14 de enero de 2010

Jaula para ardillas

Leía la Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. Venía de Emily Dickinson: Jacob luchando contra Dios. Tarde en la que terminé por dormirme, tipo cinco, y ahora tendré insomnio: una vez más. Se escuchan frases grabadas con voz de idiota en una propaganda de un canal de videoclips. Peino mi pelada. Tengo una coquita de la que tomo cada tanto, y se da al rato un regusto amargo en el paladar, firmemente cerrada la boca. Al lado hay un tipo de anteojos; parece algo más grande que yo. Leí del Google Reader (un poco; no lo agoté), y nada tengo para escribir. Atrás creo que canta Arjona.

Me acomodo un poco la espalda. Toque de depresión: la Literatura ES sentido. Qué daría por una nada constante, por un presente continuo en el que disfrutar simplemente-ser, al modo de los gatos. Cruzo mis pies bajo la silla, con los empeines contra el suelo. Vuelvo a disponerlos en una posición un poco más prolija, más laxamente rígida, más dulcemente robótica. Me peino la pelada con la izquierda.

Huelo de pronto el aire: ¿qué? Un leve olor a nafta. Recuerdo por un segundo a mi viejo, su Torino, y procuro abolir la imagen. Me rasco la palma de la mano izquierda, y oigo una moneda tintinear, atrás. El tipo escribe un poquito, mueve el mouse, vuelve a escribir un poquito.

Me acuerdo de un poema de Benedetti que decía algo así como: "así que al fin esto era la vida". Me miré al espejo, hace un buen rato: un rostro adulto, abotargado por la quietud, fofo, algo adormilado. Yo no soy eso, me digo todavía. Ojos quietos, que miran con cierta dureza, a diferencia de los labios, gruesos. Alguien entra acá, al bar, al drugstore -urgente bautizarlo-.

Me acomodo la espalda. Hay una nueva venta, atrás. Luciana tararea la canción que está sonando. Tetas.