5 de diciembre de 2013

AGUA QUEMADA

Dos menos cuarto de la mañana. De boxer en la Sala Naranja; con calor; en silencio. El Lagarto y el Viti conmigo; la Murrumuac descansa. 

Miro hacia la calle, a través de los barrotes de la ventana: ocasionales autos, ocasionales motos. Fumo: el humo, denso, blanco, se espesa brevemente frente a mi rostro para luego disiparse. Me meso el cabello, escribo: pienso en la Policía de la Provincia, pienso en el Gobierno Provincial. Los últimos dos días han sido muy movidos; todos sacamos conclusiones, y la mayoría de nosotros ladra, intentando diluir el temor.

Claridades que la noche acerca: el Gobierno Provincial arregló como pudo con su Policía, insubordinada. En ningún momento el Gobernador habló de los derechos y obligaciones de los desacatados. Los cordobeses, quien más, quien menos, estamos a la espera del desenlace de esta cuestión. Intentando diluir el terror. 

Los cordobeses: todos somos cordobeses. Desde el saqueador al Jefe de Policía, pasando por el vecino indignado y el Gobernador calculador. Todos somos cordobeses: y eso ya no dice nada. No hay unidad social en la Ciudad; nunca la hubo, y lo que sucedió en los últimos dos días fue que se obturó la válvula de escape (la válvula de represión: del malestar). El tejido social lo es de un organismo ideal, ficticio; cuando la anomia manda, cada quien marcha según su propia, íntima ley. 

No hay, es forzoso admitirlo, armonía social. Esta Ciudad es un hervidero de sustancias disímiles; la olla chisporroteó. Agua quemada que indica que no hay paz; que nunca la habrá; que sólo en nosotros está ser lo menos lobo del semejante que se pueda. 

15 de octubre de 2013

APUNTES PARA UNA FIEBRE (nº 1)

Sergio Rigazio o el esperanzado en ojotas 

"kon tiki blues / (rimas pampeanas)" de Sergio Rigazio. llantodemudo. Córdoba (Argentina), 2012

[columna para el programa radial 
Fiebre de Sábato por la noche


Ser un fracasado es participar en un destino prácticamente universal. El fracaso consiste en una rutina de la que no saldremos: días y más días de trabajar, de cocinar y lavar los platos, de colgar la ropa, de ver televisión; a veces, también de leer. Las cosas que tenemos son de pobre, y las sopesamos con cierta especie de cariño a la vez que las observamos como queriendo que den una mejor razón o fiel de la jornada que se cierra. 

Fracaso, no derrota: los fracasados cantan. Los fracasados: los excluidos de la fama y el poder, aquellos que planchan un poco los billetes antes de pagar, aquellos que tampoco creen demasiado en la divinidad del dinero: meras monedas, papelitos. Los fracasados cantan porque eligen hacerlo; porque, en medio de esta vagarosidad de objetos y personas que nada lograrán comprender por qué este desbarajuste ni hacia dónde va, los valoran en su lucir, como una bendición a nuestro costado. 

Sergio Rigazio, que ha escrito varios libros ya, publicó el año pasado, acá en Córdoba, uno llamado kon tiki blues. El subtítulo comenta que son "rimas pampeanas". Lo tomé de la biblioteca, un poco al azar, un poco porque conservaba de él un buen recuerdo (como la memoria de tal o cual comida que nos satisfizo, y que nos disponemos a volver a hacer), para escribir mi primer apunte para el programa. Lo releí al filo de la medianoche y, excepto un poema, cuyo cierre no aprobé, me gustó por entero. Lo acerco ahora a esta propuesta radial para aquellos curiosos que todavía están dispuestos a comprar un libro de poesía argentina contemporánea; porque el valor de lo que ahora digo está sólo en función del libro, de mi propia lectura. 

¿Por qué empecé hablando de fracaso? Uno de los poemas del libro nos cuenta cómo Sergio compra en la verdulería zapallitos, chauchas y tomates que andan caros por esos días. Digo sin más que es a Sergio a quien le suceden esas cosas que cuenta el poema: la gran mayoría de los lectores que él prefiere, estoy seguro, escupirían por sobre el hombro antes de hablar en términos de "yo lírico" y otros igualmente detestables. Alguien (me lo imagino al verdulero mismo) le dice que no conviene comprar esas verduras hasta que bajen. Sergio le da la razón, y, no obstante, se lleva un kilo y medio de eso que no conviene. El poema termina así: "camino a casa pienso / es probable que me hayan estafado / pero tal vez / con mis tres pesos / he reafirmado algo así / como la costumbre de fracasar // de algún modo he colaborado / con el prójimo / un pobre tipo al que le fue mal / en alguna parte / algún lugar // apenas un poco más al norte / de donde he ido acostumbrándome / al fracaso de todo el mundo".

El lavarropas y un pantalón que destiñe; hacer un asadito con los pantalones de un muerto, así hay ropa limpia para el lunes; destapar los desagües de la cocina; Bill Evans sonando en una casa que se percibe canoa en plena pampa; andar en colectivo con nuestra hijita al lado mientras vemos pasar las luces de la ciudad: nosotros, los fracasados, nos reconocemos en todo esto. Los fracasados: la gran masa humana de aquellos cuyo nombre apenas si quedará en la memoria del nieto, para diluirse después en un anonimato final. Los fracasados: y a veces hay solidaridad y a veces mezquindad, pero unos y otros iremos nuevamente al almacén, y pagaremos los impuestos, y ningún político ni gran empresario conocerá nuestros gustos, nuestros desvelos: personalmente. 

Y está la gloria de saber que "la humanidad / se sostiene todavía / en algunas santas estupideces", estupideces llamadas afecto, abrazo, escuchar, querer. Una gloria que algunos compartimos con los sapos. De ellos dice Sergio: "no tienen la menor idea a dónde irán a parar / pero aún así cantan". Por qué no. Está en su naturaleza, modesta y total. 

Así, nosotros, la carne de cañón de un capitalismo en guerra permanente que únicamente pretende su propio acrecentamiento o torbellino sin fin, nosotros, la mano de obra de "esos que amasan millones" y que "tienen la Casa Rosada" (por acordarme de la Chacarera del expediente), contamos, parece decir Sergio, con una especie de salvación no desdeñable, inmanente al mundo y al alcance de cualquiera. Como diría Tuñón: "la gloria / de cantar bajo la parra". Cantar, sí: sólo nuestra voz y las palabras bajo la noche infinita y simplemente dada.

Cantar, sí. Pero cantar con ganas. Y para que, precisamente, valga la pena. Me voy a despedir con un poema de kon tiki blues que habla justamente de eso. Todo lo demás, y muchísimas otras cosas que ni pude haber tocado en este apunte, están en el libro; están en el mundo. 

lo que se te cante 

cantá 
cualquier cosa menos el himno 

dejate bañar en piletones imperiales 
que todos los castillos del misterio 
fueron tuyos en la oscuridad 

cantá las canciones de los trenes 
que zumban entre los campos de noche 

cantale a las más pobrecitas luces 
de esas ventanillas amarillentas que pasan 
como raspadura de estrellas enfermas 

cantá como un enfermo 
como si creyeras 

como si fueras el último creyente vivo sobre la tierra 
cantá que la tierra es una bocha de cosas que arden 
y a nadie le importa. 

28 de abril de 2013

Imitación o sombra

Heredamos lecturas, búsquedas ingratas. Hay una escena de fascinación primitiva en la que alguien nos habla --quizás por un albur-- de cierto libro, de tal o cual autor, alabando. Bajo el influjo de dicho encanto --bajo el influjo de la seductora figura de quien ante nosotros estuvo-- nos entregamos a ajenas peripecias. Fetichismo o substitución por carencia, giramos por años en torno a un texto trastrocado, enajenados. 

Algo, no obstante, pasado el tiempo, termina por prevalecer en nosotros: el recorrido. Vencida o abandonada --por impracticable-- nuestra precoz veneración, nos encontramos siendo poseedores de vastos reinos dispersos: ruinas ardidas de ese nuestro periplo erróneo en pos de aquel instante que nunca más había de volver. En ellos nos reconocemos, sí, pero perplejos, asombrados; y en aquel libro, en ese autor, comienza a escucharse una voz distinta, una voz que imaginamos como, esta vez sí, la verdadera. 

Tiempo de liberación, hemos alterado el gesto. El inolvidable sello del ocasional maestro que un azar nos acercó se diluye; de a poco, como sacudiéndose de encima un hechizo, comienza a dirigirnos la palabra un desconocido: el libro fetichizado, el autor vampirizado por esa máscara que nosotros mismos le colocáramos delante, se revuelve. Así, es quitado de en medio --de un modo altamente involuntario, aunque al cabo querido, por lo demás-- el ya mellado cristal. Siempre interpondremos otro. 

26 de abril de 2013

Ah, una polémica...

Somos esclavos de los dictámenes de décadas pasadas. Me explayo: a temprana edad tomamos nota, con lealtad y fervor, de los elogios que nuestros maestros dedicaban a tales o cuales creadores, y esas loas quedaron grabadas --a veces textualmente-- en nuestras mentes. Al cabo del tiempo, leemos, releemos. Con desasosiego, con creciente rencor, nos vemos obligados a admitir que aquellos a quienes de memoria alabábamos hasta ahora no son tan buenos como creíamos. 

Ezequiel Ambrustolo revisa el Doktor Faustus. Le desagrada, lo critica, lo desafía. Sin embargo, lo que más debiera revisar es el origen de su búsqueda. Habla, al pasar, de la historiografía que consagra dicha novela. ¿A quiénes --incluso a quién-- se refiere? Me aventuro a decir que en los '50s era un lugar común el elogio de Thomas Mann: personas ya no jóvenes pero que al parecer leyeron a los 20 a dichos comentadores tienen en cuenta a este escritor. (En lo que a mí respecta, la novelística alemana clásica fue Grass, y antes Hesse.)

A Ambrustolo no le gusta que Mann reelabore una época, sus ideas. A dicha reelaboración la califica de plagio. Dicha crítica es criticable de muchos modos; elijo el siguiente. Al cabo del tiempo, el siglo XX habrá caducado. Así como de la antigua Grecia lo que queda son los nombres de Homero, Platón, Sófocles (no hablo del lector curioso), así el siglo que nos precede se irá apagando, se irá simplificando, pasará a ser ámbito de eruditos (si los sigue habiendo). Con suerte, puede que se siga hablando del Doktor Faustus. En menos de 1.000 páginas tendrá el lector de esa época una excelente, rica síntesis de lo que, hacia 1950, alguien consideró como el hundimiento de una cultura, tanto en lo que se refiere a la música y las artes en general, como a la filosofía, la teología, la política. Por lo demás, Platón hace hablar a Cratilo y a Gorgias, al mismo Sócrates, lo cual, a la distancia de más de dos milenios, no nos incomoda en lo absoluto. 

Por último, y al pasar: para el protagonista, la lujuria (más allá de la Hetaira Esmeralda, quien, de última, es finalmente sólo un motivo más en las creaciones de Leverkühn) o, por ejemplo, la gula no eran vicios demasiado llamativos. La voluntad de saber, por decirlo así, o más bien la voluntad de elevación artística, lo seducían más. Estaba en su naturaleza el anhelar ser justamente un genio. Satanás rasca donde la sarna más nos pica. El compositor no podría haber cedido a los requerimientos de un diablo cualquiera, sino justamente uno que lo sedujera en cuestiones de sus particulares inclinaciones. El Diablo es grosero sólo con los groseros; con los exquisitos deberá aguzar el ingenio. 

16 de marzo de 2013

La Época

 "Los poetas bajaron del Olimpo." (Nicanor Parra) 

(Leo Sarlo. Leo Vicente Luy. Leo, de un modo esporádico y casual, algunas de las noticias que se traslocan al Facebook. Leo, en Sarlo trabajando Kirchner, sobre la tele: donde no se argumenta, donde jugar sucio es ley. Lo mismo en blogs: los políticos, los, por ejemplo, de varios militantes K. Leo y digo: "la realidad". Y escribo.)

Hay una cosa con la poesía: la posibilidad de hablar disociado. La mayor o menor distancia que nuestros textos puedan tener con todo lo demás: de nuestra vida. La Época (Giannuzzi) puede aparecer en mayor o menor medida en lo que escribimos, y eso tiene que ser cuestión de alguna ética, que para nada me sale esbozar. 

Poníamos, con un amigo, lado a lado un libro de Mattoni y uno de Aleixandre (que, de hecho, estaban uno junto a otro en mi biblioteca). Aleixandre, hablándole a los ángeles, en un lenguaje que "no es de este mundo", frente a Mattoni, en cuyos poemas, por decir algo, se dan a veces dos o tres versos seguidos, irrumpiendo en el discurso, propios de un manual de instrucciones de uso de algo. Tantos libros, claro, yuxtaponibles, y las eventuales relaciones que, más o menos brillantemente, más o menos descreídamente (desesperadamente), podamos llegar a establecer. Pero eso: la biblioteca alberga tales y cuales cosas, y tantísimas otras no; y uno de repente hace el parate y se pregunta: "¿pero qué, con qué criterio, acumulé esto, esto otro?; ¿qué soy, entonces, yo, que reuní tan asombrosamente dispares elementos?".

El peligro de la disociación de los propios discursos (las varias y variadas formas de hablar, pongamos por caso, que uno mismo practica, en un momento u otro del día) no es privativo de los poetas. Cunde, es propiedad inherente, por decirlo así, a todo el mundo por el mero hecho de poder hablar, por el mero y necesario hecho de estar en medio de tal o cual ciudad de las contemporáneas. (Me acuerdo de Ortiz: las letras, la ciudad...) Pero llega un momento en que la coherencia vuelve, aunque sea un rato, por sus fueros: y hay que pensar, relacionar; escribir. 

No es algo, es cierto, que uno pueda llegar a resolver de un modo definitivo, por más que se lo proponga; no es algo para lo cual uno encuentre una solución universal, una clave apta para toda situación futura, una "buena" seguridad. Pero eso: qué hacemos cuando leemos un libro; a dónde nos vamos. Y qué hemos llegado a acumular (la biblioteca es un depósito del pasado: la muestra más ostensible de que venimos leyendo), y de qué no nos desprendemos aún. 

En todo caso: qué. Uno tiene que empezar a decir más abiertamente sí, a decir no, a los libros; y explicitarlo. Y decir: esto no tiene nada que ver con mi mundo (el mundo, aclaremos, que deseo); o: esto (aún) me toca. Y no leer por leer, si ello exige una huida del mundo. Aleixandre (a quien yo leí por veneración a los 18, 20 años, sólo porque fue miembro de la llamada Generación del '27, a la que debi considerar --¡¿de dónde; por qué?!-- "lo más") ahora se me vuelve negador de la vida: porque se remonta tanto y tan etéreamente que deja de pisar tierra ("peligro del que vuela"). Eso sentí, ahora, en el verano, cuando releí varios de sus libros. Llegué, pongamos, a los '60, y no pude más: su poesía era demasiado, eso, angélica, demasiado espiritual ajena mal. Jiménez, en todo caso, es más legible; pero Aleixandre no. Aprender a despedirse de viejos trastos.