28 de abril de 2013

Imitación o sombra

Heredamos lecturas, búsquedas ingratas. Hay una escena de fascinación primitiva en la que alguien nos habla --quizás por un albur-- de cierto libro, de tal o cual autor, alabando. Bajo el influjo de dicho encanto --bajo el influjo de la seductora figura de quien ante nosotros estuvo-- nos entregamos a ajenas peripecias. Fetichismo o substitución por carencia, giramos por años en torno a un texto trastrocado, enajenados. 

Algo, no obstante, pasado el tiempo, termina por prevalecer en nosotros: el recorrido. Vencida o abandonada --por impracticable-- nuestra precoz veneración, nos encontramos siendo poseedores de vastos reinos dispersos: ruinas ardidas de ese nuestro periplo erróneo en pos de aquel instante que nunca más había de volver. En ellos nos reconocemos, sí, pero perplejos, asombrados; y en aquel libro, en ese autor, comienza a escucharse una voz distinta, una voz que imaginamos como, esta vez sí, la verdadera. 

Tiempo de liberación, hemos alterado el gesto. El inolvidable sello del ocasional maestro que un azar nos acercó se diluye; de a poco, como sacudiéndose de encima un hechizo, comienza a dirigirnos la palabra un desconocido: el libro fetichizado, el autor vampirizado por esa máscara que nosotros mismos le colocáramos delante, se revuelve. Así, es quitado de en medio --de un modo altamente involuntario, aunque al cabo querido, por lo demás-- el ya mellado cristal. Siempre interpondremos otro. 

26 de abril de 2013

Ah, una polémica...

Somos esclavos de los dictámenes de décadas pasadas. Me explayo: a temprana edad tomamos nota, con lealtad y fervor, de los elogios que nuestros maestros dedicaban a tales o cuales creadores, y esas loas quedaron grabadas --a veces textualmente-- en nuestras mentes. Al cabo del tiempo, leemos, releemos. Con desasosiego, con creciente rencor, nos vemos obligados a admitir que aquellos a quienes de memoria alabábamos hasta ahora no son tan buenos como creíamos. 

Ezequiel Ambrustolo revisa el Doktor Faustus. Le desagrada, lo critica, lo desafía. Sin embargo, lo que más debiera revisar es el origen de su búsqueda. Habla, al pasar, de la historiografía que consagra dicha novela. ¿A quiénes --incluso a quién-- se refiere? Me aventuro a decir que en los '50s era un lugar común el elogio de Thomas Mann: personas ya no jóvenes pero que al parecer leyeron a los 20 a dichos comentadores tienen en cuenta a este escritor. (En lo que a mí respecta, la novelística alemana clásica fue Grass, y antes Hesse.)

A Ambrustolo no le gusta que Mann reelabore una época, sus ideas. A dicha reelaboración la califica de plagio. Dicha crítica es criticable de muchos modos; elijo el siguiente. Al cabo del tiempo, el siglo XX habrá caducado. Así como de la antigua Grecia lo que queda son los nombres de Homero, Platón, Sófocles (no hablo del lector curioso), así el siglo que nos precede se irá apagando, se irá simplificando, pasará a ser ámbito de eruditos (si los sigue habiendo). Con suerte, puede que se siga hablando del Doktor Faustus. En menos de 1.000 páginas tendrá el lector de esa época una excelente, rica síntesis de lo que, hacia 1950, alguien consideró como el hundimiento de una cultura, tanto en lo que se refiere a la música y las artes en general, como a la filosofía, la teología, la política. Por lo demás, Platón hace hablar a Cratilo y a Gorgias, al mismo Sócrates, lo cual, a la distancia de más de dos milenios, no nos incomoda en lo absoluto. 

Por último, y al pasar: para el protagonista, la lujuria (más allá de la Hetaira Esmeralda, quien, de última, es finalmente sólo un motivo más en las creaciones de Leverkühn) o, por ejemplo, la gula no eran vicios demasiado llamativos. La voluntad de saber, por decirlo así, o más bien la voluntad de elevación artística, lo seducían más. Estaba en su naturaleza el anhelar ser justamente un genio. Satanás rasca donde la sarna más nos pica. El compositor no podría haber cedido a los requerimientos de un diablo cualquiera, sino justamente uno que lo sedujera en cuestiones de sus particulares inclinaciones. El Diablo es grosero sólo con los groseros; con los exquisitos deberá aguzar el ingenio.