Uno dice Pécou como dice Lizarazu: algo que se suele oír, algo que sirve para ser oído, y para que el tiempo nos pruebe. Media el vaso de cerveza. De los 200 gr de aceitunas que compré, y están un poco duras, desabridas (atenti Belén), quedará algo menos de la mitad. Escucho retazos de murmullos de un Tinelli exitoso (¿murmullos, ese jetón?), que llegan desde el departamento del frente. El vecino se acercó, hará unas dos horas, a que le afinara la guitarra. Está sacando una de David Bisbal. La puse a punto, le enseñé mínimos rudimentos de arpegiado.
El loco se me acerca bien humilde, ahora: no hace mucho que su mujer me peleó cuando le pedí que bajaran la música. Andaban con La Mona al mango, a la siesta, y yo no podía concentrarme en el librejo de turno. Fui confiado: cuando arribaron a "El Complejito de la Escalera", cuando se dieron los primeros escarceos de buena vecindad, quedamos en que cualquiera podía pedir al otro cosas como bajar la música, "si molestaba". Pero cuando quise hacer uso de ese frágil derecho adquirido, la mina creyó que lo que le molestaba era su música. Como algo personal, como un agravio, el que le pidiera silencio, o que bajara, al menos. Como si le hubiera batido: "cortá ya tu música de negros". Lo que no me gustaba era que la tuvieran al palo, pero no había forma de explicarse sin pelear más aún. Malentendido establecido, hoy por hoy Dieguito se me acerca muy rebajándose, y yo, "el que lee en voz alta", le afino el instrumento.
Y escucho el piano de Pécou. Pécou contra Bisbal (no digo La Mona): no te conoce nadie, cabeza. Y ese "no ser conocido" es tan dictamen de valor, de no pertenencia a nada...
El sábado anduve por el Abasto. Mucha actitud rocker, mucha campera y buzo negros. Yo andaba de verde, de pantaloncitos cortos, de gorrito de lana onda PO, de ojotas. Había una maldita tormenta de tierra, al llegar, pero las chicas sólo querían hacer tiempo antes de entrar, así que me cagué de frío. Y ya adentro, tuve que aceptar y padecer el que no se pudiera fumar. Minitas semblanteando. Canciones como confirmaciones. Puestas a prueba de cuánto sabés de ese mundo. Chupamos mucho y me volví con Tal Gabu a las casas, al rancho. Palmamos pronto.
Y uno no sabe, al escuchar Pécou, a qué juega. Uno debe explicarse algo. No a uno mismo, sino el nexo. Casa en que habito, ahora son las once y media en millones de otras, y la fragmentación vertiginosa. Es la deriva, no sólo el azar sino su arrastre. Como un desenvolverse de qué a lo largo de nerviosas miríadas.
Ahora percibo la música. Ahora que llego a nada, ahora que de nuevo sé que no es obligación decir, se me acentúa la percepción de los sonidos. Como una sensibilidad provocada por cierta recaída, por cierta firmeza. Uno quizás escribe para modificarse; pero sucede que experimento eso, últimamente, como un regreso. "Entre los juncos y la baja tarde/ qué raro que me llame Federico." No es lo mismo, lo sé. Se trata de cierta blandura muscular, que sólo sostiene, con lo justo (como se toca un instrumento), los brazos sobre el teclado, sin hacer fuerza de más, y con un rostro serio, aquietado. Como el verdadero comienzo de una escritura. O como estar tomando, y empezó a pegar.
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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.