a Carolina Robles
Tres de la mañana. Escucho Codebook, disco de Rudresh Mahanthappa. Un saxo desenfrenado, explorador, un poco frenético (pero sabe calmarse), que ahora da paso al piano. Jazz, claro, del -supongo- contemporáneo, uno de tantos discos que ofrece, laudable difusión, el blog Toy enojau. El que lo mantiene, si no me equivoco, es de la Patagonia. De algún lugar de la Patagonia, inmensa porción de la Argentina, reducida a palabra.
Hoy mandé carta a Bariloche. ("S. C. de Bariloche", rezaba la dirección postal que me pasaron.) Me costó $2,00. Si le hacía "seguimiento por internet", el costo subía a más o menos $13,00. Dolorosa diferencia. La carta fue escrita a máquina, de un saque: dos páginas, anverso y reverso, para "las chicuelas", en las que les contaba pavadas, naderías, cosas de un tío que, créanlo, se había puesto sensiblero. La recibirán -quizás- a mediados de la semana que viene; puede que no respondan, aunque seguro se ufanarán, ante sus amiguitos de la escuela, de haber recibido carta de Córdoba.
Lo que me impulsó a escribirles fue el haber estado leyendo anteayer el primero de los cinco ensayos agrupados en El defensor, de Pedro Salinas. Prosista de asombroso vuelo, de él sólo había leído, hasta ahora, las poesías. El ensayo del que hablo es una apología de la misiva personal, la de cuando el tiempo (dice Salinas, contra el siglo XX) no apremiaba. Estos cinco ensayos, que defienden cosas referidas al idioma y a la literatura en general, fueron publicados por primera vez en 1948, si no se equivoca mi retentiva. Son una creo que duradera lección de manejo ejemplar del español y de sensibilidad y humildad admirables en el planteo de los problemas de que se ocupa el libro.
Fumo. Hará media hora que terminé de leerlo. Son las tres y media de la mañana. La temperatura, los últimos dos días, bajó, no mucho pero sí significativamente. Ahora mismo tengo puesta una remera, cosa que hubiera sido insólita en mí hace tan sólo un mes, por más que siga con la costumbre y disfrute de andar descalzo por la casa. Una brisa chiquita me llega de la puerta, que está a mis espaldas, abierta, hasta nuevo aviso -otoño, vendrás-, a la noche. Apenas si pasan autos por la Agustín Garzón, y las gatas dormitan. Silencio para la música.
Silencio... Por eso prefiero la noche, para hacer mis cosas, digo. Dieguito últimamente espera el sueño con un devedé de El Chavo. Antes, la tele: el noticiero, los programas de chimentos. Pero lo peor es cuando le caen los amigos: al cuarteto, sabe o cree saber, hay que escucharlo al mango, esto es, a todo lo que dé el equipo (y tiene, me cago en Dios, uno bien potente). Así, el bajo hace vibrar los vidrios de mi ventana, hay que escuchar, sí o sí, letras melosas o arrepentidas, y uno apuesta por la esperanza de que la cosa no degenere en juntada hasta las seis de la mañana.
Fumo. Pienso en algunas cosas que leí en Salinas. Él usa la palabra "espiritu"; dice, por ejemplo, "las cosas del espíritu". En 1948 el empobrecimiento de la vida cotidiana, la de la ciudad moderna, ya se veía venir, y la de Salinas es una lanza rota en pro de detenerse a pensar, a mirarse uno mismo, ver cómo está viviendo, hacia dónde (casi que desesperadamente) corre y se desboca. Hoy estamos al cabo de ese movimiento que asustaba al ensayista o, al menos, si la cosa puede llegar a agravarse aún más, la misma ya se profundizó con arrolladora masividad. No tener yo tele es, por caso, algo que anonada (el verbo, créanme, está aplicado correctamente) a muchos que de ello se enteran. "¡Cómo hacés! Yo no podría..." ¿Para qué? ¿Para repasar Los Simpson todas las tardes, rito desganado?
Celoso cultivo de la soledad: la noche me permite abstraerme en el libro, en la melodía, en la escritura. Dice Salinas, en el 1948 en que publicó esos cinco ensayos tan llevaderos, que la gente alegaba no tener tiempo para la lectura, más, no tener tiempo, así, a secas. Me quedo pensando en cómo es la cosa ahora. No quiero hablar de los que trabajan 12 horas o más: son una parte de la sociedad, importante como todas, pero parte al fin, y la dicha sociedad es mucho más variada de lo que nos propone la mirada acusadora de los reivindicadores pareciera que sólo de lo que los hace disfrutar de enardecerse, como dice uno de los heterónimos de Pessoa, no recuerdo cuál. (No obstante, el argumento, la imagen, se me presentaron a la mente, y no puedo dejar de dar cuenta de ello; de no ocultarle al lector, digo, los variados y a veces rimbombantes fantasmas de mi -Dios, tendré que escribir esa maldita palabra- "imaginario".)
Pero ¿es necesario intentar pensar (¡y en pos, encima, de la posterior acción!) en por qué no se lee lo suficiente? (¿Y cuánto habría que leer, para empezar?) Más valdría -es, con menos humos, lo que a mí me sale hacer en estos casos- ir rescatando casos puntuales, ejemplos, historias de que me haya ido enterando. Para volver a lo de arriba: Dieguito, mi vecino.
Creo que no hay un solo libro en su casa. Creo que le resulta demasiado duro, hasta doloroso, por lo que tiene de esfuerzo muy poco habitual, leer. Habla a como salga, y se avergüenza de su incultura: porque están los que son como él, los amigos, con los que habla con desenfado, alegre, distendido, y está la gente "importante", la otra, ante la que baja la cabeza y se atonta ("disculpe"...).
Con respecto a los libros, entre él y yo se abre un abismo enorme: el que abarca los respectivos tiempos de vida. Da la idea de que por siempre andaremos por vías paralelas, sin demasiados lazos de entendimiento entre nosotros que digamos; o, más bien, que lo que podemos compartir se reducirá casi que indefectiblemente al intercambio banal, efímero.
Nadie puede decir qué es lo mejor, así, en sí, o para todos. Mientras leía Salinas pensaba: "¡cuánta razón tiene el guaso, y qué claridad con que defendía sus ideas...; y qué valiosas que se me hacen...!". Pero la realidad arredra. La realidad es una sociedad que obliga a la mayoría a embrutecerse y a perderse su dignidad por el culo, sólo porque los negocios tienen que seguir funcionando, generando la mayor cantidad de guita posible, y esquilmando, por eso mismo, la vida misma de dicha mayoría. Estos días estuve leyendo algunos suplementos y revistitas culturales, y la sensación permanente que tenía era que los redactores evitaban cuidadosamente la crítica fundamental (aparte de que lo suyo no tenía mucho de crítica que digamos): la que tiene que hablar teniendo en cuenta el paupérrimo sobrevivir de la mayoría, que queda así apartada de libros, de discos, pinturas, etcétera.
Dirán que de fondo, y muy torpemente delineada, y reductora, subyace una mirada marxista a la cuestión. Pero no sé si es privativo de la teoría marxista el ponerse a pensar que si mi vecino no lee libros es porque, de algún modo, le dieron cero oportunidad y preparación para apreciarlos.
No quiero tener última palabra en esto. Son cosas que llevan tiempo, pensarlas, digo. Vuelvo a acordarme de las minorías lectoras de que hablaba Salinas. El siglo XX se llevó por delante muchas cosas, unas buenas, otras malas, y algunas que ni fu ni fa. Elias hubiera hablado de los efectos no deseados propios del desarrollo de las civilizaciones, efectos que, por otra parte, se han dado desde siempre y que, por lo que parece, son inevitables. Yo, que escribo, pienso que me he dejado muchas cosas afuera en este más que precario análisis. ¿Cuántos, me pregunto para cerrar, serían capaces, en la vorágine que es internet, de ponerse a dialogar con esta entrada (dialogar con un texto: leerlo con perspicacia)? No digo los lectores habituales de blogs, y menos aún los bloggers de oficio. Pienso en toda la gente "neoanalfabeta" (término de, nuevamente, Salinas) que pasa horas y horas navegando, y que en cuanto ve prosa larga sale corriendo, cliquea. 'Quaeritur', diría Nietzsche.
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