14 de octubre de 2010

Máquina inocua

Fumo. Vuelvo a poner uno de los dos discos de Kenny Wheeler que tengo. Algo escribí recién sobre Canto general, pero me agarró la loca de borrarlo, así que largo de nuevo. La noche trajo el frío, y yo una cerveza bien helada de lo de Belén. Marcelo no tenía aceitunas negras, y -por hoy, me dijo- tampoco de las verdes. Estoy de ojotas y pantaloncito corto, pero tengo puesto el buzo que Tal Gabu me obsequió (en compensación por el que me masilló en el taller). Estoy de ojotas, digo, y siento el frío de estas diez y media de la noche en los pies.

Piedra Limada pasó por la siesta, a alcanzarme guita. Me fui con él -me decidí a ir a lo del Hijo de Puta, a comprarle fiambre, pan- y se encontró con que se había dejado las llaves en alguna parte. Y no habían quedado en casa, sino que se las había dejado en lo de Susana, que era de donde venía cuando pasó por la mía. Total: idas y venidas bajo un sol lindo, y comer en la carpintería sanguchitos de mortadela y queso.

Por supuesto, a la vuelta, me cagué durmiendo, y tuve que faltarle al analista. Lástima: algo había cosechado en la semana, algo había colegido. Pero, el darte cuenta, sólo en terapia; si no, ¿para qué?

Fumo. No me sale mucho escribir, por estos días, porque no tengo nada que decir. Es como una estasis: estoy repleto, nada entra, nada sale. "Estómago capaz", le escribí a una gorda tremenda que me calentara. Leer es una máquina que funciona, y con ella "trabajo": me pongo a funcionar por horas, a todo atiendo, plena concentración.

Nada que decir, entonces. Y es por eso, lo sé, que salen los textos incoherentes: porque te morís por escribir, y nada sale. Y babeás palabras, babeás ritmos y vocabulario, viejardo chochex, y a nada llegás. Máquina inocua.

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