10 de agosto de 2011

Enajenado

Me preparé un buen mate. Después de una Palermo (no puede faltar una cervecita a la hora de clausurar el día), es lo mejor que se puede tomar. Fumo y escucho Paths, Prints, de Jan Garbarek. No lo conocía. Me va gustando el primer tema ("The Path"), a diferencia de los de Officium y algunos otros trabajos en que Garbarek parece darse a un 'new age' de índole culta. En todo caso, ¿vive Garbarek? Todo indicaría que sí. Ganas dan de leer alguna entrevista suya, algo en que diga qué busca, realmente, entre las tantas búsquedas a que se da. 

Desperté tarde. Leí varios Asteroides de Raúl Gustavo Aguirre, un poquito de la Anthologie de la Poésie Française -- Présentée et préfacée par André Gide, uno de los Escritos de Lacan, alguito de la Sociología fundamental del querido Norbert Elias. 

Fumo y pienso qué reúne esas cosas tan dispares entre sí; qué, que no sea mi propio venir durando, leyendo, divagando. Calculo que, sí, existe un sistema de nuestras lecturas --nosotros, fatigadores de libros--, algo que las relaciona, que las vincula entre sí, pero, en mi caso, me quedo pensando, y dudo mucho a la hora de bosquejarlo, de, ni siquiera, señalarlo. A menos que uno quiera abarcar el universo entero de lo editado, La Biblioteca, algo deben de tener en común nuestras lecturas habituales. (Me acuerdo de esa historia del hombre que dibujaba un mapa o cosa así de absolutamente todo, y finalmente se daba de cara con su propio rostro, dibujado por él mismo, a ciegas.)

Uno se pone a funcionar; como lector, quiero decir. Como si pusiera 'play' a una máquina mental de asimilación fruitiva a la que tiene que alimentar con materia propicia, literatura afín. Uno disfruta callada, calmamente de lo que recepta; uno, porque se sabe uno mismo en ese tasar y dejar pasar lo que recepta, sigue andando, sigue funcionando. Algo es colmado: medida, regularmente. Algo está ahí, silencioso, expectante, pero de una expectación sosegada, y uno lo provee, sin más --"yo soy tu proveedora de drogas", O. L. 'dixit'--, como un operario en la cadena de montaje, de piezas que algo agradece sin mayor efusividad, sin descontrolarse. 

¿Qué era leer en la adolescencia? Para empezar: una vorágine. Los libros tenían razón. Y en especial la tenían frente al cúmulo tremendo de adversidades que pensábamos que acosaban nuestra vida, tan amenazada, tan rebelde --sentíamos--. Libros como tablas de salvación, nos aferrábamos a ellos con una razón rayana en la desesperación. Los libros decían Verdad: una verdad con que enfrentarse a los supuestos enemigos; algo, esto último, que los más de nosotros hacíamos de modo mayormente imaginario. 

Fumo. ¿Cómo esa aventura hermosa, descocada, vino a dar en esto: en la lectura del reposo, ocio totalmente distendido? Sus signos se oponen entre sí. Calma chicha, uno simplemente cumple su jornada: la de la lectura diaria, copiosa; la de empecinarse aún en elaborar, a como sea, muy perdido, un mapa de la extensísima geografía de la literatura; un mapa de la poesía argentina, por caso. Uno renunció a la Universidad y, así, es todo menos sistemático. Uno fuma y sabe que la poesía medra en la paciencia, en la obstinación: de uno mismo manteniéndola viva, al leerla, al releerla. Ningún poema ofrece su núcleo, nítido, en una primera lectura; y de muchos autores mi comprensión --no mi disfrute-- está casi que totalmente vedada. El terreno es inmenso, pródigo, fértil en abundancia, y no por eso debemos apresurarnos en tomar el poema que esplende por la Verdad, ya no, rechacemos eso. La poesía está ahí casi que para acompañarnos: cuando aprendemos a marchar a su par, frágiles y extenuados entre tanta vida horrenda (quiero decir: toda esta vida entregada al consumismo febril y demás males anejos al Capitalismo Global, triunfante y despiadado). 

Las "verdades" sobre la poesía uno las acuña difícilmente y a costa de muchos errores, de muchas imprecisiones. Casi que dichas "verdades" se anulan al formularlas: y hay que estar muy bien en la charla con otro, tiene que funcionar realmente, tiene que haber una gran sintonía, para tener tan sólo la oportunidad de pasarlas, y así perderlas. Como una pepita de oro que hubiéramos conseguido, a fuerza de sudor y espera, del lecho de un río estruendoso, no domeñado aún: y la pasamos. 

¿Qué hace uno con los libros? ¿Eso, los otros, no lo encuentran demasiado fácilmente cuestionable? Ellos asisten con estupefacción e incredulidad a nuestra pasión vieja. ¿Somos tan despreciables? ¿Somos tan ignorables? Todo lo resuelve el relato: contar, a cada instancia, la anécdota significativa, dar cuenta de ella, anotar, analizar, distinguir, extraer de ella pequeñas conclusiones provisionales. Ahora escribo en el aire: y los conceptos forman una nube pedorra que se abstrae de la realidad, para idealizar. ¿A quién hablo? ¿Por qué hablo? Formulo una vez más esas medrosas preguntas ya (tanto las han defenestrado), y me digo, a mí mismo, ahora: idealidad, evanescencia.

Qué importa, entonces, que, en una remota ciudad de Latinoamérica, alguien, que tanto leyó mencionar por ahí la "Bibliothèque de La Pléiade", tenga ahora en sus manos un volumen de la misma; un volumen que tomó de una 'Médiathèque', un volumen que nadie antes había sacado --quizás amedrentado por lo lujoso, quiero decir lo bonito, del ejemplar; siendo mucho más probable que, en esa remota ciudad de Latinoamérica, prácticamente nadie lea poesía en francés, y mucho menos de modo regular--, un volumen con sus dos tiritas señaladoras (dos, no una, qué raro) dispuestas tal cual el editor las encajara entre tales y cuales hojas al expedir su mercancía. Y ahora, encima, ese que comenta que se atrevió a hacer algo, ¿cómo decirlo?, insignificante para La Ciudad escucha, recalcitrante, un disco de un saxofonista que no hace 'covers' de La Mona precisamente. 

Le dirán, sin más: "asomate"; "asomate al mundo"; "asomate al mundo de los otros". Y tendrán razón; pero yo también, en algún sentido, la tengo. Una vez le dije a alguien del que supe ser amigo: "día que no leo, día perdido"; quedó estupefacto. Bueno: para mucha mayor cantidad de gente, para el común de los mortales, digamos, día que no ve televisión, día sin sentido, incompleto. "Algo me falta." Sin dolor, sin pesar, cuando me vine a San Vicente prescindí de la tele. Pero lo audiovisual es la lengua imperante, imperativa: no la de la letra, no la de los libros. De repente siento hablar a mi alrededor acerca de un país ajeno: un sitio en mitad del cual vivo, enajenado. 

Fumo. Suena "Considering the Snail": hermoso tema, cuya idea principal me trae un poquitín de Manusardi. Me pregunto --reincido-- cuántos sabrán cuál es el nombre de pila de Manusardi --pianista--, sin googlearlo, digo. Años de sobrevivir encerrado en una pieza escuchando pocos discos, una y otra vez, exasperantemente, y eso me da una memoria manca que nadie más tendrá. La memoria de un "exquisito" que tantas veces añora y se detiene frente a las palabras de la tribu. 

6 comentarios:

  1. "Qué era leer en la adolescencia?" ¿A usté también le quedó picando el consejo de Castillo, mi estimado?

    Me gustó este post. "Qué reúne esas cosas tan dispares entre sí; qué, que no sea mi propio venir durando"...

    Ahí venimos. Durando.

    Abrazo

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  2. ¡Tenés razón, estaba esa cita de Castillo! ¿Vos la habías acercado? (Uno mezcla lecturas; uno, lógicamente, mezcla blogs.)

    Gracias por pasar, che.

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  3. Yo me meto en "nosotros, fatigadores de libros" como quien se engancha a saltar a la cuerda y lo impreciso, a veces, del "sistema". Porque algo hay que lleva lamano a tomar ese volumen y no otro. Por ejemplo hoy Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig. Acá el sistema es que no tiene relación con lo que venía leyendo -un estudio sobre Beckett, y antes Bajo el volcán, por segunda vez, porque es un libro que al menos hay que leer dos veces. El sistema ahí es que se van llenando unos como compartimentos, ¿no?, y se siente el vacío del otro, o de los otros, acá, por caso, esa voz calma, Walser, que llama como en un eco. El sistema de lo tan dispar, pienso.
    Por otro lado, ¿Palermo? ¿No es medio flojita? Yo anoche libé la negrura dulzona de la Quilmes Stout (me hace acordar a la riquísima Salta, negra, que ya no sé si se hace, pero no vi en los últimos tiempos). De las rubias estándar me gusta la contundente Warsteiner. Son gustos.

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  4. "algo lleva la mano a tomar ese volumen y no otro". Como en un juego, un casillero habilita el paso a tales y cuales otros, y a unos terceros ya no. Quizá uno matiza, uno contrapone, uno compensa.

    Vengo leyendo Edmond Jabès. Es fascinante. Me compra mucho. Me leí muy corriendo "Le livre du dialogue" y me quedé con la boca abierta. La cosa es que tengo también acá a mano Robbe-Grillet ("La maison de rendez-vous"), y el salto al próximo casillero pedía continuidad de idioma. Leí unas 20 pp., pero era como pasar... del ajedrez a crucigramas.

    ¿Cómo explico lo de la Palermo? Palermo: $4,75. Quilmes: $7,00. Stella Artois (que es la que me gusta): ni quiero averiguar el precio. Con respecto a la Stout: ¿cerveza dulce?: tiene que gustarme la chica con la que la tomo.

    Beso.

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  5. Dulce porque negra ¿eh?, las rubias me gustan más bien amargonas (sí, la Stella también me gusta). Las negras las prefiero espesas y con ese dejo entre chocolate y café. Pero claro, 4,75 es un argumento razonabilísimo. No lo tengo a Edmond Jabès, lo voy a tener en cuenta por si me lo cruzo (pero va a tener que hablarme en español, para mí el francés es... chino). ¡Beso!

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  6. No, no: están la Bock y la Stout, y una es amarga y la otra dulce; pero siempre la pifio cuando la tengo que comprar. Con respecto a Edmond Jabès, creo que hay bastante traducido (fijate en Wikipedia para referencia). Leí por ahí que Derrida se copaba mucho con él. Son especie de libros de sabiduría del libro (y del Libro: el loco por ahí se pone a inventar rabinos -en "Le livre des questions"- que da gusto -mucho, al mío-). Beso.

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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.