28 de abril de 2008

Mar amarillo: crujo en las paredes
y no me tengo; crujo alrededor
y pasan limaduras de otro tiempo.
Y, cuerpo en la distancia, me sumerjo
en la congoja, pecho y su penoso
vacío que somete cada paso
a preferir dormir enceguecido,
lapso en el mundo sin mayor volumen,
sólo la duración. Y cuánto falta
para el colapso, y demorarse, arder
en el deseo pulcro de asentir
sin recibir más don que la piedad.

21 de abril de 2008

Primer conjuro (fallido) para convertirse en lector ágrafo

Disposición libidinosa, temita, pedernal, compuse o me inmiscuí con un antro de reservas transitorias a guisa de caldeo del oxímoron, típica luz forzada. La música pensaba, la luz era una mancha sin telón, pavesas cada tanto, y búhos que perdigoneamos al toque; pero de los enfrentamientos afortunados entre música y luz se generaron tristes grumos ochentosos, abundantes retruécanos pobres o mirones textuales en que engastara mal la vida. Crujo el hombro derecho: postura y arco que me separa en el abandono, pase de penumbra. Cada trepanación, un alce; y cada Cortisona, casi como que el humus feraz en el que hastiarse, probable vademecum.
La música, pensaba, era grave; yo nunca tuve cortina. Se trataba de propiciar un entimema entre palabra y verbo, o de la aspiración larvada: las napas de ese plástico que se me derritió, botellas parecidas, y verde verdademente inmune, goteo o Segismundo que, la paz adocenada, hacía de las cuchas estación, cascotes/porcelana/la-energía. Y nadie alrededor, el carolino.
Quemé esos menjunjes lisos, y el ripio descendía a su escalón ne'sario, denuesto en el que armaba el alce, entendederas pulcras bien coligen, cumplidamente las queremos. Y cada mojigata, y cada petaconita, la cónica y la alcóholica, sorbos la mansedumbre o Yuspe de piedras plenas tras las que cagar, agua que limpia y pajas de mesada el quincho al que me opuse, y garuaba finito entre nosotros, duchas y fosforescentes en una noche eterna, si había allí ciudad era el planteo. Y muy habilitado el casi.
Monedas, la estación: agoto un ripio; desenfundado el héroe, Hijitus nuestro clinamen personal, cadenas de veloz que oboe piden. Claro: porque supongo hálitos, me cacho en diez, centella en que estallaba mi abuela, ya de no ser, en lugar de las normales y redondas. Y porque ritma liebre, el hábito y conato de la esgrima, me presentaba calzas negras todo por su bajo. De bajo de la siembra, ¡ay surco y arduas crenchas! (somos lorquianos), extraje zanahorias/papas desde el borde, que Yayita la mil mil hirvió sin asco hacerles, agro que me rodeaba; y, al ensombrecerme en Pigmalión, se desentendió, y herbolaria la otra, de dicha prueba de la fuerza, clinudas mal. Avanza, entonces, Bush en lo muy alto, todo su buen John Deer, y deja atrás los montes o noche de Walpurgis clásica de esas que tanto me copan, Bach a lo mersa. Vientres ahítos tras dicha mediación, dejarse, sí, dejarse respirar, viejo y peludo Herrigel, y darse, Daso al fin, contra cualquier paredón y claustro de las guasitas muchas, parapetadas junto al kiosco de la esquina, hermosas merodeadoras, y rondadoras: carnes.
Y no es que escriba: caricias por oír, se busca en claves a los que pueda, y para qué, sujetarse; o forma Mozart o bien copioso laberinto y pernicioso, y demasiado mal remunerado, puesto que me valoro, y Negro Álvarez que me le orillan, un verdadero Harry Potter sin sistema, y mantra.
Entonces, suave es la meta que eslabonaron cactus, meta o expoliaciones ciertas contra lo más valioso en esta toda mi tan habitada echadez, y vocabulario en que finge decidirse, callada caminó. Y clueca, la muy muy, y mucho más, la del siempre, la dríada perdida, en sus batientes de aparecer y de asentir a los vejámenes que mal me la agotan, como que enfática, reposo de la siesta y pájaros, clímax/medalla aquellos lagos que nadé, el fin es la respuesta provisoria, recopla que titila en quena en sol, contrapronombre afirmado, esta cascada y decadencia en mí, ya tengo el nombre; porque su suma es niña, y no es la tuya, peque, ya tengo el nombre. Método, entonces, de garantir metáforas.

(Desaforado el borde. Taller de marcos para Nicz. Trompeta clara la de Maurice André, no como esa otra versión, estupro, qué disco que era persa, y pobre, añorado Brandeburgo number two. Vidrio contra reflejo. Rebuscado columpio, bien lo sé, pero que me augura una niña, y tengo que creerle.)

20 de abril de 2008

tarea para Laviga: poner un 10


[INTRO: sol, solsib fa; -sol, solsib, fa...]
Discriminaba cada efigie a consultar, y parapetado en tan pobre decisión, que convirtió, deseo, toda ruptura en árbol –salitas o la enzima–; el ripio, por su parte, permaneció medio que contrito, como que acontecido, casi que en espera de una manzana oracular. Andamios.
¿Cómo es que desenfundó –recuerdo prácticamente válido– así, al toque? Rapto, lazo tácito de la comadreja, su piedra fue su ruedo, su collar un repiqueteo tenaz –jabatos y la sal: ésos, los ósculos–, y premeditación de soluciones, y olmos de un adiós en el que consternarse, subsidiario.
Porque, después de mi signo/caída, compuso, demente, un ángel. Ángel de todo cumpleaños roto, y tirachinas e impaciencia en que decirse; ese motivo frutal: su fauna o Terra Nostra. Y después, claro, la comadreja, y una guarida rica en yacimientos: saliva que oxitracios bien rechazan: porque la destetaron: o como clavijero o como dentadura, y el tiempo habrá de poseer nomás.
Quizá –pero ningún quizá es boya–, como una diadema impúber, "mi huero bocado" corcoveó –cada pieza de su sello, una sombra o cassette que el dije conmemora–, y era, bien que sabiéndolo al mucho rato, sólo sopor de últimas chanchadas, hiel ínsita en yacijas que desentorchadas crujen, quedó eliminada Argentina, y partió. Melaza estacionaria: para poder prever.
Así, pues, es la Pizarra para Acopiadores de Antaños, y eso que cobija zíngaras/gatos: ritmo y estorbo, y los arenales de una prognosis ancha, persignada. Como que mendigar oxida; y como que mi oxidado se me encabritó de nuevo: vigía y aguacero.

"La humillación no tiene límites" (Marioni)

Eso, simplemente.

16 de abril de 2008

Yo tuve la mejor flor; la mejor, de la planta más dulce.

El cýber, pasadas las ocho. Aromas a cagada estacionada, a sudor, a chicos; chicos que hablan a otros que están en la misma sala, pero cuyas miradas no se apartan de su correspondiente pantalla de combate. Silla de plástico cuyo respaldo cede, tirado yo hacia atrás, digitando. Uno a mi lado chatea, lúgubremente reclinado su torso hacia el teclado, y quiebra su cuello, irguiéndolo: se lamen.

Me cruzo de piernas. Enamorado de mi propio discurso amoroso, a veces escribo, a veces siento. No es que reincida, no: abundo, elaboro más detalles imaginarios, ensueño verbal y conciso. De lo que ya no se puede hablar, y a nadie: del vuelco del corazón cada vez (cada vez) que mis ojos tropiezan, por las calles, con cierto flequillo, con cierta caída del pelo, y nunca es ella. Y esos vuelcos son realmente del corazón, en el corazón: porque sucumbe, porque se tumba, y me livido (divido), tibieza, y caigo. De lo que no dan cuenta las palabras: de la sensación, de la alucinación, del ramalazo. Gratísimo, indeseable, y siempre auténtico.

Y nada me separa de su nombre. Preciso conjuro, inútil y satisfactorio: nada a los oídos de los otros, de cada circunstante al que (le) relato Ella (e, incluso, equis: no existe lo compartido, lo trasmisible), y turbulencia continua y temible (dulce rayo en la pereza) que ocurre en mí: los oídos, cuando tiemblan, cuando llega la evocación, para volver a irse.

Ya lo he dicho: en la Mujer ves a la mujer, y nadie más puede ver a ésta última en mi uso de esa palabra (la última, necesariamente).

Así, mejor no. Sólo describir lo que me rodea, sólo describir mis propias palabras, sus ocurrencias. Pedro Kuy, en ese sentido, también sabe anotar. Hay un poema de Rafael Felipe Oteriño sobre la llegada del frío, y asistir a eso, inevitable y real, y, sobre todo, dado, es el único centro que es cierto preferir (pero se llega). Y el comentario sobre los que esperan algo (más) de (sólo) eso, que sucede y en lo que sucedemos, tantas veces desajustados, pobres.

14 de abril de 2008

(El muchacho del primer cuento de "Seis problemas para Isidro Parodi", el tono de su habla).

El colectivo dio demasiadas vueltas. Pasó bastante rápido, pero no el que vengo tomando, sino otro, y me vine para San Vicente. Se comportó como si fuera un camión de la basura: a veces recorría las calles de oeste a este, a veces de norte a sur, para después retroceder por otra; y ni siquiera, porque el trazado de los barrios viraba, se ponía en diagonal. De algún modo avanzaba, pero no sabría volver sobre sus pasos. Pronto me desorienté.

Confié en la chica más cercana. Otros, que salían de alguna escuela nocturna, bromeaban con todas sus fuerzas, ruidosos y jóvenes. Confié en esa chica ("¿para ir a tal calle...?") y pronto me encontré en este cýber, de mi casa a dos cuadras. Acá la única luz es la que emana de los monitores, y no hay tanta gente; y, como siempre, soy el más viejo.

Por la tarde anduve en el Circo Loco (chiste con Silvina; entiéndase "psicólogo"). Hablé de mis hojeadas recientes de tipos famosos en ese mismo ámbito, y el propio analista se sumó a lo que yo contaba, para emitir breves comentarios sobre Freud, Lacan, sus escritos. (Claro: cuando hablo de mí, "se impone" mi palabra, o, mejor dicho, él practica su escucha, para luego contrastar, matizar, sorprenderse; cuando el asunto es indiferente -psicoanálisis; más aún: citas librescas-, opinamos.) Terminó prestándome un par de libros de Oscar Masotta, que ya él me había mencionado.

Y me fui a Las Tipas, y comencé con Introducción a la lectura de Jacques Lacan. Libro mucho más legible que los del francés, mejor arado, más señalizado. Y tomé una cerveza, y comí un par de árabes. Total, que el frío agredía bastante y terminé yéndome; aparte de que no estaba ahí ninguno de "los muchachos" (cf. Diario de la guerra del cerdo), y la lectura a la intemperie me ofrece por lo general muchos motivos de distracción (la escucha; mi propia mirada, que se va del libro y encuentra movimiento "afuera").

Tengo planeado tomar más de un termo. Tengo planeado seguir con Bouvard et Pécuchet. Tengo planeado reírme de esos dos, de lo giles y circunspectos que son (¡no a la autocrítica!), a la luz de las velas, teniendo, como tengo, un paquete más en el bolsillo, aparte de las que queden en casa.

Porque estoy viviendo por estos días sin luz (y encima durmiendo medianamente mal), y porque el silencio de la noche me fascina.

7 de abril de 2008

Por uno o dos años no veré a menudo avispas como la que está, ahora, de este lado del vidrio, cinturita conocida

Me mudo. Ayer llevamos los muebles, triangulando desde mi pieza de hijo a mi pieza de inquilino a mi depto de locatario, trayecto que duró un poquito más de una hora y que debió ser abonado por dos, "claro" (dijo el flete). El sábado por la noche estuve en un muy lindo asado, donde había muchos guitarristas y otros músicos, y se improvisó una pequeña orquesta de reincidentes, en la que hubo tal cantidad de percusión que hasta un tacho se ligó un bate de baqueta. Algo hice con un pinkullo, y se escucharon varios temas locales, del rock de Córdoba, de ese que (y encima ya) no es. Habré dormido cuatro horas y, cuando tomamos con el buen amigo que me dio una mano la cerveza de después de la mudanza, se impuso una siesta tan vehemente que tuve un sueño estrepitoso: pura sensación y músculos.

Otro amigo, que llegó tan tarde al sitio en cuestión que no nos encontró (faltan la luz y el gas en el depto) me regaló una panerita (nos vimos después), con lo que demostró su condición de previsor: los próximos dos años te puede faltar pan, pero, de conseguirlo, tenés dónde almacenarlo. Bah, ésa era la ilusión que me hacía. Mi amigo me aseguró que la compró sin saber exactamente para qué servía: chuchería de mimbre, promesa de habitabilidad, donde tan bien se puede colocar pan como papel, lapiceras, hilo, cospeles, la billetera, cualquier otra cosa. Habría que describirlo geométricamente, para complacer a Deleuze|Guattari, y usarlo así como se me cante: nada tiene un fin ínsito.

Tomo mates en lo de mis viejos, sin pensar en despedirme de este aquí, comiendo, qué se le va a hacer, un poco de miñón, con un mate lavado (como siempre), con visitas prometidas para las cinco y media. Leo Bâtons, chiffres et lettres, de Queneau, y me dan ganas de escribir a lo desastroso. El castellano casi que no precisa modificar su ortografía, pero pocas veces reflejamos el habla tal cual, en su sintaxis, por caso. Escribimos cosas bastante cadavéricas; bien que nos gusta.