Me lo encontré a Leizamón a la vuelta. Leizamón, no Leguizamón: el viejo malandra se altera el apellido para que no lo pillen. Justo se había sentado y ya charlaba con Tío Tom. Me le sumé a la mesa y pedí una cerveza, que llegó no del todo fría; Leizamón, por su parte, pidió su vinito y unas empanadas. Glorificó debidamente la correspondiente damajuana, luego de hacerse un sorbo.
El Caballero del Pincel, que así le decimos, había dejado su bicicleta parada contra el cordón de la vereda. Yo miraba para la Sargento Cabral, él le daba la espalda. Al frente está el gimnasio, y una gurisa al rato se cruzaría para pedirme fuego: sabés cómo le rompería el orto, manifestó el Caballero. Hablamos de todo un poco: de Piedra Limada, de Evo Morales y los pollos genéricos a base de hormonas femeninas (de qué, no supimos precisar), de la Fiebre A, que así le dice. La noche estaba agradable, y yo andaba de ojotas (Mara diría chan-cle-tas, yo agregaría ruleros).
Cuando tocamos el tema del País y los Grandes Proyectos, se sumó Tío Tom. Atrás habían quedado el espolón y cómo curarlo, y la culebrilla, que los médicos, que tanto han avanzado en lo suyo, no saben tratar. Tío Tom está en contra de que se enseñen tantas cosas en la escuela. Qué tanto Inglés, qué tantas materias. El que quiera Inglés, que vaya a las privadas. De ahí lógicamente pasamos a la Industria Nacional, a la Circulación de la Plata y que la haya en la Calle, y cosas así. Dos contra uno: el Caballero del Pincel, a sus 71 años, es individualista (algo así como que al País le va bien cuando a mí me va bien).
Pero se ponía fresco. Como quien dice, pagamos y nos alzamos al ocote. Todavía no eran las once, y las gatas habían acabado ya sus confites, como le dice Gonzalín al alimento balanceado. Palmé rápido; no hubo sueños.
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