19 de octubre de 2012

Un libro moquero

El lunes, o cosa así, me compré tres libros tres por $20,00: Elvio Romero, Arturo Uslar Pietri, Juan Goytisolo. Había ido, "de nuevo una vez más", al quiosco que está frente al Quijote a ver si por fin tenían el Diario de poesía; "no ha llegado nada, lamentablemente", me dijo, con su ya habitual estribillo de hace meses, el quiosquero. Me asomé a El Espejo: cerrado. Entré a Rubén, donde me atendió, afable y dado como siempre --ése, su carácter--, Rubén mismo. Le dije: "ando buscando libros de poesía asequibles"; entendió que quería algo más bien simple; lo desengañé: me refería al precio. "Ah, no, acá, eso, no", me dijo. ("Acá", me gustaría hacerle decir, "todo es caro".) Me mostró, pese a lo dicho, algo de Nudista, a unos $40,00; le pregunté, para no irme demasiado mohíno, si había llegado El banQuete: "todavía no está entrando el volumen nuevo", contestó sonriendo. 

De ahí rumbeé para MundoLectura (queda ahí nomás). Encontré una bonita mesa "3 por 20". Había mucha porquería; llevé lo dicho. Elegí rápido: no recuerdo a dónde tenía que ir después, pero sé que andaba con el tiempo justo. Ahora que lo pienso, quizá esto que estoy contando fue el martes; la cosa es que sé que iba a algún lado, y que iba a llegar tarde. Sí, fue el martes. No.

Al día siguiente, cuando la Ceci se fue a dormir su buena siesta, tomé Los valles imaginarios, del paraguayo. Del guasito tengo, de hace un toco de años, Los innombrables, al que muy de vez en cuando agarro. Promediaba el simpático tomito cuando la flaca se levantó; no había logrado dormirse, pero algo había descansado. Se puso a limpiar lo que quedaba de la cocina (la dejó pipí cucú: ¡qué ánimo!) mientras yo seguía con la lectura. En voz alta; más, casi que estentóreo. Porque, sí, Elvio Romero se presta para la recitación, versos sonoros. 

Eso: me acuerdo de haberle comentado a la Ceci algo así como: "estos versos sí que son para decirlos fuerte y claro, ¿no?". Me dio la razón. (El finde pasado habíamos estado de lectura, y la verdad que los míos son más bien discreta, tímida música de cámara y no precisamente la gran orquesta wagneriana a pleno. Hay que reconocer que tampoco el público fue muy nutrido que digamos, no se crean.) Terminado que hubo sido el librejo, pasamos a otros asuntos igual de llevaderos.

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Las lanzas coloradas fue lo que leí a continuación: tengo ganas de andar más con la narrativa. Lo terminé hace un rato, y la verdad, qué quieren que les diga, es un mocazo. La novela, corta (mi edición, en la ya mítica Bruguera, consta de unas 250 páginas), está mal escrita. Un poco la googleé en la red, buscando alguna valoración, algo como para cotejar, y por ahí lo encontré a Vargas Llosa alabándola (si no me equivoco, afirma que la misma significa el comienzo de la nueva novela latinoamericana); para mí, es pésima, y por varias razones. No se entiende mucho a qué personaje quiere seguir el narrador. Como que el autor se excita, triste cosa, con lo viril, salvaje y brutal que le ha salido el mayordomo Campos (ni el nombre me acuerdo; pongamos que es Presentación). Está Fernando, un pusilánime, e Inés, cuya suerte final como personaje tendrá que ser decidida por los eventuales oficios del lector de turno. Inés y Fernando, que son hermanos, no terminan de ser. Muchas veces no se explicita el sujeto de la frase, lo que provoca confusión y sobre todo fastidio en la lectura. El primer párrafo promete; lo que le sigue (es decir, el buen resto de la novela), lo dicho: un mocazo. Por ahí la batalla final está buena; pero, es al pedo: como narrador, Uslar Pietri no me cautiva "ni por algún albur". Como quien dice, hemos leído cosas mejores. 

Parece que ésa fue su primera novela (está datada: París, 1930), y que la pegó: me exasperan un poco, entonces, los lectores --los críticos-- de aquella época, que la consagraron. Quizás, en su contexto, se destacaba; pero ese tiempo pasó, y la novela, hoy, es mala. 

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Anoche retomé, por enésima vez, Whitman, traducido, en este caso, por un tal Francisco Seguí. Qué respiro volver a leer a los grandes... Hay un pecado en que solemos reincidir, recalcitrantes, todos los que pasamos, in illo tempore, por Letras, hayamos terminado o no la carrera: el de creer, "distanciados", que todos los libros merecen igual consideración; el de estar, por ejemplo, atentos al contexto, a la historia (básicamente la nacional), etcétera. A la vez que se trata con condescendencia y hasta sorna a los clásicos, se los equipara a un sinfín de tremendos bodrios rescatados por las variadas y "ecuánimes" Historias de la Literatura, que intentarán por todos los medios hacernos creer que siempre es bueno abrevar en la sopa fría de todos los Galdós del mundo. Abrevar; acopiar.

Los universitarios usan los libros para algo que no es disfrutar. Toda lectura debería ser atrapante: si un libro no me dice mucho, tiendo a buscar la forma de entretenerme de algún u otro modo con él, de hallarle algo. "¡Pero si justamente eso hacemos nosotros, también!", dirán los académicos, con una sonrisa entre suave y relamida. Lo que pasa es que yo no quiero Política, ni Sociología, ni Cuestiones de Género: quiero Belleza. 

Me acuerdo de un epigrama de Enrique Badosa (mal poeta, dicho sea al pasar): no es que, por gustar de pocos libros de versos, no le guste la poesía; es que, por amarla demasiado, rechaza a la mayoría de los candidatos a poeta. La experiencia de estar leyendo ahora Whitman, en ese sentido, es una buena prueba de lo que quiero decir: después de haber andado con varias, demasiadas cosas contemporáneas (mucho argentino: cordobeses, porteños), Whitman me viene a decir que hay cosas grandes. Lo pone frente a mí; no puedo no verlo. 

Por ahí Pablo Anadón tenga razón: estamos frente al desguace de la Poesía. Digo yo: de como veníamos entendiéndola. También capaz que tenga razón con eso de que la cosa viene instrumentada sobre todo a través de los medios, a través de los diversos suplementos culturales de largo alcance. Hace un rato, para sacarme el mal gusto de boca que me dejó el venezolano, retomé Residencia en la Tierra. Poemas "ágrafos", sí, pero dotados de una inmensa fuerza, de una inmensa desolación; Abelardo Castillo agrega, desde la introducción a la edición en que lo tengo: de un gran hastío. Pero entonces: el hastío contemporáneo es cualquier cosa menos grande, sin duda alguna.

Por supuesto, hablo también de mis propios versos. Y no puedo decir nada al respecto. Sólo que uno ve que la época --y esta palabra, ahora, es de Giannuzzi-- no está en general para versos. Por más que florezcan más y más editoriales chiquitas, seguimos leyéndonos entre nosotros. Como una empresa apta sólo para volados, sólo para revirados del "actual sistema de cosas". O mucho me equivoco.

Fumo. Me quedo carburando en cómo comienza esta anotación, esto es, que digo que Las lanzas coloradas es una mala novela. De a ratos me pongo a pensar, y sin animosidad contra nadie en particular, que por ahí haga falta, como tiraba una amiga, sacudir el tablero: entrar más en puja, decir abiertamente "esto no me gusta", "esto es malo", "esto es aburrido" y demás. Me da la impresión de que todos somos más bien unos malditos zalameros ("te alabo para que me alabes"). Pero tengo que agregar, casi que inmediatamente: quién se bancaría ser francotirador; quién querría ser el Boogie de la poesía cordobesa... En fin, me quedo con el piano de Alexis de Castillon, "que tanto hace que no escuchabas", y que ahora suena.