22 de septiembre de 2009

Lo que más me sulfura de Mara son sus borcegos cuando se pone en actriz o modelo griega

Repito el sandwich. De milanesa y, por fin, con algo de sal. La almacenera alterna -cuando estoy con ella, comiendo, tomando mi coquita de lugar- entre el silencio y la confianza charlosa; pero en ese limbo del rostro en otra. Yo quedo hablando un rato, me detengo: a destiempo. Está mucho más que gorda; ha sido el embarazo, me dice (no le pregunté), el del segundo, que la dejó así. Hablamos de comidas saladas, de cebollitas al vinagre, de picar con Tholem.

Acaba mi único disco de Tommy Flanagan, y vuelve el zumbido, crucero continuo, dulcemente obstinado, de mi pć. Fumo un buen cigarrillo, con el paladar, la lengua desastrados; quiero decir: saburrosos. Quiero decir una de esas palabras, o digo, consecutivamente, las dos, pero sé que hay otro término, el preciso, que no me saldrá y que es el que quedaría bien. Como se sabe, prefiero escribir al tanteo, no callar; cuando no callo.

Frío. Ayer, la primavera, acá en Córdoba, comenzó con un día bastante lindo. (Fuimos al Hugo del Carril con la Marce y vimos una película cuyo título, traducido, era al principio uno y al final otro. En italiano se llamaba algo así como Io non ho paura; en castellano, El silencio y El pozo. Película de lugares bellísimos -¡las añoranzas de la campiña 'it-talianna', nunca vivida, Horacio!-, llevadera, con un cierto 'tempo' de historia en marcha, cuyo final no terminó de agradarme, por más que el protagonista zafa.) Pero, después de que llegué a casa, a eso de las dos, las tres, se levantó una ventolina bastante fuerte, y chota, y molesta. Y hoy ya tengo que volver al bucito, y a la camperita más tarde.

Cosa que no me quitará la cerveza de las nueve y media. Aunque no sea a esa hora. Pero la que me acompaña en mis finales de día, sólo una, en el momento en que se-deja-de-ver-gente. Reclusión transitoria: horas de libros. Horas de, bah, ser uno mismo. Porque, préstese atención, "uno mismo" es cuando más nos queremos, o al menos cuando menos nos despreciamos. O no; pero nos despreciamos bien a conciencia, no esa cosa chota de pegar un respingo.

Aparte. Me encontré con una de las dos Paulas, la primera, el viernes. No me dio bola: se dedicó a evitarme charlando con quien yo iba. Dos minutos, tampoco tanto. Elevaba bastante una de sus cejas (gestito "cariacontecido"), no torcía su boca pero como que la ladeaba: "eh, qué hacen donde yo estoy", parecía pensar. La noche estaba más que linda, y decidí, al toque, que el asunto no tenía por qué afectarme demasiado.

Claro que, cuando retomé las huevadas con el Gabo, ese con quien yo iba, volví a recaer, facilismos de la compañía (algo había que decir, para salir del choque) en la rutina del fastidio, del despecho, del brindar contra. Nietzsche tiene dicho -"y a mí, ¿qué?", reclama el lector- que, aun cuando dejemos atrás algún que otro asunto desagradable, sus consecuencias (gloso: los amigotes y demás) nos alcanzan y nos vuelven a revolear al ocote la paz tan precariamente conseguida.

Cosa que yo no olvide: ese lunar que tienes, cielito lindo. Y que no está, y es otra, en el origen del culo, como quien viene de la espalda, durante la penumbra preferentemente.

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