda en disco, mientras que Bach -insulto y desgarrón-, rojizo como un bache, percutía peladuras y mancuernas, y repetía a quien quisiese timarlo que la congoja insostenible en alma es derechura a puerto de babucha en pie.

Quizás haya desplante en mi cornamenta, y tenga que sugerir que La Cuarterona, rabo de cúmulus nimbus que lejos azafranara el muelle, moliendas en mi malla, escanciaba en ese momento un puerro. Entonces, moneda, sopor y liviandad, el vicio, tenor de los arrieros, chupacabras y vuelta a dentición de los soñados, desentumeció de una el picaporte, nervado como una pollera.

La muy vaga escupió contra el viento de los osobucos galanos, y mi mate, materia fermentada en añosos algarrobos contra lumbago y fiebre, tomó de las itas la mansedumbre y se fue como una escarapela meada por detrás.

Circunfleja, La Cuarterona me regardeaba el fiambre, y yo tosí. Calidad de ventosa contra mejilla pustulácea y macilenta, Bach volvió de un saque, y comimos mucho.

9 de mayo de 2009

Micronesia de las constataciones

Monedas y dromedarios, rígidos mausoleos que alumbran, pulcro tu neceser, varada la distancia; y eucaliptus. Monedas o la suculenta molienda de otras fuentes, monedas de la ríspida deshidratación, tibio reparo. Ínsitos crisantemos que nadie varará, ínsitos vislumbres al través de tu frontera henchida, migraña y feldespato. Arrimos a un no ser de patas chuecas, monedas y escapularios -vencidos, resistentes-, colosa, duermevela.

Cada vez que de tu semblante enhiesto se desprenden oropéndolas de ocasión, eslavos amancebados mediante la resolana, miríadas encarnadas de nada que ver, nada que palpitar, nada a que asistir. Oropéndolas como las habladurías y rejunte de desplantes, última mishiadura -la frase incauta-, molécula capaz que se desdice contra los acantilados del quién; y el quién que caminó, y que condujo a las itas hacia una doble escansión bituminosa, magulladuras e insípidos cristales, arde la mano.

Máxima estornuda, Máxima se sorbe los mocos, Máxima sonríe a la cámara desdentada. Sudor de espalda o cuenco, miniaturas y desgaje de la alcancía, pasamanerías y escalpelos que hallamos al desgaire, libros como el plástico que no terminamos de hundir entre las sienes, armas de un filo menoscabado que dejamos desvencijarse en la acordada extensión de la pereza, una risotada es como un ángel, un gemido es como la pared contra la cual dormimos, otro bostezo es como la disección gastada de las penas sobre el coral de la madrugada. Y no concederemos el esparto.

Así, desaforados y obtusos, pasan los monos de la adivinación en andas, y pasan los almaceneros de la sonrisa desvaída, y también pasan las alondras que nada quieren de nosotros. Como una vigilia de la condición suntuaria de los alces, tememos relinchando. Como un quiste oxidado y arrastrado a través de las galerías al uso, tememos el sopor de la indecisión en Luna, rapto veloz.

Porque ante cada colosa que decapita, nos inclinamos como los malintencionados de antaño, y somos la garita infiel y seca en la que yace el albino, y a partir de nuestra manoseada conducta concluimos penosamente que somos el olvido de lo que sucederá. Torres: aroma, y detención.