28 de octubre de 2008

Postal

El hombre quiere hablar. Es otro viejo: pero no es el Tío. Apoyado en la reja negra y sonriendo de compromiso, el Tío escucha y ni intercala. El viejo, anteojos, pelado, desgarbado, deslucido sin llegar a zaparrastroso, quiere tirar mierda a la guerrilla de los setenta: lo veo venir. Y lo sé porque ya me peroró hará cosa de dos meses. Le tiro bocadillos, lo miro con una sonrisa franca, distanciadora, cruzada de brazos. Hará calor en Córdoba, más allá de la brisa. "Los asesinos que están en el gobierno", dice, sugiriendo, y luego dando nombres. Quiere dominar al auditorio. Pero es un mal retórico: el Tío escapa de la vagorosa perorata pretextando luces prendidas en el galpón; yo lo sigo.

Añado un emblema más al viejo: quiere ser un nuevo Sócrates. Pero suda sus malos libros. Se define como memorista, y bien se huele en qué anduvo husmeando. Viejo del descontento trasuntado en apacibilidad irritable. Ya lo he visto antes, él. Sabe un poco manejar las palabras, pero no le alcanza. La gente se le va: el público no comparte -se indispone, más bien-, y él no sabe hacer que se lo aplauda. Así, viejo, desvencijadito, más bien ruinoso, lo percibe, y se da vuelta, adusto, quizá ofendido, y se va: en busca de los oídos apropiados, - que nunca encontrará, esperemos.

Hacerse del barrio pasa por conocer el habla y las quejas de los viejos. Memoria a veces Gorgona, a los viejos sólo les queda la palabra. El Tío practica el arte del silencio simpaticón: como la devota de Flaubert, pero en descreído. El viejo este destila, no exactamente veneno, sino rencor impotente. Y lo hace saber. Y hasta la muerte lo hará saber, lo hará notar, se va a hacer notar. Y nunca escuchará: ni siquiera a los pocos libros, que repasa, febril; aquellos que todavía no vende, vaya a saber por qué fijación. Algo que mascar, me digo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Micrófono abierto a las voces del alma de turno.