11 de julio de 2010

Pasifae

Poco después de que te reventáramos el orto (la nómina es extensa), te dirigiste a la estación del fiambre y allí, entre deseosa y descompuesta, solicitaste un ticket. El que los otorgaba te miró: la ropa hecha jirones, el labio inferior magullado, la mirada, una biliosa dulzaina de los tiempos idos. Nada te dijo, pero te guió (la seña fue concisa) a un depósito no mayor que el espacio que media entre Córdoba y Qusarat. Con gesto medido te indicó que esperaras; te sentaste, cruzaste las ominosas piernas.

Al cabo de media hora llegó el petiso. Éste era un fiambre desafortunado, cuya habla se confundía con la frontera. Te preguntó qué esperabas. Un somorgujo de emoción te alentó a confesarle que querías alejarte de todo. El petiso te señaló que allí sólo aguardaban los mediocres, sólo los tibios que no saben encontrar la puerta. ¿Qué puerta?, le preguntaste. Por toda respuesta, el petiso se alejó.

Poco antes de que te reventáramos el orto (todos anónimos; todos diferentes), tu estación preferida era el invierno. Creías en la canción libertaria y en dar de comer al menesteroso. Dolida por el parto, el feto primigenio de tu error de niña se te representó ante los ojos. Nada querías saber de ese deforme, por lo que las enfermeras te llamaban la amor-tajada. Pero tamaño ajenjo poco podía con vos.

La madrugada aquella en que supiste lo que se te venía (previsión de alcance) decidiste que la guarida del oso se parecía más a un dogal de oficinas de lujo que a la marea intonsa. Contaste los segundos y los años, te hiciste operar el esfínter. Mucho más tarde, luego del paso del petiso, mirabas por la ventana cegada con maderos, hallando así el mensaje de la era inicial: que todos nos haríamos cientólogos.

Pero mientras te reventábamos el orto no gritabas, ni gemías, ni gozabas. Eras el manojo papal (bolsa maleable) que se deja hacer. Ni siquiera nos contabas, y no te molestaba los segundos polvetes de algunos de nosotros, escasos, por otra parte. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, habrías de recordar aquella mañana fría en que te dimos a más no poder; y no hallaste diferencia -un ave se detuvo- entre un evento y otro.

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