25 de enero de 2011

El guaste

Recostado en la yacija que ladinamente le tocó en suerte, con la melódica al pecho, tocándola, soplando, Tal Gabu calculo que no piensa en nada. O busca melodías de hace mucho, se retrotrae -a cuándo-, intenta reproducirlas a como sea, simple olfato, oído. O se pierde en varias, las logra, al rato, resumir en una, de teclas blancas, vacilantes, mira el techo. Mira el techo y, pongamos, cierra los ojos (la heladera nueva me tapa el rostro). De todos modos, ahora me lo imagino de ojos abiertos, mirando sin mirar a nada en el blanco de arriba, sólo su superficie desigual: sonidos, cierta sensación borroneada, de la que quizá nunca pueda él darme cuenta.

Fumo. Al bajar del E, en el centro, ya el aguacero que se largó cuando tomé el colectivo comenzaba a escampar, por lo no hubo mucho problema que digamos de tener que esperar, aparte, el N. Por suerte había puesto en una bolsa los dos libros que le tenía que devolver al psicólogo: cuando salí de casa no llovía, y ni pensé en que podían llegar a mojarse, pero tampoco era cuestión de andar con los dos en la mano, en una mano, y andar, por tanto, como un boludo, así que los embolsé y partí.

La nueva casa del psicólogo está buena. Es bastante grande, ancha, y, vista de frente, tranquila; como que descansa la vista. Lo que más me gustó fue un gran pino, alto, afuera: ya era de noche, y el pasto y las agujas del árbol estaban bien mojados. No sentía ningún aroma en particular, ahí, en ese jardín delantero, esperando, pero algo tenía ese momento (la imagen, es el tema) de lugares así, de hace mucho, en el Cerro: - esa noche de verano en lo de una familia amiga de la mía, corriendo, los chicos, en la noche, yendo tras un globo fantasma cuya mecha se había extinguido ya, y venía bajando, acercándose al suelo, siempre más rápido que nosotros, y alguno (yo) se caía sin dejar de correr, muy lentamente, vértigo de la carrera y ese irse irse cayendo, y rasparse bien raspado el brazo contra el cemento de la vereda, al lado ligustrines, y levantarse y seguir corriendo, risas, gritos.

Así, hay infancia. Hubo. Universo del juego, Tal Gabu silencia brevemente la melodía que está inventando y al toque la reinicia: finteadora, dubitativa, imperfecta; yo me divierto anotando frases, intentando darles la mayor ilación posible, buceando un poco y percibiendo, sabiendo formas que luego se esfumarán cuando termine.

Porque eso tiene la cosa: algo se perfila a cada ejercicio, a cada ensayo (a cada ejecución), algo cuya sensación concomitante se desvanece al cerrar el texto, al darlo por terminado (provisoriedad e interrupción). Juego tan postergable que por eso mismo da gusto cuando se lo recupera. Aunque no sé si es por eso. Sólo quiero decir: horas privilegiadas, ya sea que lo son de por sí, ya porque el mundo es mundo. Y se me anula el texto.

7 de enero de 2011

Pensar, pensar la música

Un poco atabacado, preparo el mate. Escucho "noséqué" (Grass) de Schönberg; en todo caso, seguro que de las composiciones tempranas. Terminé de releer Política de la inmortalidad y hojeé, desganado, la Rolling Stone de diciembre. Se me acabaron, como siempre, los puchos, y me fui a la Estación, calculando que allí estaría Ojos Enrojecidos cumpliendo su turno. Pero no: parece que renunció; parece que decidió no darse con todos los lujos y se quedó sólo con el laburo de la metalúrgica, dejando el autoservice. Me hice convidar un poquito de soda fresca (el que atendía me ofreció Coca Zero, pero me resistí, ironizando; "¡es hedionda, nadie la toma!", ratificó), y me vine fumando un Gitanes, sin silbar bajito, pensando en todo y en nada.

Es decir, pensé en varias cosas. Pensé en eso de tener, como la tengo de hace meses, la mente en blanco, apaciguada, sin demasiado discurso interior que digamos. Pensé en si iba a escribir o si, por el contrario, continuaría con la lectura. Me acordaba de los muchos testimonios de poetas y escritores en general, ese estar como que urgidos a "tomar la pluma" (¡tomá!), ese bullir de temas y palabras, ese estado cuyo último grado es el éxtasis dionisíaco, esa "creatividad"... Y yo no andaba con nada de eso; y me preguntaba si no es que los poetas embellecen a veces el asunto, para cautivar a los legos, para seducir, o incluso si lo hacen más bien de memoria, un poco como un discursito automatizado, o porque se comieron el verso. En todo caso, yo pensaba como todavía factible el seguir leyendo; esto es, seguir buscando, seguir buceando. Como que la escritura era optativa, en ese momento, y, por lo tanto, innecesaria, descalificable.

Todas esas cosas pensaba, y más. Pensaba en la lectura todavía fresca de Groys. Pensaba si me asaltarían (pero sin temor; barajando más bien una posibilidad, un imprevisto que, qué raro, calculaba). Pensaba en si me ladrarían los tres perros de Casa Rocío, pensaba en la rama que, de ida, casi me arranca un ojo, pensaba en todo y en nada, en fin y como dije más arriba.

(Un pensamiento casi sin palabras; como consideraciones súbitas; sopesando a qué se estará refiriendo Groys con retomar la postura fenomenológica, y qué sería andar todo el tiempo entre paréntesis; si eso era posible, y si eso es lo que proponen Husserl y Groys; dándome cuenta de que no: de que se trata de una mirada determinada para algunos asuntos nada más, y porque el adoptarla redunda en beneficios, esto es, en avanzar en ciertos terrenos, y no en todo, como me tentaba colegir. Un pensamiento tranquilo, que iba considerando un poco al tuntún diversos aspectos de algunos temas, preguntas rápidas y claras que a veces desechaba porque, en el fondo, no eran de mi incumbencia; quiero decir, cuya respuesta digamos que no hace a mis intereses más estables. Y todo eso: fugazmente, al pasar, volviendo de una Estación/oasis para el insomne o para taxistas nocturnos.)

Fumo. Preparo el primer mate. ¿Qué estoy escuchando? Die Jakobsleiter. Me acuerdo de la frialdad del concierto para piano del mismo compositor (¿tendrá más de uno?): esta música para orquesta y voces solistas suena más amigable, mucho más emotiva. Subo apenas el volumen, escucho. Tengo, como por lo general las he tenido todas estas noches de calor agobiante, puertas y ventanas completamente abiertas. Y tengo bastantes problemas ya con mi vecino como para subir el volumen demasiado: me ha cargado la bronca por poner música fuerte de noche, y se desquita con a veces hasta 12 horas seguidas de La Mona y La Banda de Carlitos a todo volumen (y doy cuenta, yo y toda la cuadra además, de que tiene un equipo más que respetable). Ya nos hemos quitado el saludo. Me pregunto por su mente, me pregunto por qué siente, exactamente, al escucharme un Schönberg; no intento responder.

¿Pero qué siento yo? Desde que me proveo en Música del siglo XX (o como ahí se afirma: "el resto es ruido"), me he empezado a formular dicha pregunta con cierta frecuencia. La propuesta netamente vanguardista termina siendo previsible, eso es claro: así como por siglos Occidente previó y apreció la tonalidad, bien que complejizándola y enriqueciéndola gradualmente, así el que escucha más o menos seguido lo producido por la música clásica del siglo XX termina viendo venir y hasta apreciando sus sonoridades, sus armonías, incluso sus ruidos (más o menos organizados): también lo nuevo se termina por ser previsible. Pero no me termino de convencer de que tal reflexión responda a mi pregunta: porque todavía hay estilos, búsquedas, temas, que son característicos de cada compositor que volvemos a escuchar, y porque no todo da igual.

Quizás una actitud fenomenológica a la hora de describir lo que siento al escuchar lo del siglo XX (y ya del XXI) pudiera satisfacer dicha pregunta. Pero al toque desestimo tal cosa, como si fuera un paso en falso, sobre todo por esa frasecita, "actitud fenomenológica": para lo que yo sé y pienso, la misma no puede pasar de una simple metáfora o pose. De todos modos, Otolio me dejó pensando con un comentario que hizo a mi entrada anterior: ¿no será que yo me obligo a que me guste la música clásica contemporánea?; ¿no será que ésta, o la mayor parte de ella, es, la verdad, insoportable, y que yo tendría un como snobismo de que tiene que gustarme sí o sí, o de que llegaré a ser realmente culto y refinado si la oigo sin objetar ni un pero, ni un fastidio?

No sé qué responder. Por lo pronto, se me ocurre decir que la mía no es una escucha improvisada ni de data reciente. Comento también algo que de algún modo se relaciona con lo de Genette que mencionaba ayer: cuando una música me fastidia, apago el equipo, la desecho. Y, claro, puede ser cualquier tipo de música; y puede pasar, además, que la misma música de ganas, en diferentes momentos, de ponerla diez veces seguidas o de extirpar del disco duro el archivo. Más allá de lo cual, hago una pausa y trato de escucharme a mí mismo: ¿me resulta desagradable lo que está sonando ahora? Y tengo que decir que no. Acompaña. Está ahí. Ondula. Tiene su belleza.

Valga aclarar que lo de Genette hay que complementarlo con el asunto, ineludible, de la experiencia previa, del pasado propio, la biografía de cada uno: escucho Schönberg porque escuché, y mucho, Berg a los 14 ó 15 años, y porque en ese entonces me compró, no hay otro verbo, su concierto de violín interpretado por Gidon Kremer (a quien consideraba, y considero también hoy, un violinista poderosísimo), esto es, porque me hizo sentir algo profundo. Escucho Schönberg porque he escuchado música clásica toda mi vida (bah: desde los ocho años), y aparte porque me da curiosidad la historia de su desarrollo: sus búsquedas, sus sucesivas opciones.

Fumo, tomo mate. Un violín solista se interna en las alturas de la cuerda de mi. Lo releva luego una soprano, que canta una melodía como que gótica, fantasmagórica (el gótico de las películas, quiero decir). Afuera comienza muy de a poco a llegar la luz, y algún que otro gorrión canta, a lo lejos. Quizá tenga razón Artaud, y la emoción pueda también generarse de afuera adentro, provocándola, en un movimiento que iría de los gestos y movimientos externos del cuerpo hacia el alma; quizás escribir sea a veces una rutina o ejercicio, o comience como tal, y poco a poco vaya uno apasionándose, enfiestándose, alcanzando el tan ponderado estado de "creatividad", sin que éste haya estado desde un primer momento. Y quizá tenga razón Girri, cuando dice que (gloso) en el texto final, el del lector (incluyendo al autor), no está tan claro qué fue hijo de la inspiración y qué meditado, planificado, pensado.

6 de enero de 2011

Contemplación y paja

Me acomodo la espalda. Amanece, y no tengo nada que valga la pena hacer público. Busqué mi Diario y la lapicera con la que me gusta escribir en él, porque sabía que algunas cositas tenía para pensar; porque empezaba a sentir que ya no era tiempo de leer (menú del día: Cervantes y Groys). No los encontré, y estuve a punto de caer en una de esas búsquedas infinitas a que nos es dado entregarnos, cuando más nos valdría dar por terminada la jornada (y ya no hay nadie ahí para darnos tal consejo), por más que pensemos que falta todavía algo, qué, no lo hallarán. Pero, como necesitaba anotar (cualquier cosa; donde fuera), me vine acá, puse un disco (Baïlador) y tracé un comienzo, lo menos choto posible (tengo mis propios criterios de largada, ojo) para, eso, anotar, escribir, redactar.

Todavía no había escuchado este disco. Ignoto Transversal sube muchísimos, y la mayoría de ellos me agradan, pero, como me gusta reescuchar e ir apreciando lentamente cada cosa que oigo, no doy abasto. De todos modos, prefiero -y nadie podría oponerse a ello- esa sobreabundancia a no tener música buena tan así a mano. Hay realmente mucho para elegir; el problema es que lo hago entre cosas de las que, la mayor parte de las veces, no sé de qué se tratan, qué contendrán.

Me acuerdo de algo que señalaba Genette: el juicio de gusto se da desde el momento en que nos ponemos en contacto con la obra. Nada de "a ver, voy a escuchar varias veces el disco para decirte si me gusta, si es bueno", etcétera, sino que, por el contrario, sentimos algo de un modo más bien inmediato. Podemos refinar luego dicha apreciación, podemos incluso cambiar de valoración (aunque sólo en una instancia ulterior), pero "la experiencia indica que" el mismo se da al toque: la obra en cuestión agrada o no ahí nomás, y bien que lo sabemos.

A lo que voy es a que a mí me gusta conocer la música. Saber qué parte viene; verla venir; esperar tal frase, tal momento. Digamos: que los discos sean cosa conocida. No sé, siempre fui de escuchar, de repasar lo que tenía, más allá de ir consiguiendo cosas nuevas. Con los libros (sobre todo los de poesía) me pasa exactamente lo mismo: releo, no me canso de releer. (En tal sentido, los poemas son como las canciones: no terminamos de disfrutarlos sino volviendo a ellos: repasándolos.)

Recuerdo cuando estudiaba violín. Después de practicar (primero los ejercicios, después las obras), venía el descanso. Y el descanso era poner una vez más alguno de mis cassettes (tenía muchos más cassettes que vinilos) y sentarme a escucharlo mientras limpiaba el instrumento. Lo cual consistía en pasarle una franela (clásicamente: amarilla anaranjado) hasta, por un lado, sacarle toda la transpiración que le hubiera dejado (sobre todo al mango, a la tastiera, a las cuerdas) y, por el otro, borrar de la superficie barnizada todo rastro de dedazo, toda grasitud que hubiera quedado impresa allí.

A todo esto, volaba. En esa época, escuchar música pertenecía al ámbito de lo Sublime. Comprendan: era un maldito adolescente. Así, a una actividad puramente "terrena" (no encuentro otro adjetivo, ahora) como lo era el frotar el violín con la susodicha franela se le sumaba el elevarse a alturas inmarcesibles y codearse con algo que no era Schubert, o Berg, sino la quintaesencia de idealizaciones (de veneraciones) que operaban en mí de un modo total.

Al respecto, se me vienen a la mente los comentarios de Bloom, en El canon occidental, sobre literatura y masturbación, y sobre todo algunas páginas de Fausto. De la contemplación ensoñada a la paja aliviadora.

Digamos que la cosa se ha distendido. Sobre si sigo derrochando semen ("no derramarás tu simiente en vano, pedazo de Onán", apostrofaría Tal Gabu, entre bromista y religioso) no me explayaré, pero con respecto a si todavía vuelo cuando escucho un disco, o a si los libros (alguno que otro, cada tanto) me conmocionan al punto de semejar tremendos gongs que conducen al reino de la Belleza, bueno, cabe decir que esa época ha quedado bastante atrás. Música, libros: cosas agradables, de que tengo hambre, sí, y todos los días; pero no un hambre extasiada, arrobada, sino simplemente un modo interesante de ocupar las horas.

Toso, carraspeo. Me quedo pensando en mi teoría (nunca formulada, por lo demás) de la duración. (El vecino se va a trabajar: abre el portón que da al patio común, comienza a sacar la moto.) Me meso el pelo, me huelo el chivo. ¿Qué duración podrán tener estas Anotaciones-... (seamos explícitos: la inmortalidad de la que -también- habla Groys)? Por las dudas, corregiré el texto. Sé que todo nació de ganas de escribir; pero en el Diario. Y sobre todo no de la manuela.

5 de enero de 2011

Pensar no cuesta nada; pero es de difícil...

Leí mucho, estos días. Poesía, narrativa, ensayo: horas pasadas frente a las páginas de diversos libros, y una serenidad y disfrute que agradezco. Escucho ahora Roots & Sprouts, y fumo mi buen Philip Morris, en una madrugada en que ha llovido y en la que he callado, atento, expectante: lector.

Estaba buscando, esta tarde, después de bañarme, un calzoncillo para ponerme (y no encontré: recauchuté el de ayer, un poco sucio ya, rotoso) cuando, hurgando entre la ropa que no uso y que sin embargo no termino de desechar, encontré un librito que creía perdido: Cheetah, de Emiliano Bustos (El Suri Porfiado Ediciones, 2007). Cuántas veces lo hinché al Ger preguntándole si por casualidad no lo tenía él; cuánto me devané los sesos pensando en a quién más podía habérselo prestado. Y ahí estaba: amarillo, flaquito, lindo, invitando a la relectura.

La acompañé con una cerveza. Los poemas de este librito me atraen de modo especial: se me escapa el sentido de varias frases, y sin embargo lo sé ahí, latente, oculto en un lenguaje que es para mí renovador, joven, desprejuiciado. Tan desprejuiciado es que se la pasa todo el tiempo inventando (¿proponiendo?) formas distintas de hablar de las cosas, de las acciones, de las relaciones.

Mientras estaba acostado, recién, antes de venirme a escribir, fumando y escuchando el comienzo del disco (y pensando, y sufriendo de a ratos, ligeramente, por ese pensar sin solución de continuidad: sin conclusiones liberadoras, digamos), se me ocurrió evaluar lo que de poesía de los '90 he leído: poemas que parecen no apoyarse en muchas lecturas que digamos de lo clásico, poemas que se escriben sin, al parecer, leer lo viejo. Digo: como que lo viejo no tendría que contar. Relevamiento de cosas y vivencias actuales y cotidianas, y ningún suspiro hondo; lejos está Rilke, lejos está la profundidad del espíritu (sí, sí, ya sé...). Como si estos poetas hubieran decidido que ya no les quedaba otra cosa que hacer más que escarbar, sin cansarse demasiado tampoco, algunas pocas superficies (la calle, la tele, el rock) sin mayor lucimiento ni afán de elevación. (Estoy caricaturizando, me atajo.)

O, volviéndome a otros poetas, que vienen de antes (Oteriño; Padeletti; Godino; el mismo Giannuzzi, ya de no ser), es como si la escena contemporánea de la "novísima" poesía argentina (esto es: la porteña) se atuviera a moverse sin demasiado buceo, sin demasiadas búsquedas, a no ser la de una mínima indagación por el sentido (desencantada, por otra parte, aunque no sé si muy desengañada que digamos) en plena postmodernidad.

Me engaño, seguramente. O estamos frente a un empobrecimiento bastante brutal de la poesía. Una ascesis, quizás, o un puente hacia otra cosa, o un trabajo sucio del que, hoy por hoy, no se pudiera prescindir. - Anteayer releía Poemas - antología, de Girri (CEAL, 1982), y me quedaba pasmado por la altísima calidad de esas líneas, calidad que se mantenía a lo largo de las páginas. Algo hiperculto, algo a lo que pronto no tendremos acceso, se me ocurría pensar. Y de Girri no ha pasado tanto...

No sé si relacionar estos asuntos con la última dictadura. Diezmada fue, entre otras cosas, la cultura, sí, pero ¿todavía no nos reponemos? ¿Esta poesía nace de una realidad irremediablemente dañada? ¿Pasa por eso, aunque más no sea en parte, el estado de la poesía argentina actual?

Si es así, bienvenida la poesía chata, la poesía ramplona, la poesía de lo que quedó: porque la loca le sigue buscando la vuelta "a la cosa". Leer, escribir: algo que se da sólo empleando mucho tiempo en ello -toda la vida, quizá-, generando humus, propiciando al menos un poquitín de lucidez.

(Termino de escribir lo anterior, y la verdad no me lo creo mucho. Como si hubiera necesitado pensar, o hablar, en voz alta. Y el pensamiento fácilmente se va a la mierda, desvaría, sueña. Suena ahora The Sultan's Picnic: los músicos siguen tocando, danzando, hipnotizando, y me traen de vuelta a la pieza, al foquito, que ilumina ciegamente, a la sombra, en la pared, de mi cabeza rapada a la 3, al módem. Anoto: urgente concertar Reunión Cumbre con Alejandro.)