"no terminará nunca es infinita es esta riqueza abandonada"
(Edgar Bayley)
Me está gustando mucho El Cuarteto De Nos, sus letras. Me bajé Bipolar y Raro, creo que de Taringa, y ahora estoy escuchando, una vez más, el primero. Van a ser las cinco de la tarde. "Santa, mi madre", dicen o se sospecha que hay que decir: me trajo, gloria, si las hay, de la cocina criolla, pastel de carne. Mi estómago se retorcía de placer: medio que me atraganté con la bendita porción, a la vez que soñaba ya con la próxima vez que me trajera de nuevo esa delicia.
El verano comienza a despedirse. Otolio nota que vuelven a cantar las aves. ¿Pero dónde está Otolio? ¿En la República Checa? ¿En España? ¿Dónde es ese pespunte de calor, de renacer? Cosas como ésas hay que percibir. Está bien, hace a la esencia de la poesía. Pero sobre todo, hace al darse cuenta de que la vida tiene también de eso: de disfrutar de cosas chiquitas, de no olvidarlo, de no olvidarse. Como la brisa más bien fresca que me llega de la ventana, atrás, y que me indica eso: que el verano, una vez más, tiene que partir.
(Rutinas que llevan a achicar, a achinar la mirada. El diario trajín y sus dolores, su dureza, su crueldad incluso: partes también de la cosa. A veces hay que hacer todo un periplo para volver a lo valedero: "vuelven a mí las cosas esenciales" (viejo y querido verso de García Lorca). Periplos o rodeos como que a ciegas, que consisten muchas veces en andar como un zombie, en automático.)
Leía hace poco un poeta llamado Claudio Rodríguez, unos pocos poemas suyos. "Qué asombro y qué disfrute, qué palabras rozagantes, nacidas de una experiencia bien plena...", pensaba, al leerlo. Un nombrar colmado de percepción, de experiencia sensible, bien palpable. Eso me llevó a pensar en mis propios poemas, en sus típicos estados de ánimo, en sus dos o tres tonos preponderantes; y me decía: "mis poemas: insignificantes, tristes, apagados, resignados y chiquitos; u otros, que se desaforan en el sinsentido, en una verbosidad que se pretende descoloque...".
Pero cada uno de los que nos dedicamos a escribir bien que tenemos mucho de particular, de biográfico, de propio. Podemos admirar y asombrarnos ante otra voz, ante voces que hablan desde otros mambos. Generalmente no es el nuestro; o no es el mismo por el que estamos pasando nosotros a la hora de haberlos leído. Y eso a veces conduce básicamente a estar muy solo, muy aislado, hasta alienado (verse así, sentir que se está ahí), como escritor. Me ha pasado: leer por rutina, por "obligación", por ocupar el tiempo, por querer olvidarme del tiempo, de las cosas, del mundo más allá de la puerta, más allá del libro...
En todo caso, por estos días intento atender a lo que late en los escritos de lo que voy leyendo: quién o qué es, qué voz "propia", qué alguien particular está hablando, el tono. No pasa por "respetarla" sino oírla un poco mejor, un atender a lo que de personal (lo que de última de rico, de valioso) tiene. Desde qué momento de su propia experiencia (padecimiento, asombro, aburrimiento, hastío, distanciamiento, apasionamiento, bronca, recelo, vacilar, admiración) está hablando. Cada 'pathos' particular.
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