16 de diciembre de 2011

La Currucucha Infame: a los tumbos

Apago la colilla. En los auriculares suena "Limón y sal". Comienzo un nuevo mate: y cuántos irán en estas mañanas, estas tardes, estas noches. Vicio de contar; querer glosar a Borges: habrá un mate que será el último. ¿Y si me quisquiera, alguna vez? 

Miro el Nycz que colgué acá frente a la compu, con dos clavos que me facilitara Piedra Limada, clavos tremendos, carpintería. La lámina me dice cosas. Fondo de cartulina azul, la silueta -rostro y torso de trazo simple, neto- es de un cuerpo que se expande. La forma en que están diseñadas las pupilas -con liquid paper- es curiosa; y la luna, "que crece como C", flota allá arriba, elevándose, rodaja de melón blanco, hielo y cristal de un sitio sin estación determinada. 

Prendo un cigarrillo más. "¿Te acerco mi movilización?" Restos de algo que finalmente no vi, bandera del amor y la ternura, me quedo cavilando. Suenan Los Cafres ahora, en la Pobre Johnny. Me crujo los dedos del pie. Cuerpo que tarde o temprano cederá al desgaste natural de las cosas de este mundo, por más que el organismo luche, por más que esté conformado para, en principio, luchar, para oponerse a la erosión, a la inercia. Cuerpo sensible, cuerpo sujeto a padecer diversas afecciones: allá en su departamento, o quizá ya partiendo al trabajo, hay otro cuerpo. 

Mi cuerpo, el suyo. Su cuerpo, hermoso, femenino, salvaje, civilizado. Todo tembló, y partía. Y se negaba. Y yo qué puedo decirle, qué puedo hacer que no sea darle más palabras, dirigirle más palabras. Pobres palabras, puente y muro a la vez entre los cuerpos, sus dueños. Sus dueños, sus usuarios, mentes. Sus yo, sus vos, sus ella. 

Cantan Las Pelotas "La colina de la vida". Prendo otro pucho. Carraspeo, fumo. No pasa por la Filosofía -no pasa por tal o cual filosofía-, sus enunciados. No es simplemente hablar sobre cómo hay que considerar al otro, qué es el otro, qué soy yo. Pasa por qué hago efectivamente yo, o vos, o ella. Como cuando Nietzsche se puso a investigar las diversas morales efectivamente existidas: no el versito, ni lo melifluo, lo bienpensante, sino cómo cada uno realmente vive, viene viviendo: sin tapujos, sin pruritos, sin eufemismos. 

"Tiempo al tiempo; aceite al engranaje." Diez años en el fondo de estar solo -lo de hace dos no cuenta, ser pata de lana la verdad que no cuenta-, y me encuentro con que todo lo tengo que inventar día tras día. Y quiero, claro, pero estoy perdido, desorientado. Quiero e invento, quiero y propongo, quiero y le busco la vuelta; pero me falta el background. Así, sobre la cuerda y sin red, apenas una pértiga que algo me ayuda, voy hacia ella llevándole una planta de albahaca de que ella muerde una hojita con los dientes, y ahí nomás al toque emprendo nuevamente el vuelo al otro extremo, buscando otra cosita que llevarle: una plumita, una ramita, un pedacito de nylon: para esta especie de nidito que como que instintivamente me sale querer hacer: con ella. 

9 de diciembre de 2011

Anotación y espera

Sí, bueno, son las doce: ¿por qué no andar en calzones por la casa? Si tengo cerrados los postigos, si el mate está agradable y, más que acompañar, refresca... Si aparte hace calor, sí, pero del suave, y las 40 Obras Fundamentales de los Divididos, sonando con toda su potencia, baña mi pielcita no sudada, joven, y yo tengo la nítida sensación un poquitín arisca de que esta música no me está enervando, no ahora al menos... Así, andar en calzones por la casa -y no es que ande, sino que estoy sentado en una de las sillas verde quintil, desvencijada y crujidora, frente a la compu- no está ni mal ni bien sino que es una especie de básico dato agradable del modo de conducirme, hoy, por mi ranchito. 

Sí: me prendo un cigarrillo. Sí: la primera seca me asquea un poquito. Sí: dedo pulgar izquierdo, piel resentida de tanto gatillar el encendedor, leve dolor de piel agredida mal por el tabaco, la brasa, el cáncer posible. ¿Pero es que acepto el horror "descolado mueble viejo" a enfermarme de cáncer? Temerlo, verlo venir, sufrir cada vez que prendo un pucho... Alimentar con términos propios la profilaxis biologicista de odiar la muerte, esa Ilustrada... 

Me acomodo la espalda. Por estos días leo la vieja Literal en edición facsimilar, y la verdad que es como un imán, algo de que no puedo levantar la vista: fascinación. Se destaca, en la nº 2, la nota de Oscar Del Barco; pero lo hace como el texto que difiere de un cabo al otro con el resto de los escritos de ese número. ¿Es que es más bien "literario"? Los otros hacen medio que otra cosa. Del Barco pone en juego una materia lingüístico-literaria mucho más rica, más variada, más refinada. Tiene su fuerza, pero tampoco le creemos tanto. No tan cross a la mandíbula como el resto. Releer.

Fumo, tomo mate. Suena Divididos bien al palo. Estoy en calzones y soy seriamente feliz, de algún modo. Criollitos (creo que eran chipacas) envejecen en una bolsita de plástico transparente, acá al lado del teclado. Compré dos Camel, anoche, porque pintó; en la estación no había Gitanes, y no quería llevar de nuevo Philip. La que atendía era pongamos que boliviana, petisita, y andaba como que sin muchas ganas de trabajar. Qué cosa, la estación: ahí es el único lugar en el que me asomo a los diarios (La Voz..., La mañana...). Los consumo de un saque, automático y desinteresado, como quien cumple con una ¿obligación?, ¿prolijidad? Como ver tele cuando hay un televisor encendido en donde estamos... 

Ganas de que mi amorcito se conecte. Escribir para hacer tiempo. Disfrutar de hacerlo, también. Ganas de comer con ella, de matear con ella, de charlotear riendo con ella. Ganas de. Ganas.

7 de diciembre de 2011

El Envarado y La Mejoradora De Mates (nº 3)


"porque sí porque sí porque zas!" (Jorge Guillén; pero no tal cual.) 

Ahora está durmiendo. En unos quince minutos serán las ocho. Como ella duerme, tecleo despacito, suavemente, sin golpetear. Estoy en su departamento y dormí unas dos o tres horas, y después, tipo seis y media, desperté y decidí no seguir durmiendo. Y bajé a comprar puchos, cuidando de no hacer ruido al  abrir la puerta, al volver, al ratito, a entrar. Y me cebé unos mates y estuve "trabajando" un rato en el Google Reader; y noté, mirando hacia más allá de la ventana de este quinto piso y por cómo empezaban a pasar cada vez más seguido los autos, cómo el Centro largaba con una nueva jornada. Y fui feliz. 

Salimos, anoche -serían ya ¿las dos?- y nos fuimos caminando "velocidad crucero" a la La Alameda, a cualquier parte. La Peatonal estaba hermosa y, cuando lo vi a Tatú, me dije para mi coleto: "no sólo para mí pasó el tiempo". Y en un momento le dije (a ella, no a Tatú) algo así como que qué visión debía tener ese tipo acerca de la vida, la verdad; porque contemplaba cada noche, porque miró todas las noches desde hace años, desde la barra, llenarse, florecer, irse vaciando las mesas de ese ¿bolichón?, charlotear la gente joven, romperse cuerdas de guitarras cada tanto, pasar, como en Le bal, la vida. Cada tanto, le decía (a ella, no a Tatú), habrá sacado alguna pequeña conclusión, habrá elaborado alguna pequeña verdad sobre las cosas y el mundo: sobre la realidad.

Ella había comprado elefantes. Costosos elefantes que la adornaban y de que gustará  volverse a poner: feliz -me juego a decir- ella también. Estaba más que hermosa, y cuando supe que se había puesto guapa para mí, cuando lo supe -digo: no porque me lo dijera explícitamente, sino porque me di cuenta, porque caí en la cuenta-, bueno, nada, cómo explicarlo: ya no me importaron más los básicamente diez años de soledad, de ascesis, de sacrificio, de odio, de hondísimos hastíos y melancolías fuleras, de tantas otras cosas; digo: fue como un borrarse sin más de tantas cosas, así, realmente porque sí: porque alguien, en este mundo, me quería. Y fue un soplo la vida, un soplo que me rozó la frente y la limpió de pesar. Algo así. 

En fin: que cambie la escritura. Vencida la ilusión, queda el estilo, diría mi analista. No sé qué pasará, con respecto a tantas cosas. No sé en el fondo nada a ciencia cierta. Lo que sí sé es que he "crecido": como una marioneta que venía padeciendo mal por la vergüenza quizá pueril y que un buen día le salió moverse diferente: con un poquitín más de gracia al menos. Si de eso se trata "crecer", está copado. 

1 de diciembre de 2011

Un julepín más, y van...

Todavía no sé qué me pasó, de nuevo, hoy. Sé que mi rostro anduvo en éxtasis, en orgasmo, por dos o tres horas más o menos. Sé que hubo un golpe, y que entonces temí la euforia, y entonces respiré, comencé de nuevo a respirar, a luchar contra esa especie de extrema voluptuosidad extenuada. Sé que me impuse descansar, y que no conseguía dormirme, y que las voces en mi cabeza se sucedían, cada tanto: esporádicas, casuales y desconocidas -a veces perturbadoras- siempre. Sé que finalmente me relajé; pero mi cuerpo un poco todavía se cuece en ese infierno. 

Escucho obras de cámara de un tal George Enescu, interpretadas por la ya clásica Kremerata Baltica. Tomo de un porongo que me regalaron hace muy poco (fue el lunes, allá por Quintas de Argüello, creo: todo un periplo en el N). Fumo un Gitanes. Bastante atabacadito estoy: otra señal, la de fumar de más, de que las cosas no marchan del todo bien. 

Pero digo las cosas del párrafo anterior y, la verdad, no digo mucho que digamos. Y casi que tampoco aportaría mucho que digamos con ponerme a repetir la ya manida -por enojosa, y por ya vaciada de sentido- leccioncita de mi psiquiatra actual: eso de que la bipolaridad o trastorno de los estados del ánimo, eso de que la violenta oscilación posible, o eso -que es a lo que más temo- de que quizá se dé después una nueva, asquerosa depresión. 

Muy poco, la verdad, se dice al decir tales cosas. Se dice, en cambio, mucho más al escribir. Pensaba, por ejemplo, en la "estasis", eso de que habla Harold Bloom en La angustia de las influencias: eso de estar como que a tope entre el adentro y el afuera; en equilibrio. Pensaba que la verdadera escritura se da en cierto momento en que algo (que no sabemos por el momento qué es) falta, urge, presiona: el desequilibrio, justamente, de lo de adentro, que pasa a necesitar, a carecer de algo que tendría que estar allá afuera, si nos ponemos en optimistas. Pero pensaba estas dos o tres pavadas, y dejaba de pensarlas: debilidad o flojera de alma. 

Porque la mente, en casos como el mío, al verse arredrada por ESE malestar, se pone a pergeñar, digamos que bastante desesperaditamente, soluciones, explicaciones, consuelos, vagas estrategias para poder así creer que zafará más rápido, más fácilmente; que está zafando ya. Anhela por sobre todo volver a la normalidad, esto es, a lo conocido o, mejor dicho, a lo acostumbrado, a lo habitual. 

Fumo. Escucho este Octet, op. 7 del tal Enescu. Leí un poco de la Ciudad Equis de este mes, para tener una lectura ligerita al menos, nada exigente, de "actualidades del mundo de la cultura local"; le decía a La Mejoradora De Mates, por celu, que qué bueno sería tener acá en casa dos o tres de esas Cimoc que ella tiene dispuestas en el revistero, dos o tres Manara -buenas minas-. Venía de leer Valéry tempranito a la mañana cuando empezó a darse esa como que demasía, esa sobreexcitabilidad capciosa, ese sensualismo que se abandonaba lujurioso al estímulo y que, por eso, me volvía demasiado vulnerable, demasiado expuesto a lo que fuere. Una buena historieta, pensé al comprender que tenía que descansar, algo bien pasatista, bien liviano, bien fácilmente decodificable, eso hubiera sido lo ideal. 

Tomo mates (Cruz de Malta amiga; perdóneme, Romance). Ventanas y puertas 'soigneusement' clausuradas, postigos bien cerrados: hacer un ámbito para el reposo sosegador. Eso: un buen Spa Seguí para mí mismo: el oasis vital para no entregarme tan así al frenesí casi que de órdago del Facebook que me tocaba imaginar, la firme voluntad de no querer tan así resbalar por entre los lascivísimos estímulos sensoriales de la información líquida, volátil, en que se me habían convertido las redes, lo que poronga fuera. Un cachitín aunque más no fuere de sabiduría, de autoconciencia al menos para decir: "basta. por hoy / el saco cuelgo."

13 de noviembre de 2011

El Envarado y La Mejoradora De Mates (nº 2)

Ahora son las seis de la mañana. Suena suave Space Available, por el Kornstad Trio. Quién será este Håkon Kornstad. Un saxo, un contrabajo, batería.

A veces pienso que el jazz muchas veces carece de emotividad, de entrañabilidad. Sus melodías propician otro "estado de ánimo", no aquellos aparejados a la música clásica, o al tango, etcétera. Es el sonido jazzy, tan particular y a la vez tan variado, tan rico. Algo como que cool, una especie de más allá citadino (¡New York, New York!), algo para poner de fondo y que es a la vez complejo, inteligente, sutil. 

Ideas que no desarrollaré. Voy a contar, en cambio, que acabo de terminar una Obra Poética de Edgar Bayley (Corregidor, 1976), lectura que me deja admirado y a la vez cavilando. Compré el libro en El Espejo junto a El poema de robot, del inconseguible Marechal (puede que ahora lo relancen, ¿no?), y hoy di cuenta del primero, en una sola jornada de lectura: 198 pp. plenas de sentido, de gran amor por la vida o, más bien, por la realidad, lo cotidiano inmenso ("nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada"). 

Recuerdo haber leído algunas pocas cosas de este poeta hace ya muchos años, y en ese entonces pensé que hablaba de cosas fantásticas, extrañas, quizá hasta exóticas. Con el tiempo fui dándome cuenta de lo que digo más arriba: de que Bayley vivencia profundamente la realidad, y nombra muy muy "poiéticamente", y a veces le basta el mero sustantivo ("Mi amada estanque azul huerto cabellos", reza un título de uno de sus poemas) para lograr alcanzar las cosas de un modo pleno, y elevarlas a un grado inaudito de realidad. 

Pero qué: leo estando enamorado. Y leer así vigoriza y da tanto sabor a las lecturas, a la música, a caminar por las veredas, por el centro, a saludar, hace unos días, al matrimonio de quiosqueros por el día del canillita, a ponerme chocho porque voy a la verdulería, cosas así. Digo: ¿y si hubiera leído Bayley, digamos, hace cinco o seis meses? Digo: ¿cuántos son los libros que básicamente "suicidé" por el mero hecho de estar, cuando los leí, deprimido oscuro mal? Y tanta música escuchada, tantas horas y meses y realmente años de manosear tan desalmadamente cultura, belleza, artes. 

Siempre lo supe, y la verdad que lo dije con claridad: de nada sirve nada si "no hay un cuerpo / al que abrazar, acariciar, besar". Recuerdo un video-arte visto en el Goethe o cosa así, hace mucho: alguien tomaba un libro tras otro de una biblioteca, leía el nombre del autor, y lo arrojaba a un rincón. La pila de libros que se iba formando era impresionante, en tamaño, en volumen, en peso. La angustia, la desesperación, la soledad, la terrible melancolía, el odio incluso, corroen el alma, digo ampliando un título de Fassbinder. ¿Será, de última, algo de índole evangélica? 

Tampoco hay por qué ponerse a escarbar tanto, por estos días. Días que son nuevos, días de cara cambiada, renovada, joven, días de cuerpo lozano, reluciente por el afecto y el sexo, terso. Días de entender con mucha inmediatez de qué habla Bayley cuando le habla a la amiga, a la amada, a la mujer, cuando nos habla del mundo, de las cosas. Días, en fin, de completar bien el sentido, de no ponerse a sospechar; días sin mayor cálculo. 

9 de noviembre de 2011

El Envarado y La Mejoradora De Mates (nº 1)

Qué hermoso, tremendo chubasco que cayó anoche, ahí en San Juan y General Paz (y también en San Vicente, me informa Meneses), chubasco y mar que contemplamos desde debajo del techito del bar del teatro (institución). Veíamos el reflejo de las luces de los semáforos combinándose con la de los autos que cruzaban la esquina (onda un poco el Nycz que sabía estar en Las Tipas, adentro), por fin nos refrescábamos (nosotros dos, digo, sí, pero muchos más) del calorón horrendo, mefistofélico, de "la Córdoba de ayer", calorón que nos aplastara por la tarde, calor inmundo, seco, y el sudor. Ya cuando salimos del teatro en el entreacto (el consabido puchito obligatorio) habían caído algunas gotas -gruesas, querendonas-, pero todavía la calle jadeaba mal de temperatura, ambiente chancho. Pero después, ya en el bar del teatro, Quilmes mediante, se largó, y se largó bien, y era el mejor cierre (el famoso "broche de oro") para lo que acabábamos de presenciar.

La Mejoradora De Mates se fue encontrando más o menos seguido con gente conocida y, si bien no huía, algo reculaba; yo vi un fantasma, al que evité con ejemplar escrúpulo y tesón. El disco dolía $50,00, y la verdad que, con lo que vi, si hubiera tenido guita habría gatillado con grácil ligereza y generosa despreocupación; porque el Nonsense Ensamble Vocal de Solistas me dejó pasmado, boquiabierto, estupefacto mal. La verdad que siempre tuve mis prejuicios a la hora de escuchar música vocal; más infundados que la mierda, tengo que confesarlo, honor obliga. Hermosas las voces, hermoso el combinarse de las mismas en acordes, en contrapuntos o lo que mierda sea, en plenitudes y sutilezas varias, riquísimas, admirables. Hermoso atender a la expresión de los rostros de cada intérprete, los movimientos de sus cuerpos (de riguroso negro, en pata), y la vaguita que dirigía, que pasaba como si nada de un pulso a otro (realmente asombroso), integradísimo macerado bien el ensamble.

Y, ya terminada la función, cómo le señalaba a La Mejoradora De Mates la diferencia abismal que hay entre escuchar un disco en las casas e ir a oír música en vivo. Más allá del asunto de que presenciarla sólo se da una única vez en el tiempo (quiero decir, sí, sí: en el de mi conciencia), la alucinante calidad del sonido, su atmósfera, su clima, la verdad que son insustituibles; impagables, como quien dice. Ergo: ¡quiero más música de endeveras, quiero más conciertos, quiero no tirarme a chanta! (Pobre equipito, cómo te desprecio ahora; bien que me diste más de una satisfacción...)

Entonces, haber pasado a buscarla, ir al Libertador, oír, y oír y quedarse atónito boya gozando mal ante la belleza, y disfrutar sin arrimo de cansancio o aburrimiento, y extrañarse en determinado momento de la vida y de la muerte y todo lo demás en medio de ese sonido como que un don y de mi oír extasiado como que agradeciendo, y pasará, y pasaremos, y correr al bar del teatro a por una buena birra, a por una buena charla.

Excelente, mire vea. Y el público, todos chicos (más jóvenes que yo, la gran mayoría), y el silencio atentísimo, y divertirnos luego, e ir por más. El Teatro tiene que repetir, no sé si el año que viene pero pronto, el festival, el encuentro. La tan mentada música contemporánea precisa estos espacios, y continuidad; gente que le da bola parece que hay. Sí: qué diferente que fue la cosa a comparación de, por lamentable caso, cuando se "ejecuta" Beethoven, o Mahler, o la poronga de todos los santos lindos. Nada de viejardas pintarrajeadas, nada de sarnosos caballeros de meticuloso traje y agresiva loción. Para esos casos: volar al Paraíso. Y que haya habido entrada libre y gratuita fue algo absolutamente coherente. Y necesario, y positivo. He dicho.

22 de octubre de 2011

"Europa is dead"

Fumo. Tengo conmigo un amargo (Romance: está riquísima, Olguín). La noche está fresquita; pero no tanto. Me entredormí con la Pobre Johnny en los auriculares del celular, y me gustaba cada canción que sonaba: aprobaba y volvía a aprobar, y me parecía excelente que hubiera tanta música que tirara tanto buen ondón. Un estado extraño, ése, y gozoso, el de ir aprobando: y fantaseaba con andar así todo el tiempo, y que todo me pareciera bien (¿el agaromba?): "y vio Dios que era bueno". Claro que, al despertar, regresó -un poco, tampoco ando tan hecho bosta- la reactividad: y pude decir no, oponerme.

Uno juzga. Aunque le caiga mal a unos cuantos, uno establece juicios de valor. En mi caso, de valor estético. Que estén teñidos algunas o muchas veces de cuestiones ajenas al Arte, perfecto: humano soy, y no siempre puedo controlar los más sutiles movimientos del alma, que es de ser cruel y despiadada, hasta abyecta. En la conversación, la mayor parte del tiempo acordamos, por conveniencia, una frase común -Nietzsche hubiera sugerido: vulgar- sobre algo; por ejemplo, muchos dicen, de un autor cualquiera, que "su poesía es despojada", y pareciera que toda la poesía, de un tiempo a esta parte, lo es. Obsecuencias y pobrezas del comentar. Pero el juicio secreto, certero e inmediato, late en nuestro interior, y no siempre tendremos la entereza de hacer el esfuerzo necesario para formularlo en palabras, vacilantes, sí, y hasta temerosas, pero propias, personales.

Así la música. Pareciera que todos debiéramos estar escuchando determinadas cosas, y todo lo demás no. Pareciera que todos debiéramos compartir ciertos juicios sumarios que circulan y tienden a imponerse, ser 'vox populi'. Pareciera que, como en política, todos debiéramos pertenecer a la corriente mayoritaria de opinión: porque diferir cuesta; por el rechazo social; por el escarnio, la burla.

Hace muy poco le propuse a La Veterana que escuchase música clásica. Me sacó carpiendo. "Europa is dead", espetó, como diciendo una verdad; como diciendo: "son todos unos pechos fríos". Cosa que me dejó tecleando, porque confío demasiado en las intuiciones de la vaga (su "oscura lucidez") y, a la vez -esta vez-, sé que dijo una gran pelotudez, hija a la vez de su ignorancia y su soberbia, o algo así. 

Pongamos que yo esté dejando de lado lo esencial; que, por ejemplo, "son todos unos pechos fríos" esté diciendo algo que es cierto de la música clásica. Algo no totalmente cierto, pero que tenga su buena parte de verdad. ¿Desde dónde se dijo eso? ¿Cómo concibe o se relaciona con la música alguien capaz de tirar así, crudita, semejante barbaridad? 

(Fantasma: "Suponiendo que la verdad sea una mujer"... ¿Cómo? ¿No vengo siendo "dogmático", de hace años, al volver tanto, y tan obcecadamente, a ese único oráculo? ¿O al pretender objetivar, en este caso, un embole?)

"Europa is dead"... Artero puñal clavado en las encías. Y masco y escupo, pero, espinilla, no se suelta. ¿Mi gusto por la música clásica es tan un error? ¿Es tan algo que se apartó de la vida, de su cauce principal? ¿Vago por cementerios del sonido? ¿Soy un snob o pecho frío? La cuestión me escuece: no sé cómo responderla (con agudeza; desmontando con chetura el exabrupto) y, a la vez, no puedo permanecer indiferente a tantos nombres, tantos compositores, tantos creadores originalísimos de música bella y profunda. Me siento cuestionado en lo más profundo de mi ser, me cago en Dios, y encima el oponente me suele dejar paralizado: Primera Novia. 

Como el albatros, en cubierta sólo sirvo para que jueguen al fútbol conmigo. Me acuerdo de Contrapunto: alguien mostrando a otros lo sublime del cuarteto en do sostenido menor de Beethoven. Alguien haciendo sentir. Alguien introduciendo a los malditos ignaros en las cimas de la Música. (Alguien que, creo, inmediatamente después será cagado a tiros.) Pero el recuerdo no alcanza: porque sólo es memoria mía de una novela leída hace años (porque la vida no será como en las novelas), y porque sé que no podré poner a La Veterana a escuchar, digamos, la cuarta de Brahms. Porque se negará sin más, burlona y canchera, a someterse a ese mínimo experimento de sensibilización; porque la tiene negada: a la música clásica. 

Uno quiere ser justo con las personas. El viejo discursito, eso de que "todos estamos capacitados para captar la Belleza, sólo es cuestión de dar(les) una oportunidad", falla en tantas cosas... Idealismo de igualdad, la diferencia agresiva seguirá patoteando, de una parte o de la otra. En el fondo, el gusto es producto del azar; y generalmente es fuente de prepotencia. 

Me ronda ahora otra frase de Nietzsche: "pasar de largo". Qué bueno si la dejara hablar, si la dejara desbarrar, y escuchara, "como quien oye llover", sus barrabasadas ocasionales. Pero me conozco: lienzo rojo (o rosadito) ante mi ser, este todavía adolescente toro va al muere; y allí ella, verónica callejera, de nuevo me dejará jadeando, y tan sólo serviré de mal ejemplo. 

10 de octubre de 2011

'Morne'

Fumo, sí. Fumo y tomo mate. Y no sé nada. Sé que el foquito de bajo consumo ilumina pobremente esta habitación, acá en mi casa. Sé que se siente el zumbido de la heladera, y el lento gotear del tanque de Gisel, mi vecina -"que su nombre sea borrado", podría haber escrito Isaac Bashevis Singer-, sé que cada tanto se siente pasar un auto por la Agustín Garzón. Más allá de eso, no sé nada. 

(Como si todo pasara por saber: por saber algo a que aferrarse, y no sólo la pobre serenidad, vacía y taciturna. Como si nada de lo que es palabra, mera palabra -libros, conversaciones-, pudiera decirnos nada ya. Como si, después de los libros, después de las conversaciones -después del silencio-, todavía fuese necesario, y hasta imprescindible, decir algo: algo claro y sencillo, algo que permitiera un paso más, un volver a respirar; algo en verdad simple, directo, que iluminara de algún modo las cosas, abandonadas ellas a su no latir, a su haber dejado de significar, de tener consistencia de algún modo humana.) 

Vacío, falto de plenitud, de alguna especie de peso o intensidad. ¿El cuerpo?: una bolsa de órganos hábilmente disimulados por la superficie de la piel; algo que asiento en la silla buena, algo cuyas piernas cruzo y cuyo rostro -¡cuyo rostro!- es como una máscara tibia que ningún gesto recorre ya. Las manos, aptas para la escritura y para muy pocas cosas más, comunican medidos golpecitos a un teclado negro, sucio, receptivo; las manos, que de hace años no recorren otro cuerpo, manos de violinista que no ejerce ya; las de agarrar -sobre todo la izquierda- un mate que es herencia de una tía litoraleña, ya de no ser, las de apagar -sobre todo la izquierda- el cigarrillo en el cenicero indio, cálidas y yacentes; las de temer y temblar, y vacilar y dejar, callan: apenas si están vivas, todavía. 

No es tristeza lo que siento ahora, no es, quizá, vacío. Es simplemente sentir el silencio en esta entrada, es sentir la desconexión con muchas cosas, es darme cuenta de que, poco a poco, me he ido, nuevamente, aislando. ¿Qué son mis días? Levantarme a las seis de la tarde y leer. Y leer hasta las seis de la mañana siguiente, y abstenerme de escribir. Y desencantarme de hacerlo en los blogs: porque desvirtúo cada vez más eso que imagino que puedo llegar a decir. Y me doy a la ascesis (una vez más), y dudo, y el mundo atronador sigue rugiendo, allá, tras de la puerta. Y no sé qué paso dar, o si inmovilizarme del todo, y recluirme, callar y esperar (¿qué cosa?: nada que pueda llegar a la existencia, o a manifestarse). 

Prendo un pucho. Anoche, conversando con el Ger, hablábamos, una vez más, de poesía, y en especial del magro papel que ha llegado a tener la misma en la vida contemporánea, en la sociedad contemporánea. ¿Para qué idealizar? Todo es dinero y poder, arriba, y necesidad, precariedad y alienación, abajo. No hay tiempo para la poesía, ni ojos dispuestos, (bal)buceadores. El que escribe es un inútil, y debe vivir todos sus días del contraargumento, de la autojustificación ante los otros, buscando razones para hacer algo que la mayoría de sus congéneres rechazan. 

Pero éstos son pareceres pobres: tengo por dadas, lo sé, muchas cosas, quizá demasiadas, en mi vida de todos los días. Y no soy un profesor, o un intelectual. Cuando a duras penas alcanzo a elaborar un concepto, ya (me) lo socavan las dudas, las preguntas, el replantearlo, el vacilar. No me sale ser monolítico o férreo. Estaré, en el fondo, un poco orgulloso de mi actividad, pero -¿por qué no confesarlo?- tengo una tremenda cola de paja frente a todo interlocutor que no está en eso de leer y escribir. ¿Qué tiene de bueno o interesante, digo, contar mis penas en verso? ¿Qué gran virtud o alcance tiene ello? El siglo XX fue el gran desatarse, para algunos, de un materialismo, de un consumismo a niveles nunca antes vistos. Todos nosotros somos pop, o en todo caso me veo obligado a reconocer que buena parte de mi triste almita lo es. ¿Cómo no quedarse pensando en eso de Juanele, lo de huir, alejarse de la ciudad, el "mundo"? 

Releo ensayos de Paco Urondo, y me encuentro con declaraciones -por ejemplo las de Edgar Bayley- sobre el papel de la poesía en relación al hombre. Qué irreales que se me vuelven ese tipo de dictámenes. Me suenan falsos: impostados, utopistas, ensoñados mal: imposibles de ser vividos. Siento que la poesía se viene retirando del mundo de un buen tiempo a esta parte. El Ger me dice, Guido también, que hay como un renacer, una multiplicación de actividades y cosas así, vinculadas a "lo creativo", acá en Córdoba, en los últimos años. ¿Es sólo mi pesimismo lo que me lleva a hablar como lo hago? ¿Es algo propio de mi carácter, algo que no responde a lo que en realidad se estaría dando? Y, que la poesía llegue a tener algún lugar en el mundo, ¿es entonces cuestión de voluntad, voluntarismo? 

¿Por qué, en todo caso, volver a publicar en los blogs? No puedo evitar escribir, ya sea acá, ya, por ejemplo, en mi Diario. Será la pasión (no quiero usar el término "deseo", innoble, superfluo, propio de lacanianizados mal), será alguna especie de fortaleza o constancia que aún poseo. Un empecinamiento que aún me caracteriza, una terquedad. No pasa por hacer lo que la mayoría, no necesariamente; pero tampoco me parece algo muy alegre que digamos el escribir, o no es ése mi caso. Piedra Limada silba, cada tanto, una milonga, la misma milonga; le sale hacerlo. No quiero endiosar la escritura: es algo propio de los hombres, sí, pero no es lo único que nos es posible. Soy cada vez más consciente de lo accidental, de lo precario de mi escritura, y a la vez me afirmo cada vez más en ella. No pasa por callar, o por dejar de escribir: pasa -eso es lo que me toca hoy, al menos- por reevaluar el modo en que llevo a cabo esta ocupación. Algo, digamos, de índole existencial. Y esto de ser blogger muchas veces apesta.

29 de septiembre de 2011

Un pusilánime

Llegó el calor: cuando salí a la calle -ocho y media de la tarde- noté que tendría que haber optado por un pantalón corto y no por el vaquero que llevaba. Después, más tarde, sí, se levantó un ventarroncito, pero ahora, cuatro y media de la mañana, estoy así, sin remera, en pata, con la ventana y puertas abiertas a la noche. Hace calor; y no llueve. 

Volví del ensayo hará cuatro horas y me puse a leer, cosa que me mantuvo entretenido hasta hace un ratito. Me preparé entonces un mate y me vine a Blogger. Tenía ganas de escribir: de pasar un rato anotando algo, corrigiendo, pensando. La lectura fue prolija; sin llegar a ser insatisfactoria, no deparó nada especialmente glorioso, y necesité venirme acá, a esforzarme un poquito, a ver si tenía algo para decir. Fumo y escucho el gotear del tanque de la vecina; también está el zumbar de Magnolia, y mi teclear. Por lo demás, no pasa nada. 

El lunes me compré Veinte años de poesía argentina y otros ensayos, de Paco Urondo. Lo había visto comentado no sé si en alguna Diario de poesía, y ya tenía averiguado el precio, hará cosa de un mes. Me agencié eso, y la Hablar de poesía nº 23, que todavía estoy leyendo. Las dos cosas, $90,00. Llegar a fin de mes. 

Lo que me llamó la atención de las prosas de Urondo fue la rotundidad con que opina sobre otros escritores -especialmente poetas, por lo general argentinos-, ya sea contemporáneos o del pasado. Emite muy seguido valoraciones que tienen el aspecto de la precisión, y pone siempre en relación lo literario con lo político -más exactamente: con lo contextual, y en especial, supongo, con cierto proyecto de Nación que tiene-. Si bien no es un académico -se opone explícitamente a ser considerado un intelectual-, queda claro que la lectura que hace de la poesía argentina ha sido meditada, que fue un estudioso -en un buen sentido- de la misma. 

(Me acuerdo de Andrea, una ayudante del cursillo de Letras: "ningún texto es inocente." Qué frase más horrible, más allá de que intenta transmitir algo que quizá sea verdadero, al menos para algunos.) 

Y me quedo pensando. Me quedo pensando en si los poetas tienen que ser los críticos de la literatura, o sus sistematizadores, y de qué modo y hasta qué punto. Si no es simple "política" de artista, o, de última, política a secas. También, si los poetas son los más capacitados para hablar de la poesía, de sus pares, y hasta de sí mismos. 

(El deber ser. Lo regulado con primor. Cierta necesidad de prolijidad y justicia: cada uno, su función: en la Sociedad Ideal, es decir, ordenada.) 

Pienso, entonces. Me hago mis buenas preguntas de idiota, de pajuerano en el gran pequeño juego de la poesía nacional. Me pregunto, por ejemplo, si yo mismo debería hacer valoraciones, apreciaciones, tasaciones, distingos y reproches a los otros, los que publican en el presente, los ya de no ser. Si debería revisar esas mismas valoraciones, apreciaciones, etcétera, de los otros, a fin de, digamos, establecer con cierta propiedad "la Verdad" de esto que hacemos al escribir, al publicar. 

¿Me estoy preguntando si entro en el juego, si acepto las reglas; si hay reglas más o menos fijadas, consensuadas; si, por el contrario, todo es fuerzas y nada más que fuerzas, y el Poder? ¿No me engaño un poco con el carácter más bien sociológico con que yo mismo hablo de la cuestión? ¿Peco de falsa humildad? ¿No me la banco? ¿Tengo complejo de inferioridad? ¿Temo tal vez no poder desempeñarme bien, o al menos satisfactoriamente, en el ruedo, en el baile? 

Pienso, sí. Pienso escribiendo. Cierta retórica habitual en mí quizá desvirtúe la línea de pensamiento que podría lograr de no haberse ya desarrollado cierta lógica argumentativa en esta anotación, lógica probablemente típica de ellas, a esta altura de su desarrollo. Pienso, entonces, en forzar, en adelgazar alguno de sus hilos, terminar por cortarlo, para así lograr cierto desequilibrio, cierta apuesta, cierto decir. Quizás lo anterior sólo sea un crescendo, un acumular; quizá -sueño- venga un desborde.

En todo caso, qué situación distinta, la actual, de aquella de los '60, los '70. En los ensayos y demás artículos de Urondo se respira la revolución, inminente, en el aire. Se lee política: decisiones, proyectos; también el estado de cosas que se rechaza, la necesidad de actuar con convicción. Se habla incluso de abandonar la narrativa para escribir textos de no ficción: la primera, consideran Urondo y otros mencionados en el libro, se alejaría del presente, la otra podría incidir con mejores resultados en la realidad. Qué diferente es la cosa hoy en día, o qué diferente de cómo veo personalmente el asunto: qué hago, qué dejo de hacer, qué cosas son factibles de ser hechas, e incluso, qué escapa a mi imaginación; qué es posible, qué imposible, qué inexistente. 

Uno puede hacer "política cultural", opinando, manifestándose, discutiendo de modo público. Uno puede buscar posicionarse, sacar ventaja, e incluso lucirse, darse el gusto de ganar un argumento, quedarse con la última palabra, definitiva, por ejemplo. También -como me está saliendo un poco hacer, en esta prosa-, poner en evidencia el juego, desencantarse del mismo, asquearse más bien. El sociólogo de turno aclarará, prolijo, que su teoría social del arte también contempla esta última opción, esta otra "veleidad", de índole más bien sacrificada: ascética, ejemplar. El problema, en todo esto, es que tengo presente que actúo sabiendo que estoy actuando (sabiendo, sí, pero más o menos; tampoco la gran cosa). 

Sí: la veleidad. Uno no entiende del todo cuál es exactamente el alcance de lo que hace; y tiene sus blogs, y tampoco hay mucho movimiento en ellos que digamos, y sin embargo piensa que al menos un poquito figura; y aparte ha pispeado alguna vez un par de teorías, y se pone, cariacontecido y cejijunto, a pensar; y el punto no es la Literatura, ni la Sociología, y mucho menos la Política, sino que uno, nuevamente, ha comenzado a escribir algo que no sabe cómo ni en qué terminará, y tiene muy pocas claves para resolver la cuestión. Pocas y endebles claves. Y de pensar se trata. 

¿Qué es escribir? Ponerse a prueba. ¿Qué es publicar? Dejar pasar, reconocerse en algo, frente a los otros. ¿Qué se busca, en todo este asunto? Algo, sí, pero que no es nombrable, que no es formulable: formularlo lo haría, nuevamente, texto, escritura, eventual publicación. 

- . - . -

En todo caso, advierto una característica en todo lo anterior: escribo ideas más bien sencillas, comunicables. Habré puesto, entonces, mi pensamiento al servicio de cierta necesidad de claridad que, al parecer, tengo. Explicitar el juego (pero no obligatoriamente denunciarlo), esbozar alguna noción "clara y distinta" para actuar en él, ver si es posible tal cosa, ver si quiero, de última, jugar. No es absoluta la Poesía (si Urondo hablaba de Nación...), ni imprescindible, y mucho menos urgente. No es tampoco detestable, ni mucho menos: la leo, la leeré. 

Quizá tenga ideas tremendamente erróneas sobre el dichoso asunto; son las pocas, endebles que he conseguido aceptar, a lo largo del tiempo. Paco Urondo "piensa" la Poesía Argentina. A mí me gusta bastante lo de Daniel Ponce: en su caso, estudiar antropología, a la vez que se alejaba transitoriamente de la poesía, lo llevó a relativizar bastante el "puterío ilustrado" (categoría en boga entre algunos estudiantes de Letras acá en Córdoba, hará 20 años) de la literatura argentina. Yo la verdad que tengo más bien dudas y preguntas a la hora de escribir sobre todo esto; o, en todo caso, pienso que enfoqué la cuestión de modo harto vago y general, y que por eso mismo no hay dónde hincar el diente, en qué yugular clavarlo. Que, si hubiera señalado algo más concreto (más concreto, es decir, relacionado a lo que amo o a lo que odio), ya andaría mascando más y mejor. 

Sírvame de escarmiento haber escrito esta misma anotación. El Gabo me viene diciendo que comente las lecturas; que eso podría ser ocasión de mejores prosas. No es, se ve, que no me pregunte cosas: es que no sé cómo responderlas, y lo más probable es que, como decían los positivistas lógicos de antaño, la pregunta esté mal formulada. 

21 de septiembre de 2011

El que no descansa


(escuchando True Story - In Two Acts, por RGG)

Quizá se trate de no escribir. De medir las horas con la sola lectura. De los libros de siempre, los ya amigos, y de unos cuantos más del inagotable, hermoso resto. Y pensar. Y las palabras que broten "en el seno del pensamiento": no anotarlas (por ahí sólo en el Diario; pero ya eso sería vacilar), sino apenas si permitir que se vayan, que se desvanezcan: que surjan y se extingan en la mera conciencia. 

(Pasé la noche con Rayuela. Lectura plena: no dieron ganas en ningún momento de dejarla, y corté sólo para escribir esa primera frase, aparte de que quería poner un disco: son más de las 07:00 hs.: ya terminó el toque de queda acordado de bastante mala gana con la vecina nueva, me cacho en diez. -- Añoro la forma en que la primera lectura de esta novela me llevó, hará 20 años, a otros libros, a otras cosas que no son sólo libros pero que los libros, en mi caso al menos, propician. Añoro esa plenitud y no, porque también disfruto de esta otra comprensión, la actual, de este otro disfrute, después de, por ejemplo, todo el jazz escuchado, escuchado un poco porque en ese libro lo escuchaban --ese origen, sí, pero también y más decisivamente las juntadas con el Baby, privilegiado Club de entrecasa--.) 

¿Por qué dejar de escribir? ¿Simplemente hacerlo? ¿Uno se pone a soñar con algo así como un Placer Ilimitado sólo porque pasó sus buenas cinco o seis horas de coparse con un libro, y encima queda más de la mitad? ¿Uno no sabe acaso que por lo general la mayoría de los libros lo cansan, lo molestan, lo terminan aburriendo? Y uno lee por método, y por método escribe (¡¿por qué, por qué, por qué?!), y quiere algo distinto, y siempre ha sido, él mismo, así: alguien que especula vagamente con la dichosa promesa de felicidad, y que cree que puede llegar a alcanzarla, que ésta puede serle otorgada, cosa en el fondo tan imposible. Y prueba, noche loca, algunas mieles, y ya está: se pone a imaginar que de los huecos troncos seguirá manando más y más miel --"eso es pío", Horacio 'dixit'--, o que no se empalagará, una vez más y como siempre. 

(Y eso que bien que sé que el chiste está en alternar: fuerzo los límites de la lectura, o de la música, o de la charla, o del silencio, y ahí estoy otra vez, cambiando de actividad, poniéndome en otra cosa, sin descansar, inútil afanoso. Prácticamente nunca me entrego al "ocio real", ya sea solo o en compañía, y los raros momentos en que éste se da son extrañísimos: sentir la duración, la mera duración, el ser cosa fofa, materia, cuerpo sin pensamiento --de ojotas y sudando, los veranos--.)

Dejar de escribir pasaría así por renunciar a trabajar de otra manera el tiempo: como si uno se propusiera callar de un modo total. Monje con su votito de silencio, mi oración sería el libro: todos los libros --todos los que tengo, unos cuantos más--. ¿Pasa por eso, por cierto espíritu de sacrificio? Pero cuando anoté esa primera frase tenía un como pálpito de ganancia, de acrecentamiento de algo; escribiendo, desarrollando la idea, ésta se me vuelve antojadiza, y la verdad la rechazo. Vislumbre en el agotamiento, alucinación y extravío del deseo, llamita vulgar, enclenque, pronto extinta, pensaba aparte hace un rato que lo que pasa es que tengo, ahora, 37 años; que es imposible imaginar, por caso, cómo seré a los 50; que en el presente todo es rotación, alternación morosa; pero que, como buena ameba cortazariana, bien puede ser que para esa edad mis seudópodos se hayan transformado un poco al menos, les haya cambiado el metabolismo, digamos, y varíe así el espectro de lo que puedo ver y también imaginar.

(¿Sabiduría idiota? ¿Alguien que llega tarde? ¿Alguien que viene estando un poco fuera de la vida? Pienso en mi rostro, inexpresivo cuando escribo, pero que muchas veces se desfigura en el encuentro y diálogo con los otros, desencajado y brutal, de fuerte, tosca voz. Recuerdo las sensaciones a flor de piel, el frenesí, el haber agotado en algún momento "hasta las heces" la experiencia, allá en mis "dorados" 20. Pero lo recuerdo como idea, como algo vago de que no me llegan imágenes más precisas que ese coletazo más bien póstumo de lo vivido hace mucho, lejano ya.)

Termino, como otras veces, dando cuenta de mí. La ficción no me interesa. Digo: escribirla. Algunos señalarán, precisos, que, por más que haga un texto con vivencias, sensaciones, pensamientos propios, siempre les daré forma, los modelaré: ficcionalizaré, en suma. Allá ellos y su Escuelita de Letras. Al escribir sobre mí mismo se genera cierta tensión que es distinta a lo otro. Cierta clase de esfuerzo, cierto desafío que, en todo caso, es de otra índole. Y eso existe. Y cuenta.

(No escribir. Como si uno se acercara a La Gran Cosa, como si uno se predispusiera a algo realmente significativo. Algo en todo caso que sería de uno consigo mismo; de nadie más, para nadie más. Algo así como una evidencia. De eso trataba de hablar.)

3 de septiembre de 2011

Fogonazo falaz

Fumo. Y me duele un poco la espalda, y sigo. Oigo un jazz suavecito; Gabo duerme el sueño de los justos, allá en la pieza, y no ha comido. Fumo y se me cierra el pecho, y toso y carraspeo: atabacamiento buscado.

Desperté quizá a las cuatro, ayer, y algo caché. Pasó mi vieja en algún momento. Cosas me contaba de su reciente televisión pública; cosas como la Pizarnik y su abrigo viejo, y que le quedaba algo grande, y sobre su leer, leer, leer, según la hermana. Yo fui a comprarme un sanguchón de milanesa de pollo y la fantita de rigor, y conversamos otro rato, peluquería y cine. Luego partió, y me quedé con Girri.

Cayó el Gabo con dos más. Partieron al rato esos dos y tomamos un par de birras "sintiendo" Martín Buscaglia ("¡¿pero quién es ese muerto?!"). Como hace tres o cuatro días borré todo en la compu (Fedora 15 de cero), cientos de discos incluidos, hubo que bajar de nuevo Golpes al vacío. Luego mateamos, y el muy guasito se fue a dormir. Anduve un poco con la Anthologie... de La Pléiade (voy por la 660, más o menos; son creo que 824), comí papa hervida (noble nutriente), y terminé de releer no sé cuál Diario de poesía. La gata parece que ha quedado afuera pero no llama. Me vengo a Magnolia, anoto cosas.

Prendo un pucho. Subo el volumen desde el equipito. El disco en cuestión se llama Brain Dance, y pertenece a Carlo De Rosa's Cross-Fade. El enchastre que mencionaba ayer ha sido mayormente subsanado: el suelo quedó un poquitín pegajoso, sólo hay que seguir pisando. Hoy no leí mucho que digamos las cosas del Google Reader. Me aburre: es estar demasiado con los mismos autores, es pecar de prolijidad. Lo peor es que siempre leo en orden y, así, todos los días me engluto varios posts del demasiado ubérrimo de Neorrabioso, y, cuando continúo con los otros, llego cansado. Oficinistas de la escritura: así nos quieren Google Reader, Blogger y demás.

(Tomarse el palo: eso es agradable. Ir pasando por libros muy al azar, o no leer ninguno, por un buen tiempo, y ya. Estar al pedo: comer cuando pique el bagre, dormir cuando pinte. Ser animalito de Dios. Sólo fumar.)

Algunas cosas he anotado, estos días, en el Diario, sobre escuchar música, digo. Me acuerdo de algo que un neurocientífico comentaba sobre qué pasaba en el cerebro cuando uno oía algo así. Algo así: música. No recuerdo qué decía, pero la cosa es que el enfoque, la manera de abordar el asunto (como experiencia) era algo muy loco, algo analizado haciendo uso de una terminología para mí inusual. Era analizar la cuestión con herramientas conceptuales para nada humanísticas. Y eso me generaba interés y perplejidad a la vez.

Uno, al escribir, amasa. Relaciona, se pierde. Le busca la vuelta. Todo está por hacerse: en uno, en su propia escritura. Esos neurocientíficos consideraban un lapso de tiempo abismal: el hombre y su percepción de la música en el contexto de la evolución. Funciones como capas o estratos que se solapan. Ruido como señal de alerta en la noche de la visión endeble. Algo que se continuaría en lo sobrecogedor propio de la vivencia de lo sublime, pongamos.

Conceptos que hay que imaginar, colegir, casi que prefigurar. Ese lapso de tiempo muy poco representable, puesto al lado de la historia de la música (no sólo la erudita) en Occidente. Fumo y escucho un saxo tenor improvisando en "Terrane / A Phase". No hay que ser demasiado consciente de la historia de una disciplina artística: uno surfea por un rato la cresta de la ola, hace alguna pirueta sobre la tabla, llega a la costa. Y la ola y la tabla, y la costa misma: marcadas por la historia. Y los movimientos y las expectativas del cuerpo mismo del surfer, y obvio que también su malla: somos hijos del tiempo.

Sí: demasiada imaginación, demasiados pocos datos: maldita subdeterminación. Uno amasa con muy poca harina, y encima se pasó de sal. Estudiar es para otros. Por lo pronto, escucho el final del tema, anoto cosas. Mi escritura va a la deriva, hoy por hoy y de hace algún tiempo, y ya no sé qué importa. Fogonazo falaz, éste que propongo acerca de la música: tanto que la amo, y no sé hablar de ella. Para ella.

2 de septiembre de 2011

Las horas regladas


"Destrucción y melancolía." (Alberto Moravia, El conformista.) 

Fumo. Escucho el segundo de los dos cedés de Lieder und  Kantaten im Exil, de Hans Eisler. El mate, lavado; una coca de litro y cuarto destrozada ahí en el suelo; y no limpio el enchastre (no es un experimento a lo Duchamp tampoco).

Los últimos dos o tres días han sido de concentración, de profundización silenciosa en algo sin mayor significado. Leve tristeza que no quiere reconocerse como tal; leves seriedad, pasividad, callar. No aburrimiento, sino como la experiencia de algo que comienza, de algo que termina, de algo, al parecer, distinto a lo anterior. Un como pocas ganas de escribir en los blogs, un escuchar mucha música, un anotar mucho cosas confusas y pálidas en el Diario. Cosas que, en el fondo, no dicen nada: porque no tienen nada ya: en su interior. 

Leo la Anthologie... de La Pléiade, releo Más allá del bien y del mal, termino "I Samuel" de ese libro, La Biblia, leo la Antología temática de Girri según Pezzoni. Leo, dejo de leer: y las horas se suceden como módulos que van cayendo sin más en un pasado o pozo ciego; y el mate las regula y marca, metódico. Duermo de a ratos, como sin mucho hambre que digamos, fumo con total regularidad. Voy de cuerpo, meo, me baño cada dos o tres días. Y no salgo de casa, y desconozco el sol y el aire límpido. Taciturno, indiferente.

Sí: no hay nada que decir. Me meso el pelo con cierta suavidad, pienso en cortármelo a la 3, veo la sombra de mi cabeza en la pared, acá a la izquierda. Es necesario matar la imaginación: la dañina, la que me juega en contra. No completar tendenciosamente la figura, no completarla en absoluto, dejar abierto el sentido, no leer de más: a los otros, a todo aquel con quien hable, a quien recuerde, y menos a todos aquellos (y son muchos) a los que enfrento 'in effigie'. Así, el monstruo mental, lo noto, baja la guardia, se aquieta, agota menos: y trato de dejarlo atrás, de diluirlo. Quizás, también, llegue a escribir cada vez menos: cada vez menos efusiva,  menos dolidamente. ('Percé', musito: como una mariposa a la que ya cazaron, y es exhibida en un rincón de la sala; y el que nos la muestra no hace mucho alarde del asunto por lo demás.)

Pienso en el Gabo. Pienso en su caer en depresión, en su aislarse, encerrarse, por períodos. -- Qué tremenda variedad de gente que hay, aquí en el mundo, digo. Y hay tantos grupos, afinidades... Con el Gabo nos entendemos, y mucho (pienso), pero para afuera esa amistad será algo totalmente anodino, quizá también despreciable, y hasta ominoso. Y así con cada grupo, cada afinidad. Y todos amontonados, amuchados --por caso, en Córdoba--: anexados, dispuestos y repartidos en "casas", habitáculos varios. 

Fumo. Apago el cigarrillo. Carraspeo. Piedra Limada terminó la biblioteca. Queda traerla. Le llevó algo así como un año hacerla. Dónde la pondré; qué nuevas mariposas contendrá. Futuro igual y liso, futuro de libros. Y no pienso en detenerme, y muy probablemente pase desapercibido para el resto, digo, el mundo, y espero que me importe cada vez menos el mostrarme débil, desaconsejable, fútil. La vida se ha lavado y yo no tengo la culpa.

29 de agosto de 2011

Los versos de Chénier

Viene Piedra Limada con los 300 pesos. Yo había pasado por el galpón hará tres días en busca de 'money': andaba crocante de seco, y mucho corría el riesgo de quedarme sin puchos, mal mayor. Pero él estaba en la misma, y así como llegué me fui. Hoy, noble y fecundo, y después de haber pasado por el banco, se acerca a mi casa y me saca de la cama a una hora "harto" inconveniente; pero no le salto la bronca: no por la plata, sino porque no da, y porque --'hélas!'-- no me sale. 

Así que lo hago pasar, tomo, a como pueda, un cacho de agua --pastosidad asquerosa--, y pongo la pava. "Sintonizo" Ignacio Corsini en Grooveshark y nos abocamos al grato departir. El pobre anciano anduvo bastante flojo ayer; como que se pasó todo el día en la cama, padeciendo. Le digo que no puede quejarse: es él el que no quiere ir al médico. 73 años: "lindo número para jugarlo a la nacional", declara, resiste. ¿Que cómo anda de salud? Un día bien, otro mal: eso es vida. 

Suena Cuartito azul. De pronto me ilumino: ¿no vengo de leer, hace unos días, versos de Chénier? Pelo la Anthologie... de Gide de que hablé en otro post, y ahí está: ¡existe, existió! Y un misterioso lazo temporal me lleva a imaginar una Buenos Aires de principios del XX en que circulaba André Chénier (1762-1794), en francés o traducido, y pienso en que su nombre significaba algo para alguien: no como ahora, que, en el tango y para todo el mundo, es como un nombre de calle o cosa así, algo que ha pasado a ser mero sonido, una rima sabida de siempre, transparente.

¿Qué es lo que existe o significa, qué no? ¿Qué más, qué menos? Cada hombre es una isla, y la geografía de su peculiar territorio sólo de él es trazada, y con probable torpeza; los otros, ocasionales turistas, apenas han oído hablar de dicho lugar, y lo confunden fácilmente con la Atlántida. Escribir deja una huella, pero esa huella, esa senda, debe ser vuelta a andar cada tanto: para que tenga cierta entidad; y las más de las veces nos enfrentamos a jeroglíficos ininteligibles y desvaídos, sólo porque fueron abandonados hace mucho, expuestos sin más a las inclemencias del descuido. 

El descuido: obvio que no podemos andar revisando, manteniendo, todo lo escrito. ¿Qué hace que rescatemos algo, que cultivemos su memoria? No puedo hoy pensar que sea la mera pasión; en todo caso, si hablamos de pasión, tenemos que aceptar que cada uno tiene la suya, oscuramente singular. Lo que perdura es la resultante de innumerables "vectores de pasión" que pujan de modo sumamente caprichoso, cada uno según su peculiar gusto y tendencia. Y hay grados y tipos de vectores; y hay vectores prestigiosos, y los hay anodinos. 

En fin: todo esto ya ha sido pensado, y de modo más pertinente y perspicaz, por otros. Tampoco es necesario reconstruir, pieza por pieza, el dichoso cuartito, por más que a algunos les atraiga, digo, ese miniaturismo. No hay criterio: no hay un criterio universal y homogéneo. Y las más de las veces nos entusiasmamos con algo que no es central en nuestras vidas: porque no tenemos el suficiente olfato, la suficiente garra, el suficiente gusto. Leí Chénier, olvidé Chénier, así como ahora escucho Ben Kraef & Rainer Böhm: una lógica del arte por el arte, de la ociosidad liviana, gobierna mis breves búsquedas, mi hacer liviana la duración. La pasión real pasa por otro lado: y la postergo, como pensando que no he de morir. Piedra Limada está al borde, y en él lo veo; pero yo, ¡qué va!, todavía ando probándome los neumáticos. 

17 de agosto de 2011

Algunas cartas sobre la mesa

Hoy lo vi al Ger. Estaba sin Azul, cosa que se notó. Yo había tenido turno con la psiquiatra, y me dieron ganas de charlar con alguien. Ya antes le había escrito a Guido, pero andaba de reunión, y arreglamos para mañana a la nochecita. Viajé en un R1 sin tanta gente (eran las ocho), y de atolondrado me bajé una parada antes. Iba oyendo la Pobre Johnny; pronto estuve tocando el timbre de su casa, en el Pje. Villegas.

Cuando volví, preferí tomarme dos colectivos en vez del 600, y llegué a San Vicente pasadas las once. Recuerdo que comí algo, frío, que me había dejado mi vieja en un táper, y que me dormí tipo dos escuchando Iiro Rantala. Hará una hora desperté, y me fui a la estación. Compré Gitanes, tomé una fantita. Volví pensando en nada en particular, por la Agustín Garzón vacía; tenía ganas de escribir.

Y llego acá y no hay nada. Me preparo un mate, abro la ventana a la noche, pero no sale nada demasiado qué. Una leve seriedad acompaña este teclear en silencio. Una leve seriedad, un rostro taciturno, una respiración fatigosa: decididamente, fumo demasiado.

Fumo. Pasan algunos autos, de a poco, acá a media cuadra. La ciudad comienza con su jornada; allá ellos. Hoy miércoles firmo contrato con Ediciones Del Copista para sacar un libro. Mi tercer libro. Cosas de La lección de piano, seleccionadas y ordenadas con ayuda y buenos consejos de Pablo Anadón. Tengo que poner mucha plata (para la que suelo manejar, digo), y los próximos meses van a tener que ser de nada de taxi, nada de cerveza afuera, muy muy poco de libros. Y ver qué pasa.

Uno un poco no sabe qué es mejor. Mantener estos blogs que hago implica, más allá de escribir, el pagarle a Fibertel una platita mensual, que no es mucha tampoco. Los blogs en sí no son muy visitados que digamos, pero existen. Existen y acumulan cosas. Con el tiempo, uno revisa lo que ha hecho, y percibe evoluciones, cambios, movimiento. Se ven llevados en la dirección de las meras ganas, del capricho circunstancial, y ese modo de darme a conocer, bueno, me cuadra. Otra cosa sería que hiciera, qué sé yo, mercadotecnia de los sitios, y que los propalara y los difundiera adrede mal, y fuera mi propio exitoso empresario de lo que escribo. Cosa que no me saldría ni a palos, nunca, de proponérmelo incluso en serio. Digo: no me veo en ésa.

Sacar un libro tiene algo de parate. De detenerse y evaluar. De proponer cierta forma, cierta selección, establecer un mojón. No es que vaya a escribir distinto después de que el susodicho salga. No necesariamente. Pero bueno: queda el 2011 como el año en que publiqué de nuevo.

Como tener un proyecto. Algo diferente. Chateaba, ayer, con la Cantarero (una mina), y ésta me decía que, para ella, la cultura en Córdoba es bastante mediocre. Que hay mucho afán de figuración en una ciudad donde somos pocos y nos conocemos demasiado. Y jugamos a las tribus culturosas mal, y nos tiramos mierda entre nosotros; como una especie de farándula vernácula que sólo busca llamar la atención, y a como sea, muy tilingamente; y somos sólo cuatro pelagatos, y tres no tienen desde dónde escribir pero jetonean mucho. (Sonreirás, muchacha, porque quedé como el cuarto: los malos, por definición, siempre son los otros.) Como el pueblito ese (y son muchos) donde morían cuatro romanos y cinco cartagineses o, lo que es lo mismo, dos punks y tres heavys; y nadie más en ese pueblo le daba bola a la música, y menos a esos raritos, a esos descarriados; y apenas si atendía a lo del Chaqueño Palavecino, que Mario Pereira propalará por siempre para todo el país.

Por lo general, no soy de asomarme. Estoy acá en San Vicente todo el tiempo, con Felisa y los librejos. De vez en cuando tengo la dicha de escribir. Cae el Gabo por épocas (ahora viene resucitando), y yo me escapo, los findes, a lo del Ger o a lo de Guido. Los lunes cruzo la ciudad: me voy al Cerro a terapia, y aprovecho el viaje para pasar por la Médiathèque para sacar cosas que me duran una, dos semanitas.

Quiero decir: no voy a presentaciones, espectáculos, etc.: a la discreta parafernalia cultural de entrecasa que nos propone esta por otra parte indiferente ciudad. Prefiero irme a Propiedad Privada a tomar una cerveza y sentir ahí cerca el Paseo Sobremonte. Charlar, callar, ver pasar las piernas más hermosas del mundo (salute, Tim), volver en silencio, prometiéndome un mate. Ahora el jueves y el viernes, es verdad, participo en el encuentro "Qué importa la poesía" ahí en el Cabildo, pero es algo totalmente excepcional. Huraño y eremita, maduro las cosas en la soledad, batallo contra los enemigos internos. ("Yo sólo busco la paz interior", decía un pongamos que conserje, en La peste, y Rieux --¿se llamaba así?-- asentía.)

Sé por qué cuento estas cosas. En todo caso, ésta es una de mis voces. La de mostrarme un poco, sin querer necesariamente hacer literatura, sin presentar un personaje demasiado notable. Al contrario: veo que me estoy describiendo como alguien más bien anodino. Más allá de que me encante el rescate que Bardamu viene haciendo de Beckett, no quiero ni soñar en jugar a ser un personaje de novela. Sólo es un preguntarme un poco las cosas, un bucear un poquito, un divagar, también. Un fumar un pucho más, un tomar mate, un escuchar Tutu, y escribir.

(Lo que sí: escribir. Lo que sí: poder escribir. Pienso, apenas escribo esas frases, que volverá el silencio, un poco vacío, no necesariamente angustiante, probablemente más hondo que el que muestran esta y muchas otras entradas de Anotaciones-... Y me quedo pensando en la ascesis, una vez más. En no hablar de más. En ser otro, de última, ideal, elevado, quizá sublime. Uno es uno, lo que significa muchos, y no siempre tenemos el tino necesario para ser mejores. Pero algo hicimos.)

10 de agosto de 2011

Enajenado

Me preparé un buen mate. Después de una Palermo (no puede faltar una cervecita a la hora de clausurar el día), es lo mejor que se puede tomar. Fumo y escucho Paths, Prints, de Jan Garbarek. No lo conocía. Me va gustando el primer tema ("The Path"), a diferencia de los de Officium y algunos otros trabajos en que Garbarek parece darse a un 'new age' de índole culta. En todo caso, ¿vive Garbarek? Todo indicaría que sí. Ganas dan de leer alguna entrevista suya, algo en que diga qué busca, realmente, entre las tantas búsquedas a que se da. 

Desperté tarde. Leí varios Asteroides de Raúl Gustavo Aguirre, un poquito de la Anthologie de la Poésie Française -- Présentée et préfacée par André Gide, uno de los Escritos de Lacan, alguito de la Sociología fundamental del querido Norbert Elias. 

Fumo y pienso qué reúne esas cosas tan dispares entre sí; qué, que no sea mi propio venir durando, leyendo, divagando. Calculo que, sí, existe un sistema de nuestras lecturas --nosotros, fatigadores de libros--, algo que las relaciona, que las vincula entre sí, pero, en mi caso, me quedo pensando, y dudo mucho a la hora de bosquejarlo, de, ni siquiera, señalarlo. A menos que uno quiera abarcar el universo entero de lo editado, La Biblioteca, algo deben de tener en común nuestras lecturas habituales. (Me acuerdo de esa historia del hombre que dibujaba un mapa o cosa así de absolutamente todo, y finalmente se daba de cara con su propio rostro, dibujado por él mismo, a ciegas.)

Uno se pone a funcionar; como lector, quiero decir. Como si pusiera 'play' a una máquina mental de asimilación fruitiva a la que tiene que alimentar con materia propicia, literatura afín. Uno disfruta callada, calmamente de lo que recepta; uno, porque se sabe uno mismo en ese tasar y dejar pasar lo que recepta, sigue andando, sigue funcionando. Algo es colmado: medida, regularmente. Algo está ahí, silencioso, expectante, pero de una expectación sosegada, y uno lo provee, sin más --"yo soy tu proveedora de drogas", O. L. 'dixit'--, como un operario en la cadena de montaje, de piezas que algo agradece sin mayor efusividad, sin descontrolarse. 

¿Qué era leer en la adolescencia? Para empezar: una vorágine. Los libros tenían razón. Y en especial la tenían frente al cúmulo tremendo de adversidades que pensábamos que acosaban nuestra vida, tan amenazada, tan rebelde --sentíamos--. Libros como tablas de salvación, nos aferrábamos a ellos con una razón rayana en la desesperación. Los libros decían Verdad: una verdad con que enfrentarse a los supuestos enemigos; algo, esto último, que los más de nosotros hacíamos de modo mayormente imaginario. 

Fumo. ¿Cómo esa aventura hermosa, descocada, vino a dar en esto: en la lectura del reposo, ocio totalmente distendido? Sus signos se oponen entre sí. Calma chicha, uno simplemente cumple su jornada: la de la lectura diaria, copiosa; la de empecinarse aún en elaborar, a como sea, muy perdido, un mapa de la extensísima geografía de la literatura; un mapa de la poesía argentina, por caso. Uno renunció a la Universidad y, así, es todo menos sistemático. Uno fuma y sabe que la poesía medra en la paciencia, en la obstinación: de uno mismo manteniéndola viva, al leerla, al releerla. Ningún poema ofrece su núcleo, nítido, en una primera lectura; y de muchos autores mi comprensión --no mi disfrute-- está casi que totalmente vedada. El terreno es inmenso, pródigo, fértil en abundancia, y no por eso debemos apresurarnos en tomar el poema que esplende por la Verdad, ya no, rechacemos eso. La poesía está ahí casi que para acompañarnos: cuando aprendemos a marchar a su par, frágiles y extenuados entre tanta vida horrenda (quiero decir: toda esta vida entregada al consumismo febril y demás males anejos al Capitalismo Global, triunfante y despiadado). 

Las "verdades" sobre la poesía uno las acuña difícilmente y a costa de muchos errores, de muchas imprecisiones. Casi que dichas "verdades" se anulan al formularlas: y hay que estar muy bien en la charla con otro, tiene que funcionar realmente, tiene que haber una gran sintonía, para tener tan sólo la oportunidad de pasarlas, y así perderlas. Como una pepita de oro que hubiéramos conseguido, a fuerza de sudor y espera, del lecho de un río estruendoso, no domeñado aún: y la pasamos. 

¿Qué hace uno con los libros? ¿Eso, los otros, no lo encuentran demasiado fácilmente cuestionable? Ellos asisten con estupefacción e incredulidad a nuestra pasión vieja. ¿Somos tan despreciables? ¿Somos tan ignorables? Todo lo resuelve el relato: contar, a cada instancia, la anécdota significativa, dar cuenta de ella, anotar, analizar, distinguir, extraer de ella pequeñas conclusiones provisionales. Ahora escribo en el aire: y los conceptos forman una nube pedorra que se abstrae de la realidad, para idealizar. ¿A quién hablo? ¿Por qué hablo? Formulo una vez más esas medrosas preguntas ya (tanto las han defenestrado), y me digo, a mí mismo, ahora: idealidad, evanescencia.

Qué importa, entonces, que, en una remota ciudad de Latinoamérica, alguien, que tanto leyó mencionar por ahí la "Bibliothèque de La Pléiade", tenga ahora en sus manos un volumen de la misma; un volumen que tomó de una 'Médiathèque', un volumen que nadie antes había sacado --quizás amedrentado por lo lujoso, quiero decir lo bonito, del ejemplar; siendo mucho más probable que, en esa remota ciudad de Latinoamérica, prácticamente nadie lea poesía en francés, y mucho menos de modo regular--, un volumen con sus dos tiritas señaladoras (dos, no una, qué raro) dispuestas tal cual el editor las encajara entre tales y cuales hojas al expedir su mercancía. Y ahora, encima, ese que comenta que se atrevió a hacer algo, ¿cómo decirlo?, insignificante para La Ciudad escucha, recalcitrante, un disco de un saxofonista que no hace 'covers' de La Mona precisamente. 

Le dirán, sin más: "asomate"; "asomate al mundo"; "asomate al mundo de los otros". Y tendrán razón; pero yo también, en algún sentido, la tengo. Una vez le dije a alguien del que supe ser amigo: "día que no leo, día perdido"; quedó estupefacto. Bueno: para mucha mayor cantidad de gente, para el común de los mortales, digamos, día que no ve televisión, día sin sentido, incompleto. "Algo me falta." Sin dolor, sin pesar, cuando me vine a San Vicente prescindí de la tele. Pero lo audiovisual es la lengua imperante, imperativa: no la de la letra, no la de los libros. De repente siento hablar a mi alrededor acerca de un país ajeno: un sitio en mitad del cual vivo, enajenado. 

Fumo. Suena "Considering the Snail": hermoso tema, cuya idea principal me trae un poquitín de Manusardi. Me pregunto --reincido-- cuántos sabrán cuál es el nombre de pila de Manusardi --pianista--, sin googlearlo, digo. Años de sobrevivir encerrado en una pieza escuchando pocos discos, una y otra vez, exasperantemente, y eso me da una memoria manca que nadie más tendrá. La memoria de un "exquisito" que tantas veces añora y se detiene frente a las palabras de la tribu. 

24 de julio de 2011

La Biblia o Jammes, o El laberinto de la autenticidad

Pienso en leer La Biblia. Pienso en para qué. Para rellenar horas. La veo ahí, al lado del monitor, cerrada, "humilde". Me digo muy bobamente que no puedo morirme sin "terminarla" al menos. También podría tratar de retomar la relectura de Le Deuil des primevères (tengo prometido traducir un par de poemas), pero no es lo mismo. Francis Jammes no me mueve; a La Biblia (pero hace rato que ya no a Dios, "que no existe") le sale hacerlo. 

Pasan los años, voy envejeciendo sin más, todavía no empiezo, sospecho --pesaroso--, a escribir. Escribir como tarea, digo. Algo de desfogue tiene lo que he venido haciendo hasta ahora; algo de caprichoso, de veleidoso también; algo de exquisito; mucho de burgués indeseable mal. Quizá uno pueda dotar de algún sentido, moral u otro, su hábito de escribir; lo cierto es que uno sabe --y lo supo siempre-- que, para que valga la pena, hay que escribir como un condenado. Un laburo no sé si extenuante, pero sí empecinado, cabeza dura, propio de mulos. 

Una gran regularidad, una obcecación, en la tarea de escribir. 'Nulla dies sine linea': de eso hablo. 

Quizá debería convertirme en una especie estética de periodista o reportero (me refiero a ser un productivo total). ¿Pero sobre qué escribir? Y: sobre el pensamiento, sobre lo cotidiano. Pensamiento como interioridad o reflexión sin tregua sobre lo cotidiano de uno; sobre los mínimos movimientos del alma: cada día, todos los días. Pienso, y no sé si es así. Pienso como comenzando --el "por fin"-- a planificar algo en serio. Pienso como queriendo proponerme un gran proyecto; algo que abarque muchos años. Pienso así: formulándome una tarea muy, muy paciente, y sin mayores esperanzas. Pienso en una severa constancia; para tenerla, digo. Una severa constancia: una afanosa pasión.

Fumo. Como un maldito trabajo que finalmente termina por hacérsele imprescidible a uno, eso. Como una disciplina que puede llegar a tornarse hasta agradable; algo al cabo llevadero. Como calculando los frutos de un muy probablemente lejano futuro. (La Biblia: "por sus frutos los conoceréis".)

Será lo del Dante, de algún modo: a la mitad del camino de la vida, se me aparece la disyuntiva. El cómo del para qué de mi escribir, de mi gustarme escribir. Una especie de regeneración, de replanteo existencial de mi actividad como escritor, digamos. 

En todo caso, señalarán, eso es una cuestión privada, personal. Pero lo escribo (quiero decir: lo publico). Por qué no. ¿No lo estaré lechuceando, con lo mal visto que suele ser hacer eso? ¿"Obras, no promesas"? Lo escribo, lo publico. Quizá no tenga nada que escribir, hoy, sino tan sólo este propósito ("de enmienda"), este esbozo de proyecto. Por qué no. Si estoy solo, y estas anotaciones mayormente lo están también, así, tan a la deriva, tan entregadas al olvido o, mejor dicho, al casi seguro pasar totalmente desapercibido por el público lector. Escribir porque eso solo es lo que es lo mío, porque eso solo es el ahí en donde puedo estar y ser yo, más allá de ser leído o no. Como alcanzando un poquito más de libertad. Como animarme a animarme. 

Fumo. Lo de uno es tan amado por uno mismo... tantas veces, en tantos casos. Tan apreciado, tan sobrevalorado. A lo que escribimos le auguramos, sí, inmortalidad; ahora no nos leen, es cierto, pero eventualmente aparecerá ese lector "que sabe": ese que está preparado para reconocer el valor de nuestro escrito, y que, de algún modo, hasta lo habría estado esperando. 

Y quizá no sean tantos los que aman así --digo: tan desenfrenadamente-- lo propio; pero yo sí lo hago. Mejor: tiendo sospechosamente a hacerlo. Parámetro delicadísimo de mi identidad, eso es lo que pasa. Como quien dice: "pero es que eso es lo que me define...". Porque tampoco quiero entregarme al rol del descreído, del --anotemos-- reventado. En todo caso, vivo y me permito padecer dialécticas varias del alma ("que no existe"). 

Vivimos tantas veces de promesas... Quién las formuló, terminamos por preguntarnos. Y difícilmente hallemos respuesta para dicha pregunta, si no somos de sabernos ver; pregunta que es una vacilación y un cansancio de doblegado finalmente por el peso del desaliento. Fe, Esperanza, Caridad: ¿no las llamaba Nietzsche (todavía me falta aprender alemán) las "vivezas" cristianas? O las "listezas", no sé. Nos deleitamos, entonces, con la promesa del advenimiento del reconocimiento de la propia obra, y somos de ir aportando, pacientemente, grano a grano, nuestros poemitas, nuestras prositas, y los almacenamos con total meticulosidad en blogs, en carpetitas, en ese depositario de la genialidad ignorada, despreciada, herida: por ahora (y: "ya nos resarciremos debidamente...", al modo, placebo verbal, en que se consolaban algunos Padres de la Iglesia prometiéndose desquites para la otra vida, según cita el mismo Nietzsche, en la Genealogía de la moral). 

¿Y quién garantiza dicha promesa? Únicamente nosotros, que justamente no podemos hacerlo. Ganas me dan --ahora que ando releyendo los Sueños-- de agarrar y hacerme senequista consecuente mal, desengañado tremendo. (Desengañado, sí: pero nunca descreído, reventado, arrastrado.) La macana es que tengo que admitir, también para esto, que mi índole es otra. 

Leer La Biblia, leer Francis Jammes: nuevamente me sumerjo en el laberinto de la autenticidad. Mundo hecho de libros, y la biblioteca siempre a mano: qué lejano será todo esto para muchos, de leerlo. De entre los que tengan, aparte, el hábito de leer. Mario, el del quiosco, por ejemplo, que ayer me convidaba con un vaso de vino en plan peronista total: nunca sabrá de este escrito, de este, repito, laberinto. O Piedra Limada, humorista de galpón, que vive en una inercia mayormente distraída. Y todos aquellos de los que no doy cuenta pero que se me están cruzando, ahora mismo, por el pensamiento. Los de "la otra vida". Los de cada otra vida. Los otros.

En fin, en fin, en fin. Cacharé Jammes. Eso: cacharé una cosa, después otra. Cobro, después de todo esto, conciencia --¡disculpen!-- de que venía ejecutando la figura (un poco como las figuras del enamorado según Barthes, pero en otro terreno) de la disyuntiva, de la encrucijada. La de tentarme con un (nuevo) sacrificar algo, la de tentarme con un (nuevo, vacío, ilusorio) renunciar a algo. Tiempo de trabajar: tiempo de bajar la guardia. 

17 de julio de 2011

La intemperie

Le habían encargado escribir. Y algo hizo: desmañado, abotargado, confiado. Anotó frase tras frase, casi que obedeciendo a una ecuación imaginaria que podía ver con mucha claridad: la mujer ya no le interesaba, sino poder dar cuenta de esos tres elementos que ella le había propuesto tan así, desenfadadamente; poder, él también y por una vez al menos, ser capaz de jugar con otras reglas: las de la mujer, que era otra.

El texto que de ello resultó no le interesaba sino la posibilidad que se le abría de pronto, como urgida y menesterosa a la vez, luego de semanas de no poder escribir; luego de semanas de sólo durar, de únicamente permanecer entre cosas que el tiempo, displicente, le alcanzaba. Y el tiempo, y luego la mujer -reflexionaba ahora-, le acercaron siempre formas incómodas de pensar: formas por las que no se dejaba ganar, formas que para él no tenían forma.

Se había sentido impedido, acallado quién sabe por qué. Todo se deshacía, había sido de creer, sin mayor consistencia. Nada importaba, en el fondo; todo eran rápidas fuercitas no logradas. Eso: la forma que no cuajaba, el callar, el tener que callar porque nada tenía para decir, esa especie de pasividad un poco molesta, todo eso lo había como inundado, sumergido en un "estar" (una de las fichas) del que ya nada esperaba. O esperaba algo que de algún modo sabía que no llegaría, que no podría llegar. Y sin embargo...

Eso: sin embargo lo veía posible. Monstruo de la esperanza, figurita del devaneo, pueril y siempre torpe. Y él ya no podía hacerse de otro modo. Hacerse: volver a hacerse a sí mismo, cambiar de posición.

Se preguntó entonces por la mujer. Y no supo qué decirse, porque no podía prefigurarla ya. Eso de algún modo lo maravilló. Había quedado funcionando. El tiempo se abrió hacia adelante, como quitando un muro, y mostró un lago. Había un par de huellas en el limo; ella tenía que haber estado allí, antes, quizá hace mucho, y él no sabía para qué estaba en ese lugar y ante esa forma amiga de la noche y el silencio. Forma quieta pero promisoria. Había un lago, y la espera ahora no era una mera posibilidad, sino una condición casi que como impuesta. Había perdido su casa.

2 de julio de 2011

Viaje al Parnaso

Una de la mañana. Leía en la cama, fumando, cobijado por el acolchado nuevo, y sentía un calorcito tan agradable que pensaba que podía seguir con la lectura de la Grammaire por horas; por eso mismo la interrumpí, me levanté, me preparé un mate y me vine a Magnolia. Escucho ahora Lost Heroes, un disco de jazz para piano solo de un tal Iiro Rantala, finlandés y buen músico para más datos.

Hermosa obra. Temas serenos, agradables, casi que hasta entrañables, de tempo mayormente andante. Ya van tres veces que lo escucho desde que lo bajé -anteayer, creo-. Me sucede con éste lo mismo que con Angel Song: me compraron desde que los oí por primera vez. Un equilibrio muy logrado: buenas melodías y armonías, improvisaciones poco aparatosas. Es de agradecer la labor que Ignoto Transversal viene llevando a cabo en toy enojau. ¿Conoceré alguna vez el nombre real de este blogger, lo llegaré a conocer personalmente? Chateé con él alguna vez; se mostró esquivo en esto, pero por lo demás fue muy abierto, piola.

Así, abandoné el calorcito de la cama y me vine a escribir. - Salí de casa tipo cuatro y media, más que abrigado, con tres libros para la Mediateca bajo el brazo, y con la radio del celular sintonizando la Pobre Johnny. El E no tardó mucho. Viajé al principio parado, más bien adelante. Tenía enfrente a un chiquito down que se daba vuelta en su asiento y le hacía caras a alguien que probablemente era pariente (un tío, pongamos). Esos cuatro asientos iban ocupados por, digamos, la familia. Había amabilidad y cariño en el ambiente. Yo observaba la escena, distraído, y no pensaba en nada en particular.

(No pensaba con palabras, quiero decir. La atmósfera del colectivo, con toda la gente que había ido cargando, era más bien tibia, dulzona. Más allá de las sacudidas, no estaba del todo mal, hoy, viajar en bondi. Algo funcionaba.)

Algo funcionaba: alguien le alcanzó a otra persona un celular que se le había caído. El enano ciego y jorobado (pequeño Tambor de hojalata, ¿cómo se llamaba?) que sube poco antes de la terminal cosechó varios pesitos. De pronto, y para mi sorpresa, el que iba al lado del tío del chiquito down se ofreció a llevarme los libros. Accedí y agradecí. El tipo los cobijó en su falda. Poco después se liberó un asiento. Los recuperé y volví a agradecer.

Sé que para algunos este texto tomó el camino de lo bolulindo. Pero por qué prohibirse tonos, estados. Eso sucedió, y eso anoto ahora, porque es eso lo que vuelve. Ya me tocarán de nuevo los tiempos de penar, los tiempos de ansiar de más, de forzar (inútilmente) los dados del devenir.

Dones casuales, no esperados, entonces. Viajar, hace muchos años, en colectivo, era para mí toda una tortura. No soportaba -padecía- el chirriar de los metales sueltos, las violentas frenadas, la espera en la parada, los gestos, el silencio de la gente, el malhumor, la impaciencia, los gritos y conversaciones demasiado fuertes, todo eso. Yo era mortuorio. Incluso salir de casa, por años, para mí, fue lo peor, lo más temido. Podía estar una o dos semanas sin bañarme, dejándome crecer el pelo, desgreñado, sucio, dejando crecer la barba, pálido y oscuro, solo con los libros de la biblioteca, con la inmensa noche por lectura, con el silencio (con no dialogar con nadie), con fermentar mal y nauseabundo -"espiritual"- en mi depresión negra, odiando el mundo y la vida, aferrado a nada, sólo a la duración, y a la inextricable y muy melancólica música. Sólo salía para ir al médico, y esa única salida la aprovechaba apenas para agenciarme más libros. Y luego, el dolor callado, supurante, inútil. Techo y comida, libros y dolor.

A quién puede sorprender, entonces, que disfrute de cosas tan sencillas como la simpatía, la sonrisa, la ternura. Cosas que no son vacías si es que un padecer torturado no las ha vaciado, no las ha negado previamente.

- . - . -

Llegué al centro y fui a la Alianza. Después me junté con Pablo Anadón -con el que algo estamos tramando-. Nos encontramos en el Café del Monse. El sol estaba yéndose; en esa parte del centro ya no había hacía rato, porque los edificios lo tapan pronto. Yo me pedí una cerveza, pero Anadón, decididamente cauto, optó por el café. Pronto nos sumergimos en la conversación.

A tal punto nos sumergimos, que ni tiempo ni ganas me dieron de pispear chicas. Sabe decir el Flaco (que justamente entró al Café a tomar algo) que por esa esquina pasan los mejores culos de Córdoba. Es comprensible: Abogacía está a media cuadra, y las vagas, lógicamente, se re producen para ir a clases. Por ahí vi a una que compraba algo en el quiosco que está al lado; aprobé y volví, sin más, a la charla.

Anadón prefiere hablar sin levantar la voz. No me costó oírlo, pero era raro: los bares del centro como que exigen los gritos, el énfasis jactancioso, la risotada que a veces desfigura el rostro. Hablamos, claro está, de poesía. El punto que apasiona a Anadón, y por el que viene rompiendo lanzas es, resumo (que me corrija, porque tiendo a desfigurar mucho lo oído, lo leído), el poco arte con que se está escribiendo, de hace unos años a esta parte, la poesía en Argentina. Por "arte" quiero decir: artesanía, oficio, pericia, habilidad, oído. Es decir: gran parte de los poetas que hoy dan a conocer lo suyo no saben lo que hacen; que pretenden hacer poesía con procedimientos toscos.

Esto puede generar oposición, controversia. Fénix (la revista que dirige el mismo Anadón) y también Hablar de poesía (la de Ricardo Herrera) están manteniendo un debate con poetas de que, digamos, Diario de poesía es representativa. Es algo flojo presentarlo así, lo sé, sobre todo porque yo vengo enterándome del debate más que nada por la Hablar de poesía, pero en líneas generales puede decirse que hay, por parte de las primeras, una propuesta a los poetas argentinos de recuperar el verso clásico (y el arte necesario para practicarlo), mientras que la última propone continuar el trabajo que iniciaron, pongamos que hacia 1920, las vanguardias históricas.

Digo todo esto de corrido y como al tun-tún, pero sé que, en el sucederse de los debates, los argumentos se han ido refinando y complejizando, de parte de ambos "bandos". Como no soy del ensayo (que se me hace algo meditado, elaborado, ordenado) sino de la anotación (una como impresión, un ponerse a escribir, sí, pero sobre todo a divagar, hasta que algo "cierra" y redondea el texto), lo mío, lo de hoy, es comentar un poco que existe dicho debate, y que hay reflexiones y textos interesantísimos que invito a rastrear a la muchachada deseosa de saber más del asunto.

Una cosa le comentaba a Anadón, que quiero repetir aquí: en las dos formas de hacer poesía (la del verso medido, la del verso, pongamos para resumir, libre) hay poemas memorables, y en las dos hay cosas (muchas cosas) malas. Apuesto, para empezar, por la pericia del lector, cuando reconoce que hay arte (en el sentido, repito, de oficio) en algo que lee. Para mí, es un mínimo, un piso que tiene que alcanzar el poeta. Me acuerdo de algo que dice Harold Bloom en Poesía y represión, eso de que el poema está como que obligado a responder una pregunta (un poco impaciente, un poco ofuscada, la verdad) de parte de su lector: "¿por qué tengo que leer esto?". O por qué volver a leerlo. O por qué el poema se hace necesario, si es que algún texto puede hacerse necesario en nuestras vidas.

Para mí, una cuestión central es que el poema sea memorable. Muy pocos poemas acceden a dicha categoría, y además supongo que sus parámetros varían de lector a lector.

(Pienso ahora que varias veces lo memorable no es un poema. En muchos de mis poemas trato de dar cuenta de "la oscura lucidez" de una mujer que conocí hace mucho. Y esos poemas no bastan para nombrar esa imagen o sueño; y esa imagen o sueño es para mí lo memorable, lo inaudito, lo que no se repetirá; algo, bien veo, que el lector sólo podría colegir, muy en el mejor de los casos.)

Pero también lo memorable, en poesía, tiene forma. No una forma fija, pero sí una que se ha ido decantando con el correr de los siglos. Ha ido madurando, se ha ramificado en diversas especies, ha medrado. El temor de Anadón es que los poetas de la actualidad no estén enterados de ello, esto es, que no hayan leído nada o casi nada de ese tremendo pasado (tremendo por lo vasto, por lo rico). Pasado como legado; Anadón habla de "la tradición". En esto yo lo comparo con, por ejemplo, los rockeros que sólo escuchan rock, y básicamente nada (quizá por prejuicio) de otros "géneros" -como los llama el mercado-: una idea que tengo, que seguro me refutarán en varios casos.

En fin: hay una propuesta. Una exhortación dirigida a las nuevas camadas. Yo lo diría así: no hay que limitar las lecturas. (Y sobre todo: hay que leer más de lo que se escribe.) No se puede tener el prejuicio de que lo pasado ha caducado por el mero hecho de pertenecer al pasado. En especial porque, si uno lo empieza a leer, a revisar, se da cuenta de que, realmente, no ha pasado; esto es, que nos sigue diciendo cosas, muchas veces de un modo más "memorable" que muchas de las de nuestros contemporáneos: cuando aprendemos a apreciarlo.

Herrera insiste en retomar el verso medido; él al menos (lo cuenta, por caso, en la reflexión que abre la Hablar de poesía nº 21) se vio en la imperiosa necesidad de rescatarlo: para sentir que no estaba haciendo cualquier cosa (en el preciso sentido en que se dice "cualquiera"). Yo quiero ser un poco menos vehemente. Me gusta que haya tanta riqueza (variedad, cantidad) de poesía en el presente. ¿Cómo pedirle a los otros que ahonden en su oficio? ¿En nombre de qué? Uno sienta posición con la propia obra (y si no trasciende no trasciende). En mi caso, casi todos los poemas que vengo publicando en La lección... responden a algún tipo de arte (oficio, habilidad). Me gusta eso que dijo Spinetta últimamente: que él, a la mediocridad (de los rockeros actuales, o muchos de ellos), respondía con calidad, con elevación. La verdad no sé (¿cómo saberlo?) si mis versitos están proponiendo algo valioso o no; pero hay muchas cosas que ya no me permitiría escribir: por un mínimo de exigencia.

8 de junio de 2011

Un loco

Dos hornallas, prendidas. En Córdoba hace frío. Escucho piezas para piano de Aaron Copland, luego de una larga tarde de lecturas variadas. Felisa duerme y duerme, con cierto gesto de malhumor. Me cruzo de piernas y me cebo un mate, y me pregunto por Tal Gabu, que se las tomó.

Ayer me patiné un poco de plata (y no me sobra) en un par de libros. Me hice de Crías nuevas, de Fernando Bellino, y de la Hablar de poesía nº 21. De más está decir que ya me los fagocité. Pero qué importa: la poesía es para releerla; para comenzar a entender un poco aunque más no sea mediante la relectura. Porque es la particular voz de otro, de un escritor que no soy yo, la que tiene que comenzar a surgir, a entreverse, más allá de lo que uno le impone, cómo la sobrecarga, la desfigura.

Día de descubrimientos, el de ayer: saqué de la Mediateca de la Alianza la obra poética de un tal Léopold Sédar Senghor, senegalés, ya de no ser. Y lo que en ella leo me deja boquiabierto. Tengo para empacharme por días. Pienso de pronto en cómo será mañana, en cómo ocuparé el día, y lo que la imaginación me devuelve es una jornada igual a la de hoy: estar acá en casa, con las hornallas, con los libros. Una jornada plena. A la tardecita me iré a francofonear; y volveré cansado, y seguiré leyendo, reventándome (puchos, sedentarismo total).

Pero, como quien dice, el futuro está abierto. Ayer, al volver de terapia en el T (viniendo del Cerro a San Vicente), se sentó a mi lado un loco. Inmóvil, rígido, mudo, todo el tiempo la vista al frente, las manos sobre un bolso que llevaba sobre el regazo. Yo calculé que se iba a bajar en el centro; pero siguió.

Entonces supe que la cosa era conmigo; que me seguía descaradamente. Cosa que se confirmó cuando me levanté para bajarme, y él también lo hizo. Nunca lo había visto, ni en el barrio ni en ninguna otra parte. Bajamos, entonces; él atrás mío. Prendí un pucho y esperé, parado en la vereda. Él, ahí, comenzó a caminar, rígido y lento, en dirección al centro. En ningún momento se dio vuelta.

No tuve miedo. Me preparé para la pelea. Había pensado en levantarme del asiento un par de paradas antes, para que él hiciera lo propio, y ahí esperar parado, y que así él se vendiera. Pero no lo hice: porque le estaba dando la oportunidad de desmentirme.

¿Sólo imaginé? Veremos, el lunes que viene. El futuro está abierto, y no siempre es para mejor. Lo que sí, pienso en él: flaco, alto, un poco encorvado (Los adioses); y en mí mismo, hace algunos años: no siguiendo gente, pero sí inmóvil, rígido, mudo, en colectivos estruendosos y colmados de gente en los que naufragaba en una mezcla abyecta de espanto y odio.