28 de noviembre de 2019

UNA CAJITA MUSICAL


Ojalá fuera posible guardar en palabras las cosas de la realidad. Podemos describirlas, podemos medirlas y tasarlas, pero nunca lograremos que un mero conjunto de sustantivos y verbos devuelvan ningún modelo. 

Está en la naturaleza del tiempo. Las cosas huyen, los seres queridos se nos escapan de cualquier definición o nombre. Nosotros mismos moriremos. ¿Nos reflejarán nuestros propios escritos, o también nosotros pasaremos al olvido o nada? 

Los textos pueden durar un poco más, pero no para siempre. Tienen eso de que podemos duplicarlos, cosa que no ocurre con los seres queridos, con uno mismo. Y ahí está la trampa: porque, al ser duplicables, también pueden ser alterados, y, entonces, ¿quién los escribió? Ni el autor, supuestamente incólume, queda en pie. 

No podemos contra el vértigo, la voracidad del tiempo. El tiempo, o de la angustia: esto que escribo ahora lo escribo quizá desde una supuesta calma, pero es esa raíz, que muerde, de todo intento de perduración a través de la palabra lo que mueve, ignorada o confesamente, al escritor. 

No es que "todo pasa", sino que "todo pasa, hélas!". Es eso apenado y contrito, parte de la misma frase, el quejido de la melancolía. No somos indiferentes al paso del tiempo, porque nosotros mismos seremos engullidos por su torbellino final. 

Es a partir de esa extrema impotencia que hay que caminar. Lo otro, la creída firmeza, el creído poder ante todo, permite la negación de los otros, de su delicadeza, su fragilidad, igual a la nuestra. Pienso ahora, muy al pasar, en la ceguera del carabinero cuando dispara al rostro de los manifestantes chilenos. Qué dureza mentida y odio a la humanidad permite que ese hombre gatille... 

Y quizá no haya relación directa entre una cosa y otra, sino escritura secreta frente a tema candente, y yo, saltando, vinculo. Pero lo dejo anotado: quiero investigar. 

24 de noviembre de 2019

SIESTA EN LA BABÍA


Siesta en La Babía. Tomo mis segundos mates de la jornada, que comenzó con Neruda y siguió con Leopardi. Luego hubo un gran desvío (Elza Soares), y ahora me siento a escribir, de nuevo recuperado para la palabra. 

Hay unos versos de un francés que hablan de los muebles de las casas de los poetas. Cómo éstos, al crujir ocasionalmente, y el entorno todo, saben del silencio, de la meditación. Porque, y aunque haya música, el poeta calla, calla y escucha, espera. 

Es así. Después de los devaneos y la joda, llega la actitud de atención y expectativa. Y puede que llegue algún verso. En todo caso, los poetas aman esos momentos: todo puede suceder: desde la inmovilidad de lo que le rodea: en el alma. 

Miro la pared que está enfrente a esta compu, tras la ventana, a la intemperie: totalmente corroída y, sin embargo, firme. Diversas capas de pintura, y, atrás, el revoque: ésta es mi casa. Lugar difícil, porque, si uno se encuentra, pesa más. 

Porque el cuerpo es pesado, y da sus pasos más lentamente, y poco se quiere, aun cuando el verano le haga sudar, señal de que aún hay salud, se me hace. El alma, en cambio, se despliega, y se pregunta cosas y no obtiene respuestas, y a veces calla y a veces se alborota, gozosa locuela interior. 

Pero es en especial la mente lo que calla, en mí, y de hace tiempo. Y entonces lo que leo y lo que oigo se recalcan, adquieren mayor densidad. 

Esto no durará por siempre. Finito uno, todo se desmoronará. Y antes o después, moriré, esa pared caerá. Y este rincón de ser será borrado del mapa, derruido.