Pareciera que hay que escribir mucho. Que, visto que esto es lo que en verdad nos gusta, hay que entregarse a ello sin mayores tardanzas, y cuanto más prolijos y aplicados seamos, mejor. Que, llegados a cierto punto, lo mejor que podemos hacer es dedicarnos a una producción vasta, copiosa, dado que ninguna otra actividad nos justificará.
No es la primera vez que escribo sobre esto, esporádico lector. Leí hace poco o me dijeron que Carlos Fuentes dedica ocho horas diarias a la literatura, "ímprobo esfuerzo": destina cuatro horas de sus mañanas a escribir, y cuatro de sus tardes (¿durante la siesta?; ¡¿o ése es para él, como para tantos de nosotros, un momento más sagrado aún?!) a leer. Pensé en mi hacer (Fuentes es un prosista a quien admiro de hace rato ya; digamos que no puedo permanecer ni mostrarme del todo indiferente a lo que un tipo como él haga o deje de hacer): quichicientas horas con los librejos, y escribir muy de a ratos, cuando se me ocurre algo. Yo sería, de última, uno de esos escritores denostados por Arlt, uno de esos ociosos que redactan hastiados sus lánguidas páginas en las horas perdidas, desleídas, presas ellos de algún spleen de neto corte aristocrático, elitista. La escritura como un lujito más de todo diletante o procrastinador en ejercicio.
Anoto, para empezar: Fuentes es un escritor profesional. No sé si tendrá pactado con tal o cual emporio editorial el ir sacando libros con también pactada regularidad para una venta más bien masiva, best-sellerista él, pero en todo caso es uno de los "realmente grossos": porque dictamina, eleva y defenestra, graciosamente concede; en suma, porque es un "pope": un peso pesado de las letras mexicanas, maldito carcamán.
¿Me equivoco? Tengo en mi biblioteca Geografía de la novela. Ahí ensalza en cada uno de sus capítulos a tal o cual escritor, siempre prosista si mal no recuerdo. De última una sencilla, directa, inapelable lista de autores (y las razones, claro, por las que los elige), dejando afuera a muchísimos, a infinitamente muchísimos otros; y algunos de estos últimos se habrán hecho cargo; y a algunos de estos últimos hasta les habrá incluso dolido, y hasta se habrían sentido --¡íntimamente, íntimamente!-- desairados. Según una de las últimas Ciudad Equis (revistita local), últimamente ha presentado al público lector otro volumen de ensayos o notas periódísticas en la misma línea. Fuentes sería, entonces, un "árbitro de la elegancia" o, más exactamente, de la maestría literaria; me refiero a que señala a tal o cual y declara, bien sueltito de cuerpo: "éste sí que es bueno"; y le creemos.
¿Tiene lo suyo algo de malo? ¿Llegar a ser como Fuentes es el ideal de todo escritor que se proponga hacer "bien" las cosas? En todo caso, estas reflexiones (tristes, mediocres, basiquitas) salen de escribir sobre la tarea de escribir: sobre la supuestamente copiosa tarea de escribir.
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Todo está atado entre sí. En la actualidad pocas veces se habla del escritor como de alguien puro, noble, elevado. Digo, quien hable en dichos términos probablemente sea abucheado por la actual mayoría. Y no es que el escritor haya terminado por huirle a su querida Torre de Marfil --lugar mítico y pulcro, ascético y falaz--; al menos en mi caso, cuando escribo estas anotaciones, varias veces me ha salido mostrarme como, a ver, un hilachento, un guasex cualquiera, y de algún modo u otro eso para mí es marcar que soy muy muy como el resto: como "todos esos" que no escriben.
Sí, sí: también sabemos ser intelectuales y seriotes; y hemos leído una pila de libros y manejamos mal que mal un tocazo de cosas: agudísimos detalles y sutilezas mil que la verdad que con muy pocos podríamos, teniendo en cuenta el total mundial de hispanohablantes, conversar (en parte también porque el Océano de Todos los Libros es hórridamente vasto, completamente irrevisable en su temible totalidad), así como preguntas y confusiones la verdad que capciosas, en las que nos enredamos bonitamente y de las cuales quizá nunca nos terminemos de desembarazar. Pero también --la gran mayoría de nosotros al menos-- somos verdaderamente unos muertos a los que no los conoce nadie, muertos que se afanan quizá por publicar, y por medrar, y por conseguir aunque más no sea un cachito de reconocimiento. (De Quién o Quiénes, habría que, en el fondo, indagar, nobles y despiadados.)
Fuentes es famoso; nosotros los muertos, no. Entonces, pergeñamos y pergeñamos y pergeñamos, y, por ejemplo, a mí se me ocurre calcular que la fórmula es escribir mucho. Aunque no trascienda. Aunque en realidad sea otro modo o una nueva modalidad de la épica kafkiana: entregarse a una tarea interminable e inútil, y que el que escribe ahonde cada vez más en sí mismo --sea ese "sí mismo" su propio espíritu, su vanidad, su tremenda ceguera--, y que poco a poco, y sin que realmente se lo proponga o sepa cómo o por qué (digamos: si sucede algo básicamente del orden de lo inesperado), llegue a algún sitio, no de la fama sino, pongámosle, del alma o del crecimiento interior; o, por qué no, alcance la desesperación suma, y decida entonces, provechosamente (digo: para sí mismo; para sus propios fines, que "en verdad" son los únicos realmente valederos, los únicos realmente profundos y por eso mismo auténticos; o aquellos, al menos, que nunca debiéramos, en honor a la salud, descuidar), pegarse el buen tiro u optar por algún otro método lo más efectivo posible de liquidación "de sí".
Es decir: la meta no es la fama, o no obligatoriamente. Y uno no sabe si la cosa de escribir puede plantearse del todo desde un análisis taxativo de los medios y fines correspondientes, los que, seamos sinceros, la verdad que cambian a cada rato: porque en el fondo somos bien volubles, sobre todo y justamente nosotros, los que le damos y más damos al tecladito. Que de qué se trata si no.
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Una Vida Ordenada: ¿pero es posible siquiera tal ideal? O al menos, y con una mano en el corazón: ¿para actividades como la de escribir? En todo caso, ¿qué subyace, como supuesto, en estas dos preguntas? Quizás el romanticismo decimonónico a pleno, o su aggiornamiento posterior, esto es, el bendito y tan atractivo surrealismo, con Freud y el inconsciente metiendo la cola sin ningun clase de pruritos. Algo así como que habría en nosotros mucho del orden de lo irracional, por un lado, y que habría que asumirlo plenamente y hasta enrostrárselo, mediante los textitos de rigor, al resto del mundo (¡que tanto lo estarían reprimiendo!) en una especie de misión sagrada, por el otro. Ergo, hay que escribir, y además mucho: para redimir al esporádico lector.
Al toque, me cubro: no digo que sea así, o taaan así. Digo por lo pronto que estoy pensando. Y que me cuesta bastante hacerlo: no me sale ser riguroso, y encima no tengo acá a mano ni en la memoria ningún panorama o mapeo previo, claro, exhaustivo de la cuestión, por lo que la tarea de analizar con un mínimo de decencia el mambito de marras es realmente ardua.
Uno, de última, quiere organizarse un poco aunque más no sea; quiero decir: no deambular tanto ni tan a los tropezones por el quilombazo patrio de la incertidumbre, por el desoriente, que a veces --tampoco tantas-- confunde, de no saber nada a ciencia cierta. Quiere un poco de método. O hacerse de uno nuevo: porque este con el que actualmente cuento la verdad que ya no da para mucho más, o se me hace. Uno, ahora, -- yo, ahora, escribimos para poder seguir escribiendo: aspiramos a un mínimo de coherencia; a mejorar, de algún modo. Todos, en el fondo, nos debemos a algún oscuro, vago dios interior: y a algunos de nosotros se nos da por escucharlo, por querer hacerle caso.
¿De qué se trata escribir? Una vez más, sale preguntarlo. Y sale pensar que al menos uno sabe o es consciente de que tal actividad puede ser llevada a cabo de varios otros modos que como lo venía practicando: mejores, peores, y hasta diferentes. En cualquier caso: si logramos escribir de otro modo (de un modo realmente distinto: renovados) que el habitual, no podíamos saberlo de antes; no podíamos, ni de lejos, avizorarlo. No hay guía, de última. No hay Guía Absoluta, no hay nadie Que La Tenga Totalmente Clara, y, así, tampoco habrá ninguna Vida Ordenada, ningún Modelo de Vida o Prototipo de Hombre Cabal, digamos.
¿Qué concluir? Confiemos en el lector, musito (lindo, patético verbo). Él verá si lo nuestro vale la pena o si, por el contrario, hay que obviarlo sin más, descartarlo sin ni siquiera demorarse mucho en ello. Él nada más filtrará, y lo hará más allá de nuestra voluntad, de nuestro afanoso pergeñar. Uno es uno más, no el Privilegiado de la Escritura. El que yo escriba mucho, poquito o nada en prácticamente nada cambiará "este sistema de cosas" (frase Testigo total). Sólo a mí me significa determinar qué haré con mis horas, con el tiempo de vida (que es el único) que me queda por delante. Ya dirá, si llega a decirlo --él: el "por ahora" esporádico lector--, si suavicé sabiamente mis vinos; o si los, por decirlo de algún modo, cálculos babilonios de Fuentes y demás eran la posta. Quizás encima el carpe no pasaba por este tan infructuosamente carpir, tierrita pobre.
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