Recostado en la yacija que ladinamente le tocó en suerte, con la melódica al pecho, tocándola, soplando, Tal Gabu calculo que no piensa en nada. O busca melodías de hace mucho, se retrotrae -a cuándo-, intenta reproducirlas a como sea, simple olfato, oído. O se pierde en varias, las logra, al rato, resumir en una, de teclas blancas, vacilantes, mira el techo. Mira el techo y, pongamos, cierra los ojos (la heladera nueva me tapa el rostro). De todos modos, ahora me lo imagino de ojos abiertos, mirando sin mirar a nada en el blanco de arriba, sólo su superficie desigual: sonidos, cierta sensación borroneada, de la que quizá nunca pueda él darme cuenta.
Fumo. Al bajar del E, en el centro, ya el aguacero que se largó cuando tomé el colectivo comenzaba a escampar, por lo no hubo mucho problema que digamos de tener que esperar, aparte, el N. Por suerte había puesto en una bolsa los dos libros que le tenía que devolver al psicólogo: cuando salí de casa no llovía, y ni pensé en que podían llegar a mojarse, pero tampoco era cuestión de andar con los dos en la mano, en una mano, y andar, por tanto, como un boludo, así que los embolsé y partí.
La nueva casa del psicólogo está buena. Es bastante grande, ancha, y, vista de frente, tranquila; como que descansa la vista. Lo que más me gustó fue un gran pino, alto, afuera: ya era de noche, y el pasto y las agujas del árbol estaban bien mojados. No sentía ningún aroma en particular, ahí, en ese jardín delantero, esperando, pero algo tenía ese momento (la imagen, es el tema) de lugares así, de hace mucho, en el Cerro: - esa noche de verano en lo de una familia amiga de la mía, corriendo, los chicos, en la noche, yendo tras un globo fantasma cuya mecha se había extinguido ya, y venía bajando, acercándose al suelo, siempre más rápido que nosotros, y alguno (yo) se caía sin dejar de correr, muy lentamente, vértigo de la carrera y ese irse irse cayendo, y rasparse bien raspado el brazo contra el cemento de la vereda, al lado ligustrines, y levantarse y seguir corriendo, risas, gritos.
Así, hay infancia. Hubo. Universo del juego, Tal Gabu silencia brevemente la melodía que está inventando y al toque la reinicia: finteadora, dubitativa, imperfecta; yo me divierto anotando frases, intentando darles la mayor ilación posible, buceando un poco y percibiendo, sabiendo formas que luego se esfumarán cuando termine.
Porque eso tiene la cosa: algo se perfila a cada ejercicio, a cada ensayo (a cada ejecución), algo cuya sensación concomitante se desvanece al cerrar el texto, al darlo por terminado (provisoriedad e interrupción). Juego tan postergable que por eso mismo da gusto cuando se lo recupera. Aunque no sé si es por eso. Sólo quiero decir: horas privilegiadas, ya sea que lo son de por sí, ya porque el mundo es mundo. Y se me anula el texto.
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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.