25 de junio de 2007

Una taza de café con azúcar, y del líquido se desprende el vapor al acercar la taza a los labios, se hace visible, se hace rico. Una taza de café con azúcar, nada de leche, nada de crema, y la computadora no peligra, porque ando bien -ahora- del pulso, y veo un pañuelito de papel, doblado, usado, y veo un mate abandonado, así, porque sí, o bien porque ya no daba más de sí, al lado del monitor. Una taza de café con azúcar, negra, que rozo con el meñique cuando aprieto las teclas de la izquierda, y siento tibieza y dulzor en el dedo meñique, estirado, estirado al escribir.
Tomo un sorbo de café, y es la siesta, la de la tranquilidad y el ocio, y me acuerdo de fragmentos de poemas amorosos. El otro día, hablando de pasados amores, tomé un libro, despectivamente, entre pulgar e índice, y dije: "esto es todo lo que queda de un amor"; yo lo había escrito, y dedicado, hace años ya, y la situación social de la cerveza con otros me permitió esa impiedad.
Pasan los minutos. Un buen cigarrillo solucionaría muchas cosas. Pienso en él, pienso en cómo terminar esta entrada, y se da el dilema: no quiero hacer algo con lo que no me sienta conforme, hoy, pero quiero, como siempre, fumar un cigarrillo más. Como siempre, el texto pulido queda para una siguiente entrada, y me limito a dar fin a este torpe ensayo, que si lo trabajara quizá mejoraría un poco.

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