29 de agosto de 2011

Los versos de Chénier

Viene Piedra Limada con los 300 pesos. Yo había pasado por el galpón hará tres días en busca de 'money': andaba crocante de seco, y mucho corría el riesgo de quedarme sin puchos, mal mayor. Pero él estaba en la misma, y así como llegué me fui. Hoy, noble y fecundo, y después de haber pasado por el banco, se acerca a mi casa y me saca de la cama a una hora "harto" inconveniente; pero no le salto la bronca: no por la plata, sino porque no da, y porque --'hélas!'-- no me sale. 

Así que lo hago pasar, tomo, a como pueda, un cacho de agua --pastosidad asquerosa--, y pongo la pava. "Sintonizo" Ignacio Corsini en Grooveshark y nos abocamos al grato departir. El pobre anciano anduvo bastante flojo ayer; como que se pasó todo el día en la cama, padeciendo. Le digo que no puede quejarse: es él el que no quiere ir al médico. 73 años: "lindo número para jugarlo a la nacional", declara, resiste. ¿Que cómo anda de salud? Un día bien, otro mal: eso es vida. 

Suena Cuartito azul. De pronto me ilumino: ¿no vengo de leer, hace unos días, versos de Chénier? Pelo la Anthologie... de Gide de que hablé en otro post, y ahí está: ¡existe, existió! Y un misterioso lazo temporal me lleva a imaginar una Buenos Aires de principios del XX en que circulaba André Chénier (1762-1794), en francés o traducido, y pienso en que su nombre significaba algo para alguien: no como ahora, que, en el tango y para todo el mundo, es como un nombre de calle o cosa así, algo que ha pasado a ser mero sonido, una rima sabida de siempre, transparente.

¿Qué es lo que existe o significa, qué no? ¿Qué más, qué menos? Cada hombre es una isla, y la geografía de su peculiar territorio sólo de él es trazada, y con probable torpeza; los otros, ocasionales turistas, apenas han oído hablar de dicho lugar, y lo confunden fácilmente con la Atlántida. Escribir deja una huella, pero esa huella, esa senda, debe ser vuelta a andar cada tanto: para que tenga cierta entidad; y las más de las veces nos enfrentamos a jeroglíficos ininteligibles y desvaídos, sólo porque fueron abandonados hace mucho, expuestos sin más a las inclemencias del descuido. 

El descuido: obvio que no podemos andar revisando, manteniendo, todo lo escrito. ¿Qué hace que rescatemos algo, que cultivemos su memoria? No puedo hoy pensar que sea la mera pasión; en todo caso, si hablamos de pasión, tenemos que aceptar que cada uno tiene la suya, oscuramente singular. Lo que perdura es la resultante de innumerables "vectores de pasión" que pujan de modo sumamente caprichoso, cada uno según su peculiar gusto y tendencia. Y hay grados y tipos de vectores; y hay vectores prestigiosos, y los hay anodinos. 

En fin: todo esto ya ha sido pensado, y de modo más pertinente y perspicaz, por otros. Tampoco es necesario reconstruir, pieza por pieza, el dichoso cuartito, por más que a algunos les atraiga, digo, ese miniaturismo. No hay criterio: no hay un criterio universal y homogéneo. Y las más de las veces nos entusiasmamos con algo que no es central en nuestras vidas: porque no tenemos el suficiente olfato, la suficiente garra, el suficiente gusto. Leí Chénier, olvidé Chénier, así como ahora escucho Ben Kraef & Rainer Böhm: una lógica del arte por el arte, de la ociosidad liviana, gobierna mis breves búsquedas, mi hacer liviana la duración. La pasión real pasa por otro lado: y la postergo, como pensando que no he de morir. Piedra Limada está al borde, y en él lo veo; pero yo, ¡qué va!, todavía ando probándome los neumáticos. 

17 de agosto de 2011

Algunas cartas sobre la mesa

Hoy lo vi al Ger. Estaba sin Azul, cosa que se notó. Yo había tenido turno con la psiquiatra, y me dieron ganas de charlar con alguien. Ya antes le había escrito a Guido, pero andaba de reunión, y arreglamos para mañana a la nochecita. Viajé en un R1 sin tanta gente (eran las ocho), y de atolondrado me bajé una parada antes. Iba oyendo la Pobre Johnny; pronto estuve tocando el timbre de su casa, en el Pje. Villegas.

Cuando volví, preferí tomarme dos colectivos en vez del 600, y llegué a San Vicente pasadas las once. Recuerdo que comí algo, frío, que me había dejado mi vieja en un táper, y que me dormí tipo dos escuchando Iiro Rantala. Hará una hora desperté, y me fui a la estación. Compré Gitanes, tomé una fantita. Volví pensando en nada en particular, por la Agustín Garzón vacía; tenía ganas de escribir.

Y llego acá y no hay nada. Me preparo un mate, abro la ventana a la noche, pero no sale nada demasiado qué. Una leve seriedad acompaña este teclear en silencio. Una leve seriedad, un rostro taciturno, una respiración fatigosa: decididamente, fumo demasiado.

Fumo. Pasan algunos autos, de a poco, acá a media cuadra. La ciudad comienza con su jornada; allá ellos. Hoy miércoles firmo contrato con Ediciones Del Copista para sacar un libro. Mi tercer libro. Cosas de La lección de piano, seleccionadas y ordenadas con ayuda y buenos consejos de Pablo Anadón. Tengo que poner mucha plata (para la que suelo manejar, digo), y los próximos meses van a tener que ser de nada de taxi, nada de cerveza afuera, muy muy poco de libros. Y ver qué pasa.

Uno un poco no sabe qué es mejor. Mantener estos blogs que hago implica, más allá de escribir, el pagarle a Fibertel una platita mensual, que no es mucha tampoco. Los blogs en sí no son muy visitados que digamos, pero existen. Existen y acumulan cosas. Con el tiempo, uno revisa lo que ha hecho, y percibe evoluciones, cambios, movimiento. Se ven llevados en la dirección de las meras ganas, del capricho circunstancial, y ese modo de darme a conocer, bueno, me cuadra. Otra cosa sería que hiciera, qué sé yo, mercadotecnia de los sitios, y que los propalara y los difundiera adrede mal, y fuera mi propio exitoso empresario de lo que escribo. Cosa que no me saldría ni a palos, nunca, de proponérmelo incluso en serio. Digo: no me veo en ésa.

Sacar un libro tiene algo de parate. De detenerse y evaluar. De proponer cierta forma, cierta selección, establecer un mojón. No es que vaya a escribir distinto después de que el susodicho salga. No necesariamente. Pero bueno: queda el 2011 como el año en que publiqué de nuevo.

Como tener un proyecto. Algo diferente. Chateaba, ayer, con la Cantarero (una mina), y ésta me decía que, para ella, la cultura en Córdoba es bastante mediocre. Que hay mucho afán de figuración en una ciudad donde somos pocos y nos conocemos demasiado. Y jugamos a las tribus culturosas mal, y nos tiramos mierda entre nosotros; como una especie de farándula vernácula que sólo busca llamar la atención, y a como sea, muy tilingamente; y somos sólo cuatro pelagatos, y tres no tienen desde dónde escribir pero jetonean mucho. (Sonreirás, muchacha, porque quedé como el cuarto: los malos, por definición, siempre son los otros.) Como el pueblito ese (y son muchos) donde morían cuatro romanos y cinco cartagineses o, lo que es lo mismo, dos punks y tres heavys; y nadie más en ese pueblo le daba bola a la música, y menos a esos raritos, a esos descarriados; y apenas si atendía a lo del Chaqueño Palavecino, que Mario Pereira propalará por siempre para todo el país.

Por lo general, no soy de asomarme. Estoy acá en San Vicente todo el tiempo, con Felisa y los librejos. De vez en cuando tengo la dicha de escribir. Cae el Gabo por épocas (ahora viene resucitando), y yo me escapo, los findes, a lo del Ger o a lo de Guido. Los lunes cruzo la ciudad: me voy al Cerro a terapia, y aprovecho el viaje para pasar por la Médiathèque para sacar cosas que me duran una, dos semanitas.

Quiero decir: no voy a presentaciones, espectáculos, etc.: a la discreta parafernalia cultural de entrecasa que nos propone esta por otra parte indiferente ciudad. Prefiero irme a Propiedad Privada a tomar una cerveza y sentir ahí cerca el Paseo Sobremonte. Charlar, callar, ver pasar las piernas más hermosas del mundo (salute, Tim), volver en silencio, prometiéndome un mate. Ahora el jueves y el viernes, es verdad, participo en el encuentro "Qué importa la poesía" ahí en el Cabildo, pero es algo totalmente excepcional. Huraño y eremita, maduro las cosas en la soledad, batallo contra los enemigos internos. ("Yo sólo busco la paz interior", decía un pongamos que conserje, en La peste, y Rieux --¿se llamaba así?-- asentía.)

Sé por qué cuento estas cosas. En todo caso, ésta es una de mis voces. La de mostrarme un poco, sin querer necesariamente hacer literatura, sin presentar un personaje demasiado notable. Al contrario: veo que me estoy describiendo como alguien más bien anodino. Más allá de que me encante el rescate que Bardamu viene haciendo de Beckett, no quiero ni soñar en jugar a ser un personaje de novela. Sólo es un preguntarme un poco las cosas, un bucear un poquito, un divagar, también. Un fumar un pucho más, un tomar mate, un escuchar Tutu, y escribir.

(Lo que sí: escribir. Lo que sí: poder escribir. Pienso, apenas escribo esas frases, que volverá el silencio, un poco vacío, no necesariamente angustiante, probablemente más hondo que el que muestran esta y muchas otras entradas de Anotaciones-... Y me quedo pensando en la ascesis, una vez más. En no hablar de más. En ser otro, de última, ideal, elevado, quizá sublime. Uno es uno, lo que significa muchos, y no siempre tenemos el tino necesario para ser mejores. Pero algo hicimos.)

10 de agosto de 2011

Enajenado

Me preparé un buen mate. Después de una Palermo (no puede faltar una cervecita a la hora de clausurar el día), es lo mejor que se puede tomar. Fumo y escucho Paths, Prints, de Jan Garbarek. No lo conocía. Me va gustando el primer tema ("The Path"), a diferencia de los de Officium y algunos otros trabajos en que Garbarek parece darse a un 'new age' de índole culta. En todo caso, ¿vive Garbarek? Todo indicaría que sí. Ganas dan de leer alguna entrevista suya, algo en que diga qué busca, realmente, entre las tantas búsquedas a que se da. 

Desperté tarde. Leí varios Asteroides de Raúl Gustavo Aguirre, un poquito de la Anthologie de la Poésie Française -- Présentée et préfacée par André Gide, uno de los Escritos de Lacan, alguito de la Sociología fundamental del querido Norbert Elias. 

Fumo y pienso qué reúne esas cosas tan dispares entre sí; qué, que no sea mi propio venir durando, leyendo, divagando. Calculo que, sí, existe un sistema de nuestras lecturas --nosotros, fatigadores de libros--, algo que las relaciona, que las vincula entre sí, pero, en mi caso, me quedo pensando, y dudo mucho a la hora de bosquejarlo, de, ni siquiera, señalarlo. A menos que uno quiera abarcar el universo entero de lo editado, La Biblioteca, algo deben de tener en común nuestras lecturas habituales. (Me acuerdo de esa historia del hombre que dibujaba un mapa o cosa así de absolutamente todo, y finalmente se daba de cara con su propio rostro, dibujado por él mismo, a ciegas.)

Uno se pone a funcionar; como lector, quiero decir. Como si pusiera 'play' a una máquina mental de asimilación fruitiva a la que tiene que alimentar con materia propicia, literatura afín. Uno disfruta callada, calmamente de lo que recepta; uno, porque se sabe uno mismo en ese tasar y dejar pasar lo que recepta, sigue andando, sigue funcionando. Algo es colmado: medida, regularmente. Algo está ahí, silencioso, expectante, pero de una expectación sosegada, y uno lo provee, sin más --"yo soy tu proveedora de drogas", O. L. 'dixit'--, como un operario en la cadena de montaje, de piezas que algo agradece sin mayor efusividad, sin descontrolarse. 

¿Qué era leer en la adolescencia? Para empezar: una vorágine. Los libros tenían razón. Y en especial la tenían frente al cúmulo tremendo de adversidades que pensábamos que acosaban nuestra vida, tan amenazada, tan rebelde --sentíamos--. Libros como tablas de salvación, nos aferrábamos a ellos con una razón rayana en la desesperación. Los libros decían Verdad: una verdad con que enfrentarse a los supuestos enemigos; algo, esto último, que los más de nosotros hacíamos de modo mayormente imaginario. 

Fumo. ¿Cómo esa aventura hermosa, descocada, vino a dar en esto: en la lectura del reposo, ocio totalmente distendido? Sus signos se oponen entre sí. Calma chicha, uno simplemente cumple su jornada: la de la lectura diaria, copiosa; la de empecinarse aún en elaborar, a como sea, muy perdido, un mapa de la extensísima geografía de la literatura; un mapa de la poesía argentina, por caso. Uno renunció a la Universidad y, así, es todo menos sistemático. Uno fuma y sabe que la poesía medra en la paciencia, en la obstinación: de uno mismo manteniéndola viva, al leerla, al releerla. Ningún poema ofrece su núcleo, nítido, en una primera lectura; y de muchos autores mi comprensión --no mi disfrute-- está casi que totalmente vedada. El terreno es inmenso, pródigo, fértil en abundancia, y no por eso debemos apresurarnos en tomar el poema que esplende por la Verdad, ya no, rechacemos eso. La poesía está ahí casi que para acompañarnos: cuando aprendemos a marchar a su par, frágiles y extenuados entre tanta vida horrenda (quiero decir: toda esta vida entregada al consumismo febril y demás males anejos al Capitalismo Global, triunfante y despiadado). 

Las "verdades" sobre la poesía uno las acuña difícilmente y a costa de muchos errores, de muchas imprecisiones. Casi que dichas "verdades" se anulan al formularlas: y hay que estar muy bien en la charla con otro, tiene que funcionar realmente, tiene que haber una gran sintonía, para tener tan sólo la oportunidad de pasarlas, y así perderlas. Como una pepita de oro que hubiéramos conseguido, a fuerza de sudor y espera, del lecho de un río estruendoso, no domeñado aún: y la pasamos. 

¿Qué hace uno con los libros? ¿Eso, los otros, no lo encuentran demasiado fácilmente cuestionable? Ellos asisten con estupefacción e incredulidad a nuestra pasión vieja. ¿Somos tan despreciables? ¿Somos tan ignorables? Todo lo resuelve el relato: contar, a cada instancia, la anécdota significativa, dar cuenta de ella, anotar, analizar, distinguir, extraer de ella pequeñas conclusiones provisionales. Ahora escribo en el aire: y los conceptos forman una nube pedorra que se abstrae de la realidad, para idealizar. ¿A quién hablo? ¿Por qué hablo? Formulo una vez más esas medrosas preguntas ya (tanto las han defenestrado), y me digo, a mí mismo, ahora: idealidad, evanescencia.

Qué importa, entonces, que, en una remota ciudad de Latinoamérica, alguien, que tanto leyó mencionar por ahí la "Bibliothèque de La Pléiade", tenga ahora en sus manos un volumen de la misma; un volumen que tomó de una 'Médiathèque', un volumen que nadie antes había sacado --quizás amedrentado por lo lujoso, quiero decir lo bonito, del ejemplar; siendo mucho más probable que, en esa remota ciudad de Latinoamérica, prácticamente nadie lea poesía en francés, y mucho menos de modo regular--, un volumen con sus dos tiritas señaladoras (dos, no una, qué raro) dispuestas tal cual el editor las encajara entre tales y cuales hojas al expedir su mercancía. Y ahora, encima, ese que comenta que se atrevió a hacer algo, ¿cómo decirlo?, insignificante para La Ciudad escucha, recalcitrante, un disco de un saxofonista que no hace 'covers' de La Mona precisamente. 

Le dirán, sin más: "asomate"; "asomate al mundo"; "asomate al mundo de los otros". Y tendrán razón; pero yo también, en algún sentido, la tengo. Una vez le dije a alguien del que supe ser amigo: "día que no leo, día perdido"; quedó estupefacto. Bueno: para mucha mayor cantidad de gente, para el común de los mortales, digamos, día que no ve televisión, día sin sentido, incompleto. "Algo me falta." Sin dolor, sin pesar, cuando me vine a San Vicente prescindí de la tele. Pero lo audiovisual es la lengua imperante, imperativa: no la de la letra, no la de los libros. De repente siento hablar a mi alrededor acerca de un país ajeno: un sitio en mitad del cual vivo, enajenado. 

Fumo. Suena "Considering the Snail": hermoso tema, cuya idea principal me trae un poquitín de Manusardi. Me pregunto --reincido-- cuántos sabrán cuál es el nombre de pila de Manusardi --pianista--, sin googlearlo, digo. Años de sobrevivir encerrado en una pieza escuchando pocos discos, una y otra vez, exasperantemente, y eso me da una memoria manca que nadie más tendrá. La memoria de un "exquisito" que tantas veces añora y se detiene frente a las palabras de la tribu.