21 de septiembre de 2011

El que no descansa


(escuchando True Story - In Two Acts, por RGG)

Quizá se trate de no escribir. De medir las horas con la sola lectura. De los libros de siempre, los ya amigos, y de unos cuantos más del inagotable, hermoso resto. Y pensar. Y las palabras que broten "en el seno del pensamiento": no anotarlas (por ahí sólo en el Diario; pero ya eso sería vacilar), sino apenas si permitir que se vayan, que se desvanezcan: que surjan y se extingan en la mera conciencia. 

(Pasé la noche con Rayuela. Lectura plena: no dieron ganas en ningún momento de dejarla, y corté sólo para escribir esa primera frase, aparte de que quería poner un disco: son más de las 07:00 hs.: ya terminó el toque de queda acordado de bastante mala gana con la vecina nueva, me cacho en diez. -- Añoro la forma en que la primera lectura de esta novela me llevó, hará 20 años, a otros libros, a otras cosas que no son sólo libros pero que los libros, en mi caso al menos, propician. Añoro esa plenitud y no, porque también disfruto de esta otra comprensión, la actual, de este otro disfrute, después de, por ejemplo, todo el jazz escuchado, escuchado un poco porque en ese libro lo escuchaban --ese origen, sí, pero también y más decisivamente las juntadas con el Baby, privilegiado Club de entrecasa--.) 

¿Por qué dejar de escribir? ¿Simplemente hacerlo? ¿Uno se pone a soñar con algo así como un Placer Ilimitado sólo porque pasó sus buenas cinco o seis horas de coparse con un libro, y encima queda más de la mitad? ¿Uno no sabe acaso que por lo general la mayoría de los libros lo cansan, lo molestan, lo terminan aburriendo? Y uno lee por método, y por método escribe (¡¿por qué, por qué, por qué?!), y quiere algo distinto, y siempre ha sido, él mismo, así: alguien que especula vagamente con la dichosa promesa de felicidad, y que cree que puede llegar a alcanzarla, que ésta puede serle otorgada, cosa en el fondo tan imposible. Y prueba, noche loca, algunas mieles, y ya está: se pone a imaginar que de los huecos troncos seguirá manando más y más miel --"eso es pío", Horacio 'dixit'--, o que no se empalagará, una vez más y como siempre. 

(Y eso que bien que sé que el chiste está en alternar: fuerzo los límites de la lectura, o de la música, o de la charla, o del silencio, y ahí estoy otra vez, cambiando de actividad, poniéndome en otra cosa, sin descansar, inútil afanoso. Prácticamente nunca me entrego al "ocio real", ya sea solo o en compañía, y los raros momentos en que éste se da son extrañísimos: sentir la duración, la mera duración, el ser cosa fofa, materia, cuerpo sin pensamiento --de ojotas y sudando, los veranos--.)

Dejar de escribir pasaría así por renunciar a trabajar de otra manera el tiempo: como si uno se propusiera callar de un modo total. Monje con su votito de silencio, mi oración sería el libro: todos los libros --todos los que tengo, unos cuantos más--. ¿Pasa por eso, por cierto espíritu de sacrificio? Pero cuando anoté esa primera frase tenía un como pálpito de ganancia, de acrecentamiento de algo; escribiendo, desarrollando la idea, ésta se me vuelve antojadiza, y la verdad la rechazo. Vislumbre en el agotamiento, alucinación y extravío del deseo, llamita vulgar, enclenque, pronto extinta, pensaba aparte hace un rato que lo que pasa es que tengo, ahora, 37 años; que es imposible imaginar, por caso, cómo seré a los 50; que en el presente todo es rotación, alternación morosa; pero que, como buena ameba cortazariana, bien puede ser que para esa edad mis seudópodos se hayan transformado un poco al menos, les haya cambiado el metabolismo, digamos, y varíe así el espectro de lo que puedo ver y también imaginar.

(¿Sabiduría idiota? ¿Alguien que llega tarde? ¿Alguien que viene estando un poco fuera de la vida? Pienso en mi rostro, inexpresivo cuando escribo, pero que muchas veces se desfigura en el encuentro y diálogo con los otros, desencajado y brutal, de fuerte, tosca voz. Recuerdo las sensaciones a flor de piel, el frenesí, el haber agotado en algún momento "hasta las heces" la experiencia, allá en mis "dorados" 20. Pero lo recuerdo como idea, como algo vago de que no me llegan imágenes más precisas que ese coletazo más bien póstumo de lo vivido hace mucho, lejano ya.)

Termino, como otras veces, dando cuenta de mí. La ficción no me interesa. Digo: escribirla. Algunos señalarán, precisos, que, por más que haga un texto con vivencias, sensaciones, pensamientos propios, siempre les daré forma, los modelaré: ficcionalizaré, en suma. Allá ellos y su Escuelita de Letras. Al escribir sobre mí mismo se genera cierta tensión que es distinta a lo otro. Cierta clase de esfuerzo, cierto desafío que, en todo caso, es de otra índole. Y eso existe. Y cuenta.

(No escribir. Como si uno se acercara a La Gran Cosa, como si uno se predispusiera a algo realmente significativo. Algo en todo caso que sería de uno consigo mismo; de nadie más, para nadie más. Algo así como una evidencia. De eso trataba de hablar.)

2 comentarios:

  1. Sí. Yo volví a agarrar Rayuela hace unos días, porque vi en un kiosco de diarios una edición flamante y pensé que ya era hora de dejar morir en paz a mi vieja edición (repleta de papeles y de fotos que se alternan al azar entre sus páginas) de tapas azules de Sudamericana. Abrí el libro impecable, olí el papel de la primera página, ¿Encontraría a la Maga?, y me perdí en las calles de París. Y ahora, luego de releer Rayuela después de al menos diez o doce años de no haberla leído, la apuesta lúdica y hermosa de Cortázar me sigue conmoviendo. Ese libro significó tanto para mí. En cierto modo mi educación literaria surgió de él. Qué bueno que lo hayas releído, Tamarit. Y qué bueno es que escribas al respecto.

    Pablo P.

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  2. Sí, sí, yo también compré esa edición de Alfaguara de los quioscos, y también "Bestiario", el primer volumen. De hace unos años que la verdad una de las buenas cosas de la lectura es la relectura: porque uno elige "lo bueno conocido", o lo que recuerda como tal. Saludos.

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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.