Heredamos lecturas, búsquedas ingratas. Hay una escena de fascinación primitiva en la que alguien nos habla --quizás por un albur-- de cierto libro, de tal o cual autor, alabando. Bajo el influjo de dicho encanto --bajo el influjo de la seductora figura de quien ante nosotros estuvo-- nos entregamos a ajenas peripecias. Fetichismo o substitución por carencia, giramos por años en torno a un texto trastrocado, enajenados.
Algo, no obstante, pasado el tiempo, termina por prevalecer en nosotros: el recorrido. Vencida o abandonada --por impracticable-- nuestra precoz veneración, nos encontramos siendo poseedores de vastos reinos dispersos: ruinas ardidas de ese nuestro periplo erróneo en pos de aquel instante que nunca más había de volver. En ellos nos reconocemos, sí, pero perplejos, asombrados; y en aquel libro, en ese autor, comienza a escucharse una voz distinta, una voz que imaginamos como, esta vez sí, la verdadera.
Tiempo de liberación, hemos alterado el gesto. El inolvidable sello del ocasional maestro que un azar nos acercó se diluye; de a poco, como sacudiéndose de encima un hechizo, comienza a dirigirnos la palabra un desconocido: el libro fetichizado, el autor vampirizado por esa máscara que nosotros mismos le colocáramos delante, se revuelve. Así, es quitado de en medio --de un modo altamente involuntario, aunque al cabo querido, por lo demás-- el ya mellado cristal. Siempre interpondremos otro.
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