"¿Voy al baño y vuelvo?", le aviso a la que atiende, acá en la Estación de Agustín Garzón y San Jerónimo, mientras veo cómo ella termina de preparar dos hamburguesitas para un gordo tremendo de remera y pantalón negros, anchísimos. "Síii...", entona ella, sin desviar su mirada de las hamburguesas. Ya confía en mí: anoche vine, y estuve más de una hora navegando.
Salgo, meo brevemente, vuelvo. El gordo tremendo está subiéndose a un remis estacionado a la entrada del drugstore. (Nunca digo "drugstore", pero busqué la palabra precisa; el bar de la estación habría sido más natural.) Vuelvo y me siento a la 3, mi compu; y de mi remera verde con motivos bastante desdibujados ya de las figuras de Nazca se desprende un vaho a sudor vencido, sudor de dormir seis horas a la tarde, con el calor que hacía, de remera.
Tomo una coca. Al volver del baño vi la no muy densa pero sí apreciable nube de insectos que copaba los faros centrales de la estación. Está nublado, creo que desde ayer, y el calor navega y nada por debajo de las nubes, y nos pegotea las ropas, y hace que deseemos bañarnos una vez más con agua fría, que por minutos bastante caliente sale, cuando hay sol. (Menos de veinte pesos por el gas, esta vuelta.)
Calor, entonces. El barcito de la estación, tiene, sí, su aire acondicionado, y se lo recuerdo a la chica cuando hablamos del calor; pero ella me recalca lo que es estar trabajando con el horno a full. Cada uno, su pesar; "nadie está conforme con lo que le tocó", cantó Silvio.
(Silvio. Sus canciones, que me emocionaban. Por puro amor enceguecido. Escucharlo, ahora, como repasando un marco de lo que fue, un sitio sin nadie ahora. Silvio, con sus rimas y décimas, con su voz finita, con su épica certera y su lírica amorosa arrasadora, sigue componiendo. A una ex-novia mía su padre le dijo, en pleno cumpleaños, que Silvio se había suicidado. "Ya no podremos creer en nada más", algo así me decía la Cuqui, mientras me miraba con ojos vidriosos, vidriosos también por las cervezas. Pero era otoño.)
No hay música en el barcito. La cafetera sopla de continuo, y la iluminación, penetrante, me enfrenta a una pared pintada de una especie de rojo. La Navidad ha pasado quemándome la UCP de la computadora y trayéndome un "chanchito" (dícese del equipito musical accesible, de forma y tamaño característicos) en compensación. Antes de venir, salí al patiecito central, con una de las sillas verdes (cuyo respaldo está remendado con piolín), la mesa ratona de la Abuela Mecha, agua helada (en lo posible), un vaso y los implementos de fumar. Puse Argentino Ledesma en el chanchito y me puse a mirar la noche. Las últimas lluvias habían quemado el foquito de afuera, así que todo yacía en una suave oscuridad, "y el espíritu de Jehová se cernía sobre las aguas"...
Al rato salieron los vecinos. Se iban a lo de la madre de la Nelly, y partieron como llevados por algo. Ledesma cantaba "Fosforeras, fosforeras...", y yo me deprimía de a poco. Ya había leído demasiado Bayer, ya había releído el librito de Ceferino Lisboa, ya sólo quería estar conmigo y tener, por fin, un pensamiento vacío, transparente, quieto, en lo posible sin ecos. La melancolía de los tangos no me embargaba. Y pensé: "ya no escribo; ya quedó atrás la poesía".
Algo queda: bajo el calor agobiante, saber del panorama de insectos bajo el foco de la estación, como un enjambre inhumano cuyos caparazones brillan y que secretan breves jugos que pronto se secan. No mucho más.
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