3 de diciembre de 2007

Tiempo algo caluroso. No me he bañado por dos días, y la remera, limpia pero puesta sobre la piel ya sucia y apenas transpirada, se marca y pesa levemente sobre mi espalda y hombros. El cýber tiene poca gente ahora; por suerte no hay chicos: andarán sufriendo en el secundario, en las clases, antes indignadas profesoras que no podrán nunca terminar de creer que lo tan interesante para ellas no tiene nada que ver con eso que están enseñando. Así, la vida.

Escucho dulces canciones francesas marcando brutamente el compás, golpes de bata que combinan de pronto bien con la dulce voz gutural que, por no prestarle atención, no sé lo que dice. Calor de casi verano, todos estamos de remera, algunos de pantaloncitos, dos viejas con musculosas marcándoles la panza engordada a base de ¿puchero? y las tetas caídas, lo que de este modo forma un declive, continuo y creciente, desde el cuello hasta la altura del pupo, principio y fin de todo, prácticamente.

Nada más. Calor, mugre y paciencia. Nada de lo cual es necesario para escribir.

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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.