Me desperté a las seis de la tarde. Catorce o dieciséis horas de sueño (no las conté) me dejaron hecho una sedita: mejor que el sexo. Tomé a las apuradas un poco de agua fría. Uno de los estribillos de la narradora, a la que le basta simplemente enunciarlo para generar complicidad, es "el agua helada del fumador". La dispone en una jarra de metal, que ocupa un lugar preponderante en su heladera y que me gustaría que fuera mía, petisa y gordita como es, parecida a la dueña. Hace un tiempo que no la veo a la narradora. ¿Tendrá alguna nueva muerte que contarme? Porque ella disfruta de las necrológicas, y ríe y llora al comentar las diversas historias, marcando el relato con muecas de ominosidad que ya no me incomodan y que ahora considero hábilmente engarzadas. Tal ya está pidiendo pista, tal otro partió a devolver el envase: la Muerte, al contrario de lo que nos hacen creer los suplementos literarios, es tema omnipresente de toda comadre de barrio que se precie.
En todo caso, estaba sin cigarrillos. Tomé dos lithiun y un olane XR con el estómago vacío y evité la suave arcada que al tiempito llegó. Partí a comprar puchos y luego, ya en casa, desayuné: habían quedado algunos criollos de anteayer que estuvo Tal Gabu, y mastiqué algunos pasándolos con más agua helada. Procedí a comenzar a atabacarme. Todo: frente el monitor insomne.
(Es curioso: el monitor generalmente es "insomne" en el caso de que nosotros lo estemos. Debe ser que ahora son las dos de la mañana pasadas, que afuera es de noche ya de hace rato, que lo único que se oye es el meditar de la heladera, siempre variado.)
Después de intentar retomar El ser y la nada (de algo hay que morir, narradora), me fui a lo de Piedra Limada. Encontré el portón abierto, por lo que toqué timbre y entré. Al frente estaban los inquilinos, como despulgándose (es una imagen; pero los creo bien capaces): pachorra elemental del matrimonio y el cuñado, haciendo las horas de la tardecita a la sombra del muro. Pasé al fondo. Piedra Limada estaba con un tipo de mameluco que pronto se fue, y ahí nos dimos los dos a nuestra conversación variopinta de todos los días: a quién has visto, qué sabés de, primero, para luego hablar desde el lenguaje: rimas eternas y estúpidas con las que nos divertimos, sexo y recuerdos entremezclados, pasar el tiempo de un modo dicharachero y contumaz. Nuevamente me olvidé de alcanzarle el tomito que tengo de Nicolás Olivari. Me pregunto qué pensará de ese poeta patético que se deleita redactando (porque los redacta) pobres versos a partir de pobres heces, pobres desechos, pobres cosas.
Por eso, por lo que en los viejos libros se llama "espíritu de contradicción", al llegar a casa, y luego de lastrarme cinco buenas empanadas árabes que me agencié en el nuevo delivery baratongo que han abierto en la otra cuadra -era la medianoche-, abrí Olivari y leí.
¡Por el can! ¡Qué pedazo de porquería! El ritmo de los versos de estos poemas me revuelve el estómago. Me molesta que rime y que, por rimar, el ritmo de muchos de sus versos se vaya al carajo.
Habitualmente cada verso de Olivari presenta unidad gramatical, pero a veces escribe CUALQUIERA sólo por mor de la rima. Qué le habrá visto Güiraldes, que en su momento lo respaldó. Es feísta mal, el guaso: ésa es mi definición. Díganme nomás que tengo que situarme en la época. No, gracias; no quiero contemporizar (sí, elijo ese verbo) con el poeta. No quiero ser parte de la estafa de la crítica.
Estoy siendo tajante quizá de más, pero me parece que Olivari es un choto que la crítica rescató porque hablaba de la mala vida. La prosopopeya de sus versos es empalagosa, y eso hace que se vuelva bien rápidamente viejo. Prefiero mil veces a Paula Jiménez -¿cómo no preferirla, si escribe bien?-, aunque me pregunto si ella también, con el correr del tiempo, caducará, precisamente por la temática. No hablo de todo ella: apenas la he leído, pero su "La mala vida" la tiene infinitamente más clara.
En fin, no voy a hablar más de él. Hablar con claridad y precisión de Olivari (o de cualquiera) implicaría estudiarlo, y yo no estoy en hacer estudios de nada ni de nadie. En fin, convengo en que es un libro para otros: para Piedra Limada, por ejemplo.
(Yo que pensaba estar escribiendo un post más o menos rescatable, y el recuerdo de ese guaso me empaña el texto, me lo embola).
Me levanté de la cama, dejando caer el libro a un lado (tenía las piernas levantadas, apoyadas en una mesa ratona un poco alta, porque me duelen), y me vine a la máquina. Y me encontré con un buen mail de Kuy, quien, vaya a saber desde dónde en Buenos Aires, me contesta a uno mío de ayer. Tuvo la delicadeza de enviarme, antes, un texto, parte de algo que está escribiendo. Lo comentamos, y me puse a pensar en lo imperdonable en cada quien: eso que repetimos ciegamente en lo que escribimos, eso que nos gusta volver a oír de nuestros propios labios, y que será (eso, no otra cosa) lo que finalmente llegue a los otros, si es que nuestros textos duran. Y que es imperdonable, con lo que se vuelve ítem apto para la memoria.
Me gustaría saber cómo se llama el insectito verde chiquito que se extasía y brinca en la pantalla del monitor, sin poder abandonarlo. Mejor que el sexo.
Hermano Tamarit: Me interesó mucho eso que llamás "lo imperdonable". Sería tal vez interesante que lo desarrollaras. Lo demás, todo muy rico.
ResponderBorrarUn abrazo.
Cotorritas, les dice mi viejo a los bichos esos. Pero deben tener otro nombre, si es que son las que yo digo.
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