Elevabas plegarias en son de actitud, pero el Cielo no se abría. Te disponías a peregrinar a Santiago en sentido inverso. (Nunca llegarías: bien que te resistís al español.) Coloso de tu memoria, recordabas fructuosas oraciones mediante las que lograbas, de niño, hasta media hora de bondad; pero siempre alguien aparecía. Vacilación de la entrepierna: eras joven, y la contemplación, como a Fausto, te llevaba a realizar hazañas irrisorias.
Te querías redimir. Pero de qué, dudabas, si eras mediocre y ni para el Mal servías. Visitabas panteones de durar, gélida sierpe, y tu mollera mascullaba responsos. Rezabas de memoria: pasos en la inquietud de quién.
Así fue como te ganaste mi ira. Te mancillé el honor muy duramente, crucifiqué tu mandíbula y, ahíto de espantajos, te despaché a la siega.
Sembraste entonces grano, y de la tierra brotó alcohol. Y segaste la vid, y de tus entrañas florecía la nervadura de la neurosis. Desesperado, quisiste aullar, pero tu moneda se entumeció de pronto. Las amapolas eran tu cadencia, de tus várices nacían sinsabores hediondos que ofrecías, despechado, a los viandantes.
Loción del rubí: me regresaste liendres, abanicos de la homosexualidad te visitaban. Urgiste un lienzo, pero no quise apuntalar tus facciones demacradas. Rabo de nube, gemías, rabo de nube.
Aburrido, te parapeté entre los que más temías y decapité tres de tus falanges. Como el artista, de ellas te alimentabas, las devolvías, te alimentabas. Ningún nosocomio te auxilió. Insípido pendorcho.
Para acabar, me fui. Desahuciado y terco, clamabas al Cielo, que no se abría.
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