2 de julio de 2011

Viaje al Parnaso

Una de la mañana. Leía en la cama, fumando, cobijado por el acolchado nuevo, y sentía un calorcito tan agradable que pensaba que podía seguir con la lectura de la Grammaire por horas; por eso mismo la interrumpí, me levanté, me preparé un mate y me vine a Magnolia. Escucho ahora Lost Heroes, un disco de jazz para piano solo de un tal Iiro Rantala, finlandés y buen músico para más datos.

Hermosa obra. Temas serenos, agradables, casi que hasta entrañables, de tempo mayormente andante. Ya van tres veces que lo escucho desde que lo bajé -anteayer, creo-. Me sucede con éste lo mismo que con Angel Song: me compraron desde que los oí por primera vez. Un equilibrio muy logrado: buenas melodías y armonías, improvisaciones poco aparatosas. Es de agradecer la labor que Ignoto Transversal viene llevando a cabo en toy enojau. ¿Conoceré alguna vez el nombre real de este blogger, lo llegaré a conocer personalmente? Chateé con él alguna vez; se mostró esquivo en esto, pero por lo demás fue muy abierto, piola.

Así, abandoné el calorcito de la cama y me vine a escribir. - Salí de casa tipo cuatro y media, más que abrigado, con tres libros para la Mediateca bajo el brazo, y con la radio del celular sintonizando la Pobre Johnny. El E no tardó mucho. Viajé al principio parado, más bien adelante. Tenía enfrente a un chiquito down que se daba vuelta en su asiento y le hacía caras a alguien que probablemente era pariente (un tío, pongamos). Esos cuatro asientos iban ocupados por, digamos, la familia. Había amabilidad y cariño en el ambiente. Yo observaba la escena, distraído, y no pensaba en nada en particular.

(No pensaba con palabras, quiero decir. La atmósfera del colectivo, con toda la gente que había ido cargando, era más bien tibia, dulzona. Más allá de las sacudidas, no estaba del todo mal, hoy, viajar en bondi. Algo funcionaba.)

Algo funcionaba: alguien le alcanzó a otra persona un celular que se le había caído. El enano ciego y jorobado (pequeño Tambor de hojalata, ¿cómo se llamaba?) que sube poco antes de la terminal cosechó varios pesitos. De pronto, y para mi sorpresa, el que iba al lado del tío del chiquito down se ofreció a llevarme los libros. Accedí y agradecí. El tipo los cobijó en su falda. Poco después se liberó un asiento. Los recuperé y volví a agradecer.

Sé que para algunos este texto tomó el camino de lo bolulindo. Pero por qué prohibirse tonos, estados. Eso sucedió, y eso anoto ahora, porque es eso lo que vuelve. Ya me tocarán de nuevo los tiempos de penar, los tiempos de ansiar de más, de forzar (inútilmente) los dados del devenir.

Dones casuales, no esperados, entonces. Viajar, hace muchos años, en colectivo, era para mí toda una tortura. No soportaba -padecía- el chirriar de los metales sueltos, las violentas frenadas, la espera en la parada, los gestos, el silencio de la gente, el malhumor, la impaciencia, los gritos y conversaciones demasiado fuertes, todo eso. Yo era mortuorio. Incluso salir de casa, por años, para mí, fue lo peor, lo más temido. Podía estar una o dos semanas sin bañarme, dejándome crecer el pelo, desgreñado, sucio, dejando crecer la barba, pálido y oscuro, solo con los libros de la biblioteca, con la inmensa noche por lectura, con el silencio (con no dialogar con nadie), con fermentar mal y nauseabundo -"espiritual"- en mi depresión negra, odiando el mundo y la vida, aferrado a nada, sólo a la duración, y a la inextricable y muy melancólica música. Sólo salía para ir al médico, y esa única salida la aprovechaba apenas para agenciarme más libros. Y luego, el dolor callado, supurante, inútil. Techo y comida, libros y dolor.

A quién puede sorprender, entonces, que disfrute de cosas tan sencillas como la simpatía, la sonrisa, la ternura. Cosas que no son vacías si es que un padecer torturado no las ha vaciado, no las ha negado previamente.

- . - . -

Llegué al centro y fui a la Alianza. Después me junté con Pablo Anadón -con el que algo estamos tramando-. Nos encontramos en el Café del Monse. El sol estaba yéndose; en esa parte del centro ya no había hacía rato, porque los edificios lo tapan pronto. Yo me pedí una cerveza, pero Anadón, decididamente cauto, optó por el café. Pronto nos sumergimos en la conversación.

A tal punto nos sumergimos, que ni tiempo ni ganas me dieron de pispear chicas. Sabe decir el Flaco (que justamente entró al Café a tomar algo) que por esa esquina pasan los mejores culos de Córdoba. Es comprensible: Abogacía está a media cuadra, y las vagas, lógicamente, se re producen para ir a clases. Por ahí vi a una que compraba algo en el quiosco que está al lado; aprobé y volví, sin más, a la charla.

Anadón prefiere hablar sin levantar la voz. No me costó oírlo, pero era raro: los bares del centro como que exigen los gritos, el énfasis jactancioso, la risotada que a veces desfigura el rostro. Hablamos, claro está, de poesía. El punto que apasiona a Anadón, y por el que viene rompiendo lanzas es, resumo (que me corrija, porque tiendo a desfigurar mucho lo oído, lo leído), el poco arte con que se está escribiendo, de hace unos años a esta parte, la poesía en Argentina. Por "arte" quiero decir: artesanía, oficio, pericia, habilidad, oído. Es decir: gran parte de los poetas que hoy dan a conocer lo suyo no saben lo que hacen; que pretenden hacer poesía con procedimientos toscos.

Esto puede generar oposición, controversia. Fénix (la revista que dirige el mismo Anadón) y también Hablar de poesía (la de Ricardo Herrera) están manteniendo un debate con poetas de que, digamos, Diario de poesía es representativa. Es algo flojo presentarlo así, lo sé, sobre todo porque yo vengo enterándome del debate más que nada por la Hablar de poesía, pero en líneas generales puede decirse que hay, por parte de las primeras, una propuesta a los poetas argentinos de recuperar el verso clásico (y el arte necesario para practicarlo), mientras que la última propone continuar el trabajo que iniciaron, pongamos que hacia 1920, las vanguardias históricas.

Digo todo esto de corrido y como al tun-tún, pero sé que, en el sucederse de los debates, los argumentos se han ido refinando y complejizando, de parte de ambos "bandos". Como no soy del ensayo (que se me hace algo meditado, elaborado, ordenado) sino de la anotación (una como impresión, un ponerse a escribir, sí, pero sobre todo a divagar, hasta que algo "cierra" y redondea el texto), lo mío, lo de hoy, es comentar un poco que existe dicho debate, y que hay reflexiones y textos interesantísimos que invito a rastrear a la muchachada deseosa de saber más del asunto.

Una cosa le comentaba a Anadón, que quiero repetir aquí: en las dos formas de hacer poesía (la del verso medido, la del verso, pongamos para resumir, libre) hay poemas memorables, y en las dos hay cosas (muchas cosas) malas. Apuesto, para empezar, por la pericia del lector, cuando reconoce que hay arte (en el sentido, repito, de oficio) en algo que lee. Para mí, es un mínimo, un piso que tiene que alcanzar el poeta. Me acuerdo de algo que dice Harold Bloom en Poesía y represión, eso de que el poema está como que obligado a responder una pregunta (un poco impaciente, un poco ofuscada, la verdad) de parte de su lector: "¿por qué tengo que leer esto?". O por qué volver a leerlo. O por qué el poema se hace necesario, si es que algún texto puede hacerse necesario en nuestras vidas.

Para mí, una cuestión central es que el poema sea memorable. Muy pocos poemas acceden a dicha categoría, y además supongo que sus parámetros varían de lector a lector.

(Pienso ahora que varias veces lo memorable no es un poema. En muchos de mis poemas trato de dar cuenta de "la oscura lucidez" de una mujer que conocí hace mucho. Y esos poemas no bastan para nombrar esa imagen o sueño; y esa imagen o sueño es para mí lo memorable, lo inaudito, lo que no se repetirá; algo, bien veo, que el lector sólo podría colegir, muy en el mejor de los casos.)

Pero también lo memorable, en poesía, tiene forma. No una forma fija, pero sí una que se ha ido decantando con el correr de los siglos. Ha ido madurando, se ha ramificado en diversas especies, ha medrado. El temor de Anadón es que los poetas de la actualidad no estén enterados de ello, esto es, que no hayan leído nada o casi nada de ese tremendo pasado (tremendo por lo vasto, por lo rico). Pasado como legado; Anadón habla de "la tradición". En esto yo lo comparo con, por ejemplo, los rockeros que sólo escuchan rock, y básicamente nada (quizá por prejuicio) de otros "géneros" -como los llama el mercado-: una idea que tengo, que seguro me refutarán en varios casos.

En fin: hay una propuesta. Una exhortación dirigida a las nuevas camadas. Yo lo diría así: no hay que limitar las lecturas. (Y sobre todo: hay que leer más de lo que se escribe.) No se puede tener el prejuicio de que lo pasado ha caducado por el mero hecho de pertenecer al pasado. En especial porque, si uno lo empieza a leer, a revisar, se da cuenta de que, realmente, no ha pasado; esto es, que nos sigue diciendo cosas, muchas veces de un modo más "memorable" que muchas de las de nuestros contemporáneos: cuando aprendemos a apreciarlo.

Herrera insiste en retomar el verso medido; él al menos (lo cuenta, por caso, en la reflexión que abre la Hablar de poesía nº 21) se vio en la imperiosa necesidad de rescatarlo: para sentir que no estaba haciendo cualquier cosa (en el preciso sentido en que se dice "cualquiera"). Yo quiero ser un poco menos vehemente. Me gusta que haya tanta riqueza (variedad, cantidad) de poesía en el presente. ¿Cómo pedirle a los otros que ahonden en su oficio? ¿En nombre de qué? Uno sienta posición con la propia obra (y si no trasciende no trasciende). En mi caso, casi todos los poemas que vengo publicando en La lección... responden a algún tipo de arte (oficio, habilidad). Me gusta eso que dijo Spinetta últimamente: que él, a la mediocridad (de los rockeros actuales, o muchos de ellos), respondía con calidad, con elevación. La verdad no sé (¿cómo saberlo?) si mis versitos están proponiendo algo valioso o no; pero hay muchas cosas que ya no me permitiría escribir: por un mínimo de exigencia.

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