23 de septiembre de 2009

Vestigios inhallables, a no ser por la contumacia del memorar

La mordedura. La cantante de Portishead desafina como una perra que se relame (lo típico es: "en celo"). Romina ordena rápido, pasa el trapo, emprolija. De mi pieza ha escarbado toda cosa, la ha clasificado, tendió la cama. La gata curiosea, piedritas nuevas, brisita fresca que entra de la puerta abierta: no encerremos a nadie.

La mordedura. Cuerpos que se conocieron, cuerpos jóvenes aún; y se reían, palabras y sonrisas por lo bajo; y los gemidos, y el agua. Romina ya no encontrará huellas de nada, nada de qué, si todas las piezas de amarse son invisibles, evanescente el rastro.

Esta música me inunda, por más que, civilizado, la tenga a un volumen soportable para el otro. Puertas abiertas, música insidiosa, y el mate, que convido. Miércoles de ceniza, retomo mi desierto. Cuerpos que en un pozo se distendían: y así desaparecía el morbo, la contractura, y nada en la cabeza.

No hay que encerrar, no hay que retener. Mandato para los cuerpos que allá deambulan. Para que florezcan, o se retuerzan, en su ser. Soledad o masilla de los días. Pulcro espectáculo de la duración.

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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.