Son las cuatro de la mañana y vengo de comprar puchos. Me saco la remera (la verde, la de Nazca: toda rotosa ya, tan querida por mí; heredada) y me vengo a escribir, a intentar escribir, a querer lograr algo mediante la escritura (¿hedonismo de textos que se cumplen?).
Pensaba, recién, en por qué o cuándo escribir. Pensaba en que, ahora, no había necesidad (en el sentido de urgencia; en el sentido de perentoriedad), y que quizá más valía reflexionar sobre esto que vengo haciendo, lo de de publicar -poemas, anotaciones- en la red, lo de ser (apenas) leído, ese incidir tan suave, tan levemente en el mundo: el de los potenciales lectores. (Como si buscara producir un efecto: fama o respuesta.)
Hay una felicidad, pequeña, personal, que consiste en ser, de algún modo -nimio, risible- algo que existe: esto que digo de mí ("leo y escribo"), esto tan sencillo en que me afirmo sin más, se cumple de un modo casi imperceptible; como un vagido del que muy pocos están anoticiados. Pero dicha identidad, que se realiza mediante la publicación (eso me digo), basta para hacerme ser.
Esto, en lo referente al oficio, a la ocupación. Comienza a no alcanzar.
(Tal Gabu duerme de espaldas en el sillón-cama-cofre, y se siente de acá -nos separarán unos cinco metros- su acezar regular y pausado. La luz del foquito, amarilla, diseña sombras bastante precisas de unas pocas cosas: la mayoría de los objetos de esta sala están más bien cálidamente iluminados, expuestos. Tengo puertas y ventanas abiertas a la noche, y no se escucha, mayormente, otro ruido que el del tipear mío. Como le escribía a una profe hace un rato, trabajo de noche como si fuera el último romántico alemán.)
(Pero no: esto que hago se repite, seguro, en muchas otras piezas nocturnas, silenciosas, apaciguadas; esto que hago es hecho, seguro, por muchos más, por muchos que ahora estarán elaborando escritos, mundos, a pocos de los cuales, seguro, accederé.)
Fumo. El tiempo de escribir, en mi caso, es relativamente breve. Una hora, una hora y media, y ya está corregido. Luego viene la publicación, y entonces quedo a la espera de nuevas ganas de escribir. Que es eso lo que me mueve a hacerlo; o el aceptar la primera frase, que debe ser la justa, la que me convence o autoriza a continuar, y el resto es mero trabajo -impulso, ganas, disfrute-. Como un gozoso deber que no tengo el privilegio de cumplir a voluntad, sino que es como una gracia: medida, aperiódica.
El resto del tiempo de "trabajo" (cómo llegar a usar esa palabra...) es leer, escuchar música. Ocupación que de a ratos me enerva y que muchas veces es estéril: como un hamster (ya lo he dicho) que gira en su ruedita, frenético, obtuso. Y es esto lo que me lleva a decir que lo de "leer y escribir" ya me parece que no va. Que la lectura tiene que empezar a servir para otra cosa ("para una causa más noble", se me ocurre decir), aparte de ese mi asistir a las obras, ese verlas sucederse como lenta caravana del Arte, vagones y más vagones de un trencito que no acabará nunca de pasar, antes la muerte.
Pensé en escribir más sobre lo que leo, sobre lo que escucho. Pensé en pensar más: en elaborar "cosas" sobre ello. Por lo pronto releo El libro que vendrá, y tengo pendiente una relectura de Política de la inmortalidad, como para que me queden algunas ideas, algunos conceptos; como para no convertirlas en lecturas meramente literarias -cosa que tiendo, hedonista de mí, a hacer con los ensayos y con el saber en general-. Pero ¿y el ágora...?
Fumo. Será que a mí también me alcanza ese formular votos de fin de año. Fumo y tomo mate. Será que también para este sitio se cumple un ciclo, será que es hora de renovarlo (¿volantazo, mutación?). Me acomodo la espalda y pienso. (A lo lejos escapa, lento, un auto; ya no se lo oye.) Será que la noche de nuevo me cobija y, pícara, me alienta a pensar como posible un cambio.
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