Dos menos cuarto de la mañana. De boxer en la Sala Naranja; con calor; en silencio. El Lagarto y el Viti conmigo; la Murrumuac descansa.
Miro hacia la calle, a través de los barrotes de la ventana: ocasionales autos, ocasionales motos. Fumo: el humo, denso, blanco, se espesa brevemente frente a mi rostro para luego disiparse. Me meso el cabello, escribo: pienso en la Policía de la Provincia, pienso en el Gobierno Provincial. Los últimos dos días han sido muy movidos; todos sacamos conclusiones, y la mayoría de nosotros ladra, intentando diluir el temor.
Claridades que la noche acerca: el Gobierno Provincial arregló como pudo con su Policía, insubordinada. En ningún momento el Gobernador habló de los derechos y obligaciones de los desacatados. Los cordobeses, quien más, quien menos, estamos a la espera del desenlace de esta cuestión. Intentando diluir el terror.
Los cordobeses: todos somos cordobeses. Desde el saqueador al Jefe de Policía, pasando por el vecino indignado y el Gobernador calculador. Todos somos cordobeses: y eso ya no dice nada. No hay unidad social en la Ciudad; nunca la hubo, y lo que sucedió en los últimos dos días fue que se obturó la válvula de escape (la válvula de represión: del malestar). El tejido social lo es de un organismo ideal, ficticio; cuando la anomia manda, cada quien marcha según su propia, íntima ley.
No hay, es forzoso admitirlo, armonía social. Esta Ciudad es un hervidero de sustancias disímiles; la olla chisporroteó. Agua quemada que indica que no hay paz; que nunca la habrá; que sólo en nosotros está ser lo menos lobo del semejante que se pueda.
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