Me viene su nombre a la cabeza. Nombre de hidra, cabecita loca. Vengo de un día no tan largo (qué lindo amanecer a las tres de la tarde), que tuvo sus cositas. Pasó el alcohol, vinieron los mates: y la pausa de escuchar Ani DiFranco, de querer escribir. Pero se me viene su nombre: su eterno nombre, su repetido nombre, y el rostro ese.
Duerme en el sillón-baulera el Negro, y el humo azuloso (el azulenco de Daneri, si es que así era) de mi pucho parte del cenicero pirata y pasa por entre el monitor y mis ojos. Soy, claro está, de Unión San Vicente, pero ellos ni plata tienen para el merchandising. Y a caballo regalado no se le miran los dientes. Sobre todo porque es grandote, cabedor.
El Negro duerme o está por, y la heladera zumba a treinta centímetros de su cabeza. La habitación, a oscuras: sólo el monitor. Se compró, ¿cómo se dirá?, tizas pasteles; algo pintó en casa, y me lo va a dejar: primer cuadro para las paredes blancas. Eso sí: sin marco, sólo clavitos.
Pasa un auto a lo lejos. Por la Agustín Garzón, que hoy tenía todavía algún que otro charco. Ayer la esquina estaba inundada. Rostros de la calle. Y rostro de ella, que era el que iba a estar aquí, hoy. Los días, variopintos.
Pero ajustarse a la corriente. Ani DiFranco tira algo tristísimo, pero, hoy por hoy, vivo a lo seco: indiferente, ni serio, apenas sereno. Luna redonda, iridiscente: ni un beh para decirte.
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Micrófono abierto a las voces del alma de turno.