24 de julio de 2011

La Biblia o Jammes, o El laberinto de la autenticidad

Pienso en leer La Biblia. Pienso en para qué. Para rellenar horas. La veo ahí, al lado del monitor, cerrada, "humilde". Me digo muy bobamente que no puedo morirme sin "terminarla" al menos. También podría tratar de retomar la relectura de Le Deuil des primevères (tengo prometido traducir un par de poemas), pero no es lo mismo. Francis Jammes no me mueve; a La Biblia (pero hace rato que ya no a Dios, "que no existe") le sale hacerlo. 

Pasan los años, voy envejeciendo sin más, todavía no empiezo, sospecho --pesaroso--, a escribir. Escribir como tarea, digo. Algo de desfogue tiene lo que he venido haciendo hasta ahora; algo de caprichoso, de veleidoso también; algo de exquisito; mucho de burgués indeseable mal. Quizá uno pueda dotar de algún sentido, moral u otro, su hábito de escribir; lo cierto es que uno sabe --y lo supo siempre-- que, para que valga la pena, hay que escribir como un condenado. Un laburo no sé si extenuante, pero sí empecinado, cabeza dura, propio de mulos. 

Una gran regularidad, una obcecación, en la tarea de escribir. 'Nulla dies sine linea': de eso hablo. 

Quizá debería convertirme en una especie estética de periodista o reportero (me refiero a ser un productivo total). ¿Pero sobre qué escribir? Y: sobre el pensamiento, sobre lo cotidiano. Pensamiento como interioridad o reflexión sin tregua sobre lo cotidiano de uno; sobre los mínimos movimientos del alma: cada día, todos los días. Pienso, y no sé si es así. Pienso como comenzando --el "por fin"-- a planificar algo en serio. Pienso como queriendo proponerme un gran proyecto; algo que abarque muchos años. Pienso así: formulándome una tarea muy, muy paciente, y sin mayores esperanzas. Pienso en una severa constancia; para tenerla, digo. Una severa constancia: una afanosa pasión.

Fumo. Como un maldito trabajo que finalmente termina por hacérsele imprescidible a uno, eso. Como una disciplina que puede llegar a tornarse hasta agradable; algo al cabo llevadero. Como calculando los frutos de un muy probablemente lejano futuro. (La Biblia: "por sus frutos los conoceréis".)

Será lo del Dante, de algún modo: a la mitad del camino de la vida, se me aparece la disyuntiva. El cómo del para qué de mi escribir, de mi gustarme escribir. Una especie de regeneración, de replanteo existencial de mi actividad como escritor, digamos. 

En todo caso, señalarán, eso es una cuestión privada, personal. Pero lo escribo (quiero decir: lo publico). Por qué no. ¿No lo estaré lechuceando, con lo mal visto que suele ser hacer eso? ¿"Obras, no promesas"? Lo escribo, lo publico. Quizá no tenga nada que escribir, hoy, sino tan sólo este propósito ("de enmienda"), este esbozo de proyecto. Por qué no. Si estoy solo, y estas anotaciones mayormente lo están también, así, tan a la deriva, tan entregadas al olvido o, mejor dicho, al casi seguro pasar totalmente desapercibido por el público lector. Escribir porque eso solo es lo que es lo mío, porque eso solo es el ahí en donde puedo estar y ser yo, más allá de ser leído o no. Como alcanzando un poquito más de libertad. Como animarme a animarme. 

Fumo. Lo de uno es tan amado por uno mismo... tantas veces, en tantos casos. Tan apreciado, tan sobrevalorado. A lo que escribimos le auguramos, sí, inmortalidad; ahora no nos leen, es cierto, pero eventualmente aparecerá ese lector "que sabe": ese que está preparado para reconocer el valor de nuestro escrito, y que, de algún modo, hasta lo habría estado esperando. 

Y quizá no sean tantos los que aman así --digo: tan desenfrenadamente-- lo propio; pero yo sí lo hago. Mejor: tiendo sospechosamente a hacerlo. Parámetro delicadísimo de mi identidad, eso es lo que pasa. Como quien dice: "pero es que eso es lo que me define...". Porque tampoco quiero entregarme al rol del descreído, del --anotemos-- reventado. En todo caso, vivo y me permito padecer dialécticas varias del alma ("que no existe"). 

Vivimos tantas veces de promesas... Quién las formuló, terminamos por preguntarnos. Y difícilmente hallemos respuesta para dicha pregunta, si no somos de sabernos ver; pregunta que es una vacilación y un cansancio de doblegado finalmente por el peso del desaliento. Fe, Esperanza, Caridad: ¿no las llamaba Nietzsche (todavía me falta aprender alemán) las "vivezas" cristianas? O las "listezas", no sé. Nos deleitamos, entonces, con la promesa del advenimiento del reconocimiento de la propia obra, y somos de ir aportando, pacientemente, grano a grano, nuestros poemitas, nuestras prositas, y los almacenamos con total meticulosidad en blogs, en carpetitas, en ese depositario de la genialidad ignorada, despreciada, herida: por ahora (y: "ya nos resarciremos debidamente...", al modo, placebo verbal, en que se consolaban algunos Padres de la Iglesia prometiéndose desquites para la otra vida, según cita el mismo Nietzsche, en la Genealogía de la moral). 

¿Y quién garantiza dicha promesa? Únicamente nosotros, que justamente no podemos hacerlo. Ganas me dan --ahora que ando releyendo los Sueños-- de agarrar y hacerme senequista consecuente mal, desengañado tremendo. (Desengañado, sí: pero nunca descreído, reventado, arrastrado.) La macana es que tengo que admitir, también para esto, que mi índole es otra. 

Leer La Biblia, leer Francis Jammes: nuevamente me sumerjo en el laberinto de la autenticidad. Mundo hecho de libros, y la biblioteca siempre a mano: qué lejano será todo esto para muchos, de leerlo. De entre los que tengan, aparte, el hábito de leer. Mario, el del quiosco, por ejemplo, que ayer me convidaba con un vaso de vino en plan peronista total: nunca sabrá de este escrito, de este, repito, laberinto. O Piedra Limada, humorista de galpón, que vive en una inercia mayormente distraída. Y todos aquellos de los que no doy cuenta pero que se me están cruzando, ahora mismo, por el pensamiento. Los de "la otra vida". Los de cada otra vida. Los otros.

En fin, en fin, en fin. Cacharé Jammes. Eso: cacharé una cosa, después otra. Cobro, después de todo esto, conciencia --¡disculpen!-- de que venía ejecutando la figura (un poco como las figuras del enamorado según Barthes, pero en otro terreno) de la disyuntiva, de la encrucijada. La de tentarme con un (nuevo) sacrificar algo, la de tentarme con un (nuevo, vacío, ilusorio) renunciar a algo. Tiempo de trabajar: tiempo de bajar la guardia. 

17 de julio de 2011

La intemperie

Le habían encargado escribir. Y algo hizo: desmañado, abotargado, confiado. Anotó frase tras frase, casi que obedeciendo a una ecuación imaginaria que podía ver con mucha claridad: la mujer ya no le interesaba, sino poder dar cuenta de esos tres elementos que ella le había propuesto tan así, desenfadadamente; poder, él también y por una vez al menos, ser capaz de jugar con otras reglas: las de la mujer, que era otra.

El texto que de ello resultó no le interesaba sino la posibilidad que se le abría de pronto, como urgida y menesterosa a la vez, luego de semanas de no poder escribir; luego de semanas de sólo durar, de únicamente permanecer entre cosas que el tiempo, displicente, le alcanzaba. Y el tiempo, y luego la mujer -reflexionaba ahora-, le acercaron siempre formas incómodas de pensar: formas por las que no se dejaba ganar, formas que para él no tenían forma.

Se había sentido impedido, acallado quién sabe por qué. Todo se deshacía, había sido de creer, sin mayor consistencia. Nada importaba, en el fondo; todo eran rápidas fuercitas no logradas. Eso: la forma que no cuajaba, el callar, el tener que callar porque nada tenía para decir, esa especie de pasividad un poco molesta, todo eso lo había como inundado, sumergido en un "estar" (una de las fichas) del que ya nada esperaba. O esperaba algo que de algún modo sabía que no llegaría, que no podría llegar. Y sin embargo...

Eso: sin embargo lo veía posible. Monstruo de la esperanza, figurita del devaneo, pueril y siempre torpe. Y él ya no podía hacerse de otro modo. Hacerse: volver a hacerse a sí mismo, cambiar de posición.

Se preguntó entonces por la mujer. Y no supo qué decirse, porque no podía prefigurarla ya. Eso de algún modo lo maravilló. Había quedado funcionando. El tiempo se abrió hacia adelante, como quitando un muro, y mostró un lago. Había un par de huellas en el limo; ella tenía que haber estado allí, antes, quizá hace mucho, y él no sabía para qué estaba en ese lugar y ante esa forma amiga de la noche y el silencio. Forma quieta pero promisoria. Había un lago, y la espera ahora no era una mera posibilidad, sino una condición casi que como impuesta. Había perdido su casa.

2 de julio de 2011

Viaje al Parnaso

Una de la mañana. Leía en la cama, fumando, cobijado por el acolchado nuevo, y sentía un calorcito tan agradable que pensaba que podía seguir con la lectura de la Grammaire por horas; por eso mismo la interrumpí, me levanté, me preparé un mate y me vine a Magnolia. Escucho ahora Lost Heroes, un disco de jazz para piano solo de un tal Iiro Rantala, finlandés y buen músico para más datos.

Hermosa obra. Temas serenos, agradables, casi que hasta entrañables, de tempo mayormente andante. Ya van tres veces que lo escucho desde que lo bajé -anteayer, creo-. Me sucede con éste lo mismo que con Angel Song: me compraron desde que los oí por primera vez. Un equilibrio muy logrado: buenas melodías y armonías, improvisaciones poco aparatosas. Es de agradecer la labor que Ignoto Transversal viene llevando a cabo en toy enojau. ¿Conoceré alguna vez el nombre real de este blogger, lo llegaré a conocer personalmente? Chateé con él alguna vez; se mostró esquivo en esto, pero por lo demás fue muy abierto, piola.

Así, abandoné el calorcito de la cama y me vine a escribir. - Salí de casa tipo cuatro y media, más que abrigado, con tres libros para la Mediateca bajo el brazo, y con la radio del celular sintonizando la Pobre Johnny. El E no tardó mucho. Viajé al principio parado, más bien adelante. Tenía enfrente a un chiquito down que se daba vuelta en su asiento y le hacía caras a alguien que probablemente era pariente (un tío, pongamos). Esos cuatro asientos iban ocupados por, digamos, la familia. Había amabilidad y cariño en el ambiente. Yo observaba la escena, distraído, y no pensaba en nada en particular.

(No pensaba con palabras, quiero decir. La atmósfera del colectivo, con toda la gente que había ido cargando, era más bien tibia, dulzona. Más allá de las sacudidas, no estaba del todo mal, hoy, viajar en bondi. Algo funcionaba.)

Algo funcionaba: alguien le alcanzó a otra persona un celular que se le había caído. El enano ciego y jorobado (pequeño Tambor de hojalata, ¿cómo se llamaba?) que sube poco antes de la terminal cosechó varios pesitos. De pronto, y para mi sorpresa, el que iba al lado del tío del chiquito down se ofreció a llevarme los libros. Accedí y agradecí. El tipo los cobijó en su falda. Poco después se liberó un asiento. Los recuperé y volví a agradecer.

Sé que para algunos este texto tomó el camino de lo bolulindo. Pero por qué prohibirse tonos, estados. Eso sucedió, y eso anoto ahora, porque es eso lo que vuelve. Ya me tocarán de nuevo los tiempos de penar, los tiempos de ansiar de más, de forzar (inútilmente) los dados del devenir.

Dones casuales, no esperados, entonces. Viajar, hace muchos años, en colectivo, era para mí toda una tortura. No soportaba -padecía- el chirriar de los metales sueltos, las violentas frenadas, la espera en la parada, los gestos, el silencio de la gente, el malhumor, la impaciencia, los gritos y conversaciones demasiado fuertes, todo eso. Yo era mortuorio. Incluso salir de casa, por años, para mí, fue lo peor, lo más temido. Podía estar una o dos semanas sin bañarme, dejándome crecer el pelo, desgreñado, sucio, dejando crecer la barba, pálido y oscuro, solo con los libros de la biblioteca, con la inmensa noche por lectura, con el silencio (con no dialogar con nadie), con fermentar mal y nauseabundo -"espiritual"- en mi depresión negra, odiando el mundo y la vida, aferrado a nada, sólo a la duración, y a la inextricable y muy melancólica música. Sólo salía para ir al médico, y esa única salida la aprovechaba apenas para agenciarme más libros. Y luego, el dolor callado, supurante, inútil. Techo y comida, libros y dolor.

A quién puede sorprender, entonces, que disfrute de cosas tan sencillas como la simpatía, la sonrisa, la ternura. Cosas que no son vacías si es que un padecer torturado no las ha vaciado, no las ha negado previamente.

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Llegué al centro y fui a la Alianza. Después me junté con Pablo Anadón -con el que algo estamos tramando-. Nos encontramos en el Café del Monse. El sol estaba yéndose; en esa parte del centro ya no había hacía rato, porque los edificios lo tapan pronto. Yo me pedí una cerveza, pero Anadón, decididamente cauto, optó por el café. Pronto nos sumergimos en la conversación.

A tal punto nos sumergimos, que ni tiempo ni ganas me dieron de pispear chicas. Sabe decir el Flaco (que justamente entró al Café a tomar algo) que por esa esquina pasan los mejores culos de Córdoba. Es comprensible: Abogacía está a media cuadra, y las vagas, lógicamente, se re producen para ir a clases. Por ahí vi a una que compraba algo en el quiosco que está al lado; aprobé y volví, sin más, a la charla.

Anadón prefiere hablar sin levantar la voz. No me costó oírlo, pero era raro: los bares del centro como que exigen los gritos, el énfasis jactancioso, la risotada que a veces desfigura el rostro. Hablamos, claro está, de poesía. El punto que apasiona a Anadón, y por el que viene rompiendo lanzas es, resumo (que me corrija, porque tiendo a desfigurar mucho lo oído, lo leído), el poco arte con que se está escribiendo, de hace unos años a esta parte, la poesía en Argentina. Por "arte" quiero decir: artesanía, oficio, pericia, habilidad, oído. Es decir: gran parte de los poetas que hoy dan a conocer lo suyo no saben lo que hacen; que pretenden hacer poesía con procedimientos toscos.

Esto puede generar oposición, controversia. Fénix (la revista que dirige el mismo Anadón) y también Hablar de poesía (la de Ricardo Herrera) están manteniendo un debate con poetas de que, digamos, Diario de poesía es representativa. Es algo flojo presentarlo así, lo sé, sobre todo porque yo vengo enterándome del debate más que nada por la Hablar de poesía, pero en líneas generales puede decirse que hay, por parte de las primeras, una propuesta a los poetas argentinos de recuperar el verso clásico (y el arte necesario para practicarlo), mientras que la última propone continuar el trabajo que iniciaron, pongamos que hacia 1920, las vanguardias históricas.

Digo todo esto de corrido y como al tun-tún, pero sé que, en el sucederse de los debates, los argumentos se han ido refinando y complejizando, de parte de ambos "bandos". Como no soy del ensayo (que se me hace algo meditado, elaborado, ordenado) sino de la anotación (una como impresión, un ponerse a escribir, sí, pero sobre todo a divagar, hasta que algo "cierra" y redondea el texto), lo mío, lo de hoy, es comentar un poco que existe dicho debate, y que hay reflexiones y textos interesantísimos que invito a rastrear a la muchachada deseosa de saber más del asunto.

Una cosa le comentaba a Anadón, que quiero repetir aquí: en las dos formas de hacer poesía (la del verso medido, la del verso, pongamos para resumir, libre) hay poemas memorables, y en las dos hay cosas (muchas cosas) malas. Apuesto, para empezar, por la pericia del lector, cuando reconoce que hay arte (en el sentido, repito, de oficio) en algo que lee. Para mí, es un mínimo, un piso que tiene que alcanzar el poeta. Me acuerdo de algo que dice Harold Bloom en Poesía y represión, eso de que el poema está como que obligado a responder una pregunta (un poco impaciente, un poco ofuscada, la verdad) de parte de su lector: "¿por qué tengo que leer esto?". O por qué volver a leerlo. O por qué el poema se hace necesario, si es que algún texto puede hacerse necesario en nuestras vidas.

Para mí, una cuestión central es que el poema sea memorable. Muy pocos poemas acceden a dicha categoría, y además supongo que sus parámetros varían de lector a lector.

(Pienso ahora que varias veces lo memorable no es un poema. En muchos de mis poemas trato de dar cuenta de "la oscura lucidez" de una mujer que conocí hace mucho. Y esos poemas no bastan para nombrar esa imagen o sueño; y esa imagen o sueño es para mí lo memorable, lo inaudito, lo que no se repetirá; algo, bien veo, que el lector sólo podría colegir, muy en el mejor de los casos.)

Pero también lo memorable, en poesía, tiene forma. No una forma fija, pero sí una que se ha ido decantando con el correr de los siglos. Ha ido madurando, se ha ramificado en diversas especies, ha medrado. El temor de Anadón es que los poetas de la actualidad no estén enterados de ello, esto es, que no hayan leído nada o casi nada de ese tremendo pasado (tremendo por lo vasto, por lo rico). Pasado como legado; Anadón habla de "la tradición". En esto yo lo comparo con, por ejemplo, los rockeros que sólo escuchan rock, y básicamente nada (quizá por prejuicio) de otros "géneros" -como los llama el mercado-: una idea que tengo, que seguro me refutarán en varios casos.

En fin: hay una propuesta. Una exhortación dirigida a las nuevas camadas. Yo lo diría así: no hay que limitar las lecturas. (Y sobre todo: hay que leer más de lo que se escribe.) No se puede tener el prejuicio de que lo pasado ha caducado por el mero hecho de pertenecer al pasado. En especial porque, si uno lo empieza a leer, a revisar, se da cuenta de que, realmente, no ha pasado; esto es, que nos sigue diciendo cosas, muchas veces de un modo más "memorable" que muchas de las de nuestros contemporáneos: cuando aprendemos a apreciarlo.

Herrera insiste en retomar el verso medido; él al menos (lo cuenta, por caso, en la reflexión que abre la Hablar de poesía nº 21) se vio en la imperiosa necesidad de rescatarlo: para sentir que no estaba haciendo cualquier cosa (en el preciso sentido en que se dice "cualquiera"). Yo quiero ser un poco menos vehemente. Me gusta que haya tanta riqueza (variedad, cantidad) de poesía en el presente. ¿Cómo pedirle a los otros que ahonden en su oficio? ¿En nombre de qué? Uno sienta posición con la propia obra (y si no trasciende no trasciende). En mi caso, casi todos los poemas que vengo publicando en La lección... responden a algún tipo de arte (oficio, habilidad). Me gusta eso que dijo Spinetta últimamente: que él, a la mediocridad (de los rockeros actuales, o muchos de ellos), respondía con calidad, con elevación. La verdad no sé (¿cómo saberlo?) si mis versitos están proponiendo algo valioso o no; pero hay muchas cosas que ya no me permitiría escribir: por un mínimo de exigencia.