16 de septiembre de 2007

Medianoche del sábado al domingo. Se está preparando un asado. Con un fernet con coca, con puchos, con el cenicero lejos, escucho música. El televisor, muy de fondo, atrás, como que pasa noticias. Un asado más en mi vida -qué bueno-, y todavía hay poca gente.

El cenicero está lejos, pero el encendedor no. Pero me pongo las pilas. En mi pieza, copiándole a una vieja amiga que hace mucho que no veo, tiro a veces colillas al suelo: para que se apaguen, para no caminar hasta el cenicero. Cuando estoy acostado -y tengo un tachito al lado, pero algunas veces no le acierto-, con la luz apagada, escuchando música, voy tirando cada pucho que me fumo, entre la cama y la pared, al costado. Pared oeste, de allí principalmente llegan los ruiditos del parque.

Entre ayer y hoy estuve escuchando bastante Mozart. Es música que transcurre con facilidad, con ligereza; uno no se puede indigestar con Mozart. Desde el Romanticismo comienza la complicación. Bueno, estuvo Bach, pero es caso aparte. Quizá el Clasicismo fue la época más transparente de la música occidental; algunos conciertos checos para corno, y otros, que tampoco son de los compositores más renombrados, para flauta, denotan el mismo espíritu.

Por lo pronto, fernet con coca y Las Pelotas. Sería contraproducente proponer Hindemith para deglutir el asado. Y ahora aparece Calamaro.

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